Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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Hasta entonces. Por tanto, era obvio que algo había fallado.

– No, gracias, señora Mullet -le dije-. Es que acabo de cepillarme los dientes.

Era mentira, pero fue lo único que se me ocurrió a bote pronto. Además de darme un aire de mártir, mi respuesta tenía la ventaja añadida de mejorar mi imagen en el terreno de la higiene personal. Al salir, afané de la despensa una botella de gránulos amarillos en cuya etiqueta podía leerse «Esencia de pollo Partington» y recuperé de un aplique del vestíbulo unas cuantas hojas de eucalipto.

Ya en el laboratorio cogí un frasco de bicarbonato sódico que el tío Tar, con su hermosa caligrafía de trazo tembloroso, había etiquetado como « Sal aeratus » , pero también -dada su habitual meticulosidad- como «bicarb. sód.», para no confundirlo con el bicarbonato de potasio, también denominado a veces sal aeratus. Sin embargo, el «Bicarb. pot.» se sentía más a gusto en los extintores que en el estómago humano.

Yo conocía la sustancia como NaHCO 3, que era lo que los campesinos llamaban bicarbonato de sosa. Recordaba haber oído en alguna parte que esos mismos pueblerinos creían en el poder de una buena dosis de sales alcalinas para acabar hasta con el peor de los resfriados.

En el fondo, me dije, era pura lógica química pensar que si las sales eran una cura, y el caldo de pollo también, ¿acaso una buena taza de caldo efervescente de pollo no tendría un asombroso poder reconstituyente? ¡Era alucinante! Lo patentaría y se convertiría en el primer antídoto del mundo contra el resfriado común: Delicuescencia De Luce: la f ó rmula de la sopa de Flavia.

Incluso me permití canturrear discretamente mientras medía un cuarto de litro de agua potable en un vaso de precipitados y lo colocaba sobre la llama para que se calentara. Al mismo tiempo, herví en un matraz con tapón los trozos machacados de hojas de eucalipto y contemplé las gotas de aceite color paja que no tardaron en formarse en el extremo del serpentín.

Cuando el agua empezó a hervir, la aparté del calor y la dejé enfriar durante varios minutos; después le añadí dos cucharaditas colmadas de Esencia de Pollo Partington y una cucharada de mi amigo NaHCO 3.

Removí el preparado a base de bien y dejé que echara espuma por el borde del vaso de precipitados, como si fuera el Vesubio. Me tapé la nariz con los dedos y me metí entre pecho y espalda la mitad del brebaje.

¡Refresco de pollo! «¡Oh, Señor, protégenos a todos los que avanzamos penosamente por la viña de la química experimental!»

Destapé el matraz y vertí el agua de eucalipto, hojas y todo, en lo que quedaba de la sopa amarilla. Luego me quité el suéter, me tapé con él la cabeza, improvisando así una especie de campana extractora de humos, e inhalé el alcanforado vapor del eucalipto de ave. En algún rincón de la bochornosa caverna que era mi cabeza tuve la sensación de que los senos del cráneo levantaban las manos y se rendían. Empecé a sentirme mejor.

En ese momento, alguien llamó bruscamente a la puerta y me dio un tremendo susto. Era tan raro que alguien se dejara caer por aquella parte de la casa, que el toc-toc en la puerta se me antojó tan inesperado como esos espeluznantes acordes de órgano en las películas de terror cuando se abre una puerta y revela una galería de cadáveres. Descorrí el cerrojo y allí estaba Dogger, estrujando su sombrero cual lavandera irlandesa. Me di cuenta de que había sufrido uno de sus episodios.

Me acerqué a él, le toqué las manos y al instante dejaron de temblarle. Me había fijado, aunque no utilizaba a menudo ese hecho, de que en ciertos momentos una simple caricia decía cosas que no podían expresarse con palabras.

– ¿Cuál es la contraseña? -le pregunté, uniendo los dedos y colocando ambas manos sobre la cabeza.

Durante unos cinco segundos y medio, Dogger se quedó perplejo, pero luego relajó lentamente los músculos de la mandíbula y sonrió. Como un autómata, unió los dedos e imitó mi gesto.

– Lo tengo en la punta de la lengua -dijo con la voz entrecortada-. Ya me acuerdo, es «arsénico».

– Cuidado no se lo trague -respondí-. Es un veneno.

En un notable alarde de fuerza de voluntad, Dogger se obligó a sí mismo a sonreír. El ritual se había observado como era debido.

– Pase, amigo -dije, abriendo la puerta de par en par.

Dogger entró y contempló a su alrededor maravillado, como si de repente se hubiera visto transportado al laboratorio de un alquimista de la antigua Sumeria. Hacía tanto tiempo que no visitaba aquella parte de la casa que ya casi ni recordaba la habitación.

– Cuánto cristal -dijo con voz temblorosa.

Aparté del escritorio el viejo sillón Windsor de Tar y lo sujeté hasta que Dogger se hubo acomodado entre sus brazos de madera.

– Siéntese. Le prepararé algo.

Llené de agua un matraz limpio y le coloqué encima una malla metálica. Dogger se sobresaltó ante el discreto «pop» que hizo el mechero Bunsen cuando le apliqué la llama.

– Ya está -dije-. Listo en un segundo.

Lo mejor de los objetos de cristal de laboratorio es que en ellos se puede hervir el agua a la velocidad de la luz. Eché una cucharadita de hojas negras en un vaso de precipitados. En cuanto adquirió una tonalidad rojo oscuro se lo di a Dogger, que lo miró con escepticismo.

– No pasa nada -le dije-. Es Tetley's.

Bebió su té con cautela, soplando sobre la superficie del líquido para que se enfriara. Mientras bebía, recordé que existe un motivo por el cual los ingleses nos regimos más por el ritual del té que por el palacio de Buckingham o el gobierno de su majestad: aparte del alma, lo único que nos diferencia de los simios es que sabemos preparar el té…, o eso le dijo el vicario a papá, quien a su vez se lo dijo a Feely, quien a su vez se lo dijo a Daffy, quien a su vez me lo dijo a mí.

– Gracias -dijo Dogger-, ahora ya me siento mucho mejor. Pero tengo que contarle algo, señorita Flavia.

Me encaramé al borde del escritorio, tratando de adoptar un aire de camaradería.

– Dispare -le dije.

– Bueno -empezó a decir Dogger-, usted sabe que hay veces en que yo…, o sea, que de vez en cuando tengo momentos en que…

– Claro que lo sé, Dogger -repuse-. ¿Acaso no lo sabemos todos?

– No lo sé. No me acuerdo. Verá usted, lo que pasa es que cuando yo estaba…

Giró los ojos, como una vaca camino del matadero.

– Creo que podría haberle hecho algo a alguien. Pero resulta que han arrestado al coronel por ello.

– ¿Se refiere usted a Horace Bonepenny?

Se oyó un estrépito de cristales cuando Dogger dejó caer al suelo su vaso de precipitados lleno de té. Fui corriendo a buscar un trapo y, por algún extraño y ridículo motivo, le sequé las manos, que apenas estaban mojadas.

– ¿Qué sabe usted de Horace Bonepenny? -me preguntó, agarrándome con fuerza la muñeca.

Si no hubiera procedido de Dogger, el gesto me habría aterrorizado.

– Lo sé todo -respondí, aflojándole lentamente los dedos-. Busqué información sobre él en la biblioteca. Hablé con la señorita Mountjoy y papá me contó toda la historia el domingo por la tarde.

– ¿Vio usted al coronel De Luce el domingo por la tarde? ¿En Hinley?

– Sí -dije-. Fui hasta allí en bicicleta. Le dije a usted que estaba bien. ¿No se acuerda?

– No -contestó Dogger, sacudiendo la cabeza-. A veces no me acuerdo de las cosas.

¿Era posible? ¿Podría haberse topado Dogger con Horace Bonepenny en alguna parte de la casa, o en el jardín, para después forcejear con él y provocarle la muerte? ¿Se había tratado de un accidente? ¿O acaso había algo más?

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