Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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Sonreí mientras las tres cantaban:

Everything is a source of fun.

Nobody is safe, for we core for none!

Life is a joke that's just begun!

Three little maids from school! [14]

Transportada por la música, me dejé caer en un mullido sillón con las piernas colgando sobre uno de los brazos, que es la postura que ideó la Naturaleza para escuchar música, y por primera vez en muchos días noté cómo se me relajaban los músculos del cuello.

Supongo que debí de echar una cabezadita, o tal vez no fuera más que un ensueño. No lo sé, pero sí sé que, cuando me recobré, Koko, el Honorable Señor Verdugo de Titipú, estaba cantando:

He's made to dwell-

In a dungeon cell [15]

Las palabras me recordaron de inmediato a papá y se me llenaron los ojos de lágrimas. Aquello no era ninguna opereta, pensé, ni la vida era un juego que acababa de empezar, ni Feely, Daffy y yo estábamos haciendo novillos. Éramos tres muchachas cuyo padre había sido acusado de asesinato. Me levanté de un salto para apagar la radio, pero cuando me disponía a tocar el botón, del altavoz brotó la tétrica voz del Honorable Señor Verdugo:

My object all sublime

I shall achieve in time-

To let the punishment fit the crime-

The punishment fit the crime… [16]

Que el castigo fuera acorde con el delito. «¡Pues claro! ¡Flavia, Flavia, Flavia! ¿Cómo es que no se te ha ocurrido antes?»

Como un cojinete de bola que cae en un vaso de cristal tallado, algo hizo clic en mi mente y supe a ciencia cierta cómo habían asesinado a Horace Bonepenny.

Sólo necesitaba un último detallito (bueno, tal vez dos; tres a lo sumo) para envolver todo el asunto cual caja de bombones de cumpleaños y regalárselo al inspector Hewitt con lazos rojos y todo. En cuanto escuchara mi historia de principio a fin, sacaría a papá de la celda en menos que canta un gallo.

La señora Mullet seguía en la cocina con la mano dentro de un pollo.

– Señora Mullet -le dije-, ¿puedo hablar en confianza con usted?

Me miró y se secó las manos en el delantal.

– Por supuesto, querida -respondió-. ¿No lo hace usted siempre?

– Es sobre Dogger.

Se le heló la sonrisa en la cara mientras daba media vuelta y empezaba a pelearse con un trozo de cordel de carnicería con el que estaba intentando atar al animal.

– Ya no hacen las cosas como antes -dijo cuando se le rompió el cordel-. Ni siquiera el cordel. Fíjese usted que la semana pasada le dije a mi Alf, le dije: «Ese cordel el cual me compras en la papelería…»

– Por favor, señora Mullet -le supliqué-. Hay algo que necesito saber. ¡Es un asunto de vida o muerte! ¡Por favor!

Me observó por encima de sus gafas como haría un coadjutor y, por primera vez en presencia de la señora Mullet, me sentí como una cría.

– Una vez me dijo usted que Dogger había estado en la cárcel, que había tenido que comer ratas y que lo habían torturado.

– Así es, querida -respondió-. Mi Alf dice que no tendría que haberlo contado. No debemos hablar nunca de ese tema. El pobre Dogger tiene los nervios destrozados.

– ¿Y cómo lo sabe? Lo de la cárcel, quiero decir.

– Mi Alf también estuvo en el ejército, ¿sabe usted? Sirvió durante algún tiempo con el coronel y con Dogger, pero no habla nunca de eso. La mayoría de ellos no hablan de eso. Mi Alf regresó a casa sano y salvo, sin más problemas que unas cuantas pesadillas, pero no todos tuvieron esa suerte. Es como una hermandad, ¿sabe usted?, me refiero al ejército: como un solo hombre extendido por todo el planeta como si fuera una capa de mermelada. Siempre saben dónde están sus antiguos compañeros y qué les ha pasado. Es espeluznante…, como si tuvieran telepatía o algo así.

– ¿Dogger mató a alguien? -le pregunté a bocajarro.

– No me cabe la menor duda, querida. Todos ellos. Al fin y al cabo, era su trabajo, ¿no?

– Aparte del enemigo.

– Dogger le salvó la vida a su padre, ¿sabe usted? -dijo-. Y en más de un sentido. Era enfermero o algo así, y muy bueno, por cierto. Dicen que le sacó una bala del pecho a su padre de usted, al lado mismo del corazón. Justo cuando lo estaba cosiendo, un tipo de las Fuerzas Aéreas perdió la cabeza por culpa de la neurosis de guerra y trató de matar a machetazos a todos los que estaban en el hospital de campaña. Dogger se lo impidió.

La señora Mullet ató el último nudo y utilizó unas tijeras para cortar el extremo del cordel.

– ¿Se lo impidió?

– Sí, querida, se lo impidió.

– Quiere usted decir que lo mató…

– Dogger no se acordaba después. Había sufrido uno de sus ataques, ¿sabe usted?, y…

– Y papá cree que ha vuelto a ocurrir: ¡que Dogger ha vuelto a salvarle la vida matando a Horace Bonepenny! ¡Y por eso ha cargado él con las culpas!

– No lo sé, querida, se lo aseguro. Pero algo así sería muy propio de él.

Entonces tenía que ser eso, no había otra explicación. ¿Qué era lo que había dicho papá cuando yo le había contado que Dogger también había escuchado a escondidas su discusión con Bonepenny? «Eso era lo que más temía», habían sido sus palabras exactas.

La verdad es que resultaba extraño, casi absurdo, como una historia digna de Gilbert y Sullivan. Yo había intentado cargar con la culpa para proteger a papá. Papá cargaba con la culpa para proteger a Dogger. La pregunta era: ¿a quién protegía Dogger?

– Muchas gracias, señora Mullet -le dije-. Mantendré esta conversación en el terreno confidencial. En el más absoluto secreto.

– De mujer a mujer, ¿no? -repuso con una horrenda sonrisa lasciva.

«De mujer a mujer» me parecía excesivo. Demasiado íntimo, demasiado denigrante. Algo en mi interior, que no era precisamente noble, surgió de las profundidades y en un abrir y cerrar de ojos me transformé en Flavia, la Vengadora de las Coletas. Mi misión era darle una lección a aquella aterradora e implacable máquina de hacer tartas.

– Sí -asentí-, de mujer a mujer. Y ya que hablamos de mujer a mujer, creo que es un buen momento para decirle que aquí, en Buckshaw, a nadie le gusta la tarta de crema. De hecho, no podemos ni verla.

– Vaya por Dios. Lo sé muy bien -dijo.

– ¿Lo sabe?

Me había dejado tan perpleja que no se me ocurrieron más de dos palabras.

– Pues claro que lo sé. «Los cocineros lo saben todo», dicen, y yo no voy a ser menos. Sé perfectamente que los De Luce y las tartas de crema no se llevan bien desde los tiempos en que Harriet aún vivía.

– Pero…

– ¿Por qué las sigo haciendo? Porque a mi Alf le gusta de vez en cuando comerse una rica tarta de crema. La señorita Harriet me decía siempre: «A los De Luce nos gusta más el altivo ruibarbo y las quisquillosas grosellas, mientras que su Alf es un hombre dulce y afable que prefiere la crema. Me gustaría que de vez en cuando hiciera usted una tarta de crema para recordarnos nuestros modales altaneros, y cuando arruguemos la nariz, pues bien, llévele usted la tarta a su Alf a modo de azucarada disculpa.» Y no me cuesta reconocer que, en los más de veinte años que han pasado desde entonces, me he llevado a casa un considerable número de disculpas.

– Entonces, seguro que ya no necesita más -repuse.

Y acto seguido puse pies en polvorosa.

Veintiuno

Me detuve en el corredor, me quedé completamente inmóvil y escuché. Gracias a los suelos de parquet y al revestimiento de madera de las paredes, Buckshaw transmitía el sonido casi mejor que el Royal Albert Hall. Incluso en el silencio más absoluto, Buckshaw tenía su propio e incomparable silencio, un silencio que me creía capaz de reconocer en cualquier parte.

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