Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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– Escucha, ha sido una buena cosa que averiguaras que Jonasson era homosexual -le dije-. Eso abre la investigación hacia un escenario sobre el castigo al pecador. Quizá sea así como el Cazador piensa. Puede que ahí tengamos algo para seguir adelante.

Intenté no sonar paternalista y protector, ser positivo y motivador como un jefe ha de serlo. Y pareció que ella no se lo tomaba a mal.

– No nos ayuda -dijo sin embargo, y volví a verla cansada-. El Cazador podría atacar a cualquiera la próxima vez. Desde luego, en el mundo actual no faltan conductas sexuales que la Biblia condene. Si es que se trata de eso.

Es decir, que no es que estuviera especialmente positiva ni motivada. Era demasiado inteligente para una cháchara que pretendiera motivarla sin razones. Permanecimos sentados y en silencio.

Cada vez nos parecemos más a los investigadores del caso Palme, pensé. «Estamos en ello. Seguimos diferentes pistas.» Una defensa cada vez más constreñida para encontrar algo con sentido en la propia existencia. «Pero aún no hemos llegado tan lejos, ¡maldita sea!», pensé al tiempo que cerraba el puño sobre la mesa. Intenté encontrar algo que decir.

– Hay un detalle interesante que deberíamos abordar antes de llegar tan lejos como para considerar un nuevo ataque del Cazador: ¿quién podía saber que Jonasson era homosexual? Y, más interesante aún, ¿quién podía saber que Dahlström estaba embarazada? Incluso Lindell lo ignoraba. Pareció realmente sorprendido cuando se lo dijimos.

– Hemos hablado con todos los que sabemos que la conocían -repuso Sonja-. Nadie sabía que esperaba un bebé, ni siquiera que tenía novio. Todos sus amigos eran del trabajo, y cuando dejó el empleo todavía no estaba embarazada. No mantuvo el contacto con ninguno porque consideraba que todos la habían traicionado. Al parecer, por entonces tampoco visitaba a ningún médico.

Vi que no avanzábamos nada, así que lo dejamos ahí.

El caso nos atrapó, era como un gran anzuelo que removía nuestras entrañas. No sabía adónde nos llevaba, pero hacía daño.

Relato de Erik

Del 20 al 28 de abril de 2006

Relato sobre sucesos difíciles

De Erik Lindell a Jarl Arvidsson, sacerdote y confesor

Querido Jarl:

Sigo tu consejo y escribo algunas de mis experiencias. Permíteme recordarte que todo esto es estrictamente confidencial, propio del secreto de confesión que debes mantener.

Lo primero que recuerdo cuando pienso en Bosnia es humo negro en el horizonte, columnas que se expanden lentamente hacia el cielo. Fuegos a lo lejos en la llanura o cercanos: un autobús ardiendo rodeado de cuerpos y maletas abiertas con ropa desgarrada. Los cuerpos de las mujeres tenían sangre a lo largo de los muslos.

Cuerpos en los árboles, colgados. O a los que han disparado primero y luego colgado boca abajo, con los pies haciendo la señal de la victoria.

Frío asombroso en las montañas. En más de una ocasión vi montones de cadáveres cubiertos de nieve. Como si la naturaleza quisiera mostrar que había que dejarlos en paz, simplemente rociados con una leve capa de polvo para que se viera que un día fueron personas. Nadie los tocaba, la nieve estaba impoluta y estaba claro que llevaba así mucho tiempo.

Al principio había gritos de prisa de los soldados, quejas y huidas en los pueblos, lugareños que se abrían como abanicos sobre la llanura intentando subir a las montañas. Luego se hizo el silencio y todo fue más lento. Muchos de los que podían correr y gritar habían muerto, y los que quedaban no tenían fuerzas. Estaban quietos, solo miraban; recibían la comida y se daban la vuelta sin un comentario hacia nosotros, que llegábamos en los coches. Todos los que llegaban eran igual de culpables.

Durante días enteros viajábamos en camiones por caminos llenos de socavones hechos por las bombas y las minas. Aquello era malo para mi espalda, aunque como oficial podía ocupar el asiento mullido contiguo al del conductor. Los músculos se agarrotaban debajo de los omóplatos y la columna vertebral estaba dolorida. Me parecía que era la propia columna la que me dolía, pero era el nervio espinal que, como un hilo candente, radiaba su fuerza al exterior. Una espina que ardía desde dentro y no podía apagarse con ninguna pastilla. Me preguntaba muchas veces si me las había tomado, pero el mareo y el leve malestar me indicaban que lo había hecho. Dos pastillas blancas y ovaladas, cuatro tragos de agua.

Intenté estudiar el paisaje y pensar en otras cosas. Llanuras y campos con cadenas montañosas a lo lejos. Los cráteres de las minas de tierra, en las que un brazo o una pierna eran lo único que quedaba de una persona. Paredes de casas que parecían haber sido cortadas en diagonal como si fueran crackers . Mujeres morenas que, vestidas con ropas coloridas y pañuelos en la cabeza, nos miraban desde un margen del camino y a veces alzaban los brazos hacia nosotros. En medio, bosquecillos y riachuelos en los que el agua espejeaba, y flores rojas y amarillas que brillaban alegres como si el hombre nunca hubiera vivido sobre la tierra.

Al atardecer llegamos donde se encontraban las fuerzas holandesas de la ONU a las que nos uniríamos antes de continuar camino. Era a las afueras de Mostar, en el límite de una ciudad pequeña donde los soldados vivían en las ruinas de las casas, entre la población civil, que asaba patatas en pequeñas fogatas delante de sus casas. Eran tantos los que habían huido o muerto, que había sitio de sobra para todos.

El comandante señaló una casa vacía para las fuerzas finlandesas y dirigí a mis hombres hacia allí. Una gran sala en la que aún quedaban algunas alfombras donde extender los sacos de dormir, un cuarto de vigilancia, una letrina algo más allá. Era cuanto se necesitaba para una noche. Los holandeses habían prometido invitarnos a sopa de pescado en su casa.

La sopa era espesa y harinosa, pero llenaba. Yo estaba sentado con nuestro jefe de compañía y con los oficiales holandeses; la comida pasó pronto, sin cumplimientos ni charla. Todos estábamos agotados. Durante meses habíamos intentado «mantener la paz» sin fuerzas, nos habían trasladado arriba y abajo siguiendo unos planes incomprensibles, viendo crueldades que nadie pensaba que pudieran existir en Europa.

En cuanto los cuencos estuvieron vacíos, nos fuimos. Recuerdo que mientras volvía a nuestra casa, bajo la débil luz de algunas farolas, moví los hombros en un moderado ejercicio de gimnasia para la espalda. En la casa, vertí agua de una de las grandes cisternas y me tomé dos analgésicos para la noche. Apenas veía lo que había alrededor. Un alojamiento para la noche como otros muchos, un saco de dormir sobre un suelo en el que otros ya se habían tumbado. Me quedé dormido.

Pero me despertó el dolor de espalda. El suelo era demasiado duro a pesar de la alfombra doblada que tenía debajo. Solo iba a poder dormir unas horas cada vez, haciendo los ejercicios gimnásticos entre medias. Salí del saco de dormir y me acerqué a una ventana rota para respirar mientras estiraba con cuidado los músculos. Entonces miré bajo el leve resplandor de la farola hacia una de las calles laterales: montones de escombros, unas latas de cerveza y un calcetín fangoso. Silencio, solo algunos ronquidos detrás de mí.

A continuación vi sombras que escalaban por los escombros. Soldados. Un grupo de holandeses; pero no marchaban, sino que avanzaban con un movimiento lento e irregular. Llevaban a rastras a una chica bosnia que se resistía con fuerza; tenía la cara crispada, pero iba en completo silencio. No gritaba, aunque no tenía la boca tapada. Podía ver cómo lloraba tras una cortina de negro pelo hirsuto, con una larga raya roja que bajaba desde uno de los ojos hacia la boca como una lágrima de ácido corrosivo. Al principio me quedé inmóvil, pero luego reaccioné y salí corriendo; me equivoqué y di vueltas por la casa, notando el hedor de la letrina, pero al final encontré la salida a la calle. Para entonces habían arrastrado a la chica más lejos, hacia la última de las casas. Pero llegué hasta allí.

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