Alan Bradley
Flavia de los extraños talentos
Si por dentro la tarta no es dulce, ¿a quién
le importan los pliegues de la masa?
William King, The Art of Cookery
El interior del armario estaba oscuro como boca de lobo. Me habían empujado dentro y habían cerrado la puerta con llave. Respiré trabajosamente por la nariz, tratando por todos los medios de mantener la calma. Intenté contar hasta diez cada vez que cogía aire y hasta ocho cada vez que lo soltaba despacio en la oscuridad. Por suerte para mí me habían apretado tanto la mordaza contra la boca abierta que los orificios nasales habían quedado libres, lo que me permitía llenar una y otra vez los pulmones de un aire viciado que olía a humedad.
Probé a agarrar con las uñas la bufanda de seda con la que me habían atado las manos a la espalda, pero dado que tenía la costumbre de mordérmelas hasta dejarme los dedos en carne viva, no pude agarrar nada. Menos mal que me había acordado de unir las yemas de los dedos, que utilicé como diez minúsculos pero firmes apoyos para ir separando las palmas de las manos, ya que los nudos estaban muy apretados.
Giré las muñecas y las froté una contra otra hasta que el tejido se aflojó; luego utilicé los pulgares para ir tirando de la seda hasta que noté los nudos entre ambas palmas y después entre los dedos. Si hubieran sido lo bastante listas como para atarme los pulgares, jamás habría conseguido escapar, pero eran tontas de remate.
Una vez con las manos libres me deshice de la mordaza en un santiamén. El siguiente paso era la puerta, pero antes debía asegurarme de que no estuvieran agazapadas esperándome. Me puse en cuclillas y eché un vistazo al desván a través del agujero de la cerradura. Gracias a Dios se habían llevado la llave. No se veía a nadie: aparte de la habitual maraña de sombras, trastos y cachivaches varios, el desván estaba desierto. No había moros en la costa.
Rebusqué algo por encima de la cabeza en el fondo del armario y desenrosqué el gancho de alambre de una percha de madera. Introduje el extremo curvo en el ojo de la cerradura, doblé hacia arriba el otro y conseguí formar un ángulo en forma de L, que introduje en las profundidades de la vieja cerradura. Tras unos pacientes momentos de tanteo y manipulación oí un satisfactorio chasquido. No había sido tan difícil. La puerta se abrió y yo quedé libre.
Descendí a saltos la amplia escalinata de piedra que llevaba al vestíbulo y me detuve frente a la puerta del comedor el tiempo indispensable para echarme hacia atrás las coletas, devolviéndolas así a su posición reglamentaria sobre los hombros.
Papá seguía insistiendo en que la cena se sirviese justo cuando el reloj daba la hora y que comiéramos en la descomunal mesa de roble del refectorio, tal y como se había hecho en vida de mamá.
– ¿Ophelia y Daphne aún no han bajado, Flavia? -me preguntó irritado, apartando la vista del último número de The British Philatelist, abierto junto a su plato de carne y patatas. -Hace siglos que no las veo -dije.
Era cierto, no las había visto: por lo menos, no desde que me habían amordazado y vendado los ojos para luego atarme, subirme cual saco de patatas por la escalera del desván y encerrarme en el armario.
Papá me observó por encima de sus gafas durante los cuatro segundos de rigor antes de concentrarse de nuevo, murmurando algo entre dientes, en sus pegajosos tesoros. Le dediqué una amplia sonrisa, lo bastante amplia como para ofrecerle una inmejorable vista de los aparatos que llevaba en los dientes. Aunque en realidad me daban el aspecto de un dirigible sin revestimiento, a papá siempre le había gustado que le recordaran lo bien que invertía su dinero. Sin embargo, en esa ocasión estaba tan absorto que ni siquiera se fijó. Levanté la tapa de la fuente de cerámica Spode en la que reposaban las verduras y extraje, de sus profundidades cubiertas de mariposas y frambuesas pintadas a mano, una generosa ración de guisantes. Utilizando el cuchillo como gobernante y el tenedor como picana, obligué a los guisantes a formar ordenadas filas y columnas en mi plato: hilera tras hilera de minúsculas esferas verdes, separadas unas de otras con tanta precisión que hasta el más estricto fabricante de relojes suizos habría silbado de admiración. Después, empezando por el fondo a la izquierda, ensarté el primer guisante con el tenedor y me lo comí.
Ophelia tenía la culpa de todo. Al fin y al cabo, ya había cumplido diecisiete años y, por tanto, era de esperar que hubiese alcanzado por lo menos un atisbo de la madurez que tendría de adulta. Que se confabulara con Daphne, que tenía trece, no era justo, y ya está. Entre las dos sumaban treinta años. Treinta años… ¡contra mis once! No es que fuera antideportivo, no: era directamente una maldad que pedía venganza a gritos.
A la mañana siguiente, estaba yo atareada con los matraces y frascos de mi laboratorio químico, situado en el piso más alto del ala este, cuando Ophelia irrumpió sin molestarse siquiera en saludar.
– ¿Dónde está mi collar de perlas?
Me encogí de hombros.
– Yo no soy la guardiana de tus baratijas.
– Sé que me lo has cogido. Los caramelos Mint Imperial que había en mi cajón de la ropa interior también han desaparecido, y he tenido ocasión de comprobar que, cuando en esta casa desaparecen caramelos, siempre acaban en la misma boca maloliente.
Regulé la llama de una lamparilla de alcohol en la que estaba calentando un vaso de precipitados con un líquido rojo.
– Si lo que estás insinuando es que mi higiene personal no está a la altura de la tuya, ya puedes empezar a limpiarme las botas con la lengua.
– ¡Flavia!
– Lo que oyes. Estoy más que harta de que siempre se me eche a mí la culpa de todo, Feely.
Mi justificado arranque de indignación, sin embargo, se vio interrumpido cuando Ophelia fijó sus ojos de miope en el matraz de color rojo rubí, que estaba a punto de entrar en ebullición.
– ¿Qué es esa masa pegajosa del fondo?
Ophelia golpeó el cristal con una uña larga y cuidada.
– Es un experimento. ¡Cuidado, Feely, es ácido!
Ophelia palideció.
– ¡Son mis perlas! ¡Eran de mami!
Era la única de las hijas de Harriet que se refería a ella como «mami»: la única de las tres lo bastante mayor como para conservar recuerdos de la mujer de carne y hueso que nos había llevado en su vientre, hecho que Ophelia nunca se cansaba de recordarnos. Harriet había muerto en un accidente de alpinismo cuando yo sólo tenía un año, y lo cierto es que en Buckshaw no se hablaba mucho de ella.
¿Estaba yo celosa de los recuerdos de Ophelia? ¿Me molestaba no compartirlos? Creo que no; en realidad, la cosa iba mucho más allá porque en cierta manera, y por extraño que resulte, despreciaba los recuerdos que ella tenía de nuestra madre.
Aparté lentamente la mirada de mi tarea, de forma que los cristales redondos de mis gafas emitieran destellos de luz blanca hacia Ophelia: sabía que, cuando lo hacía, mi hermana tenía la espeluznante sensación de hallarse frente a un chiflado científico alemán como los de las películas que veíamos en el cine Gaumont.
– ¡Mala bestia!
– ¡Bruja! -repliqué, aunque no antes de que Ophelia diera media vuelta sobre sus talones, con bastante gracia por cierto, y saliera del laboratorio hecha una furia.
Las represalias no tardaron en llegar, pero eso era normal tratándose de Ophelia: a diferencia de mí, ella no planeaba las cosas con antelación ni creía en eso de que la venganza es un plato que se sirve frío.
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