Alan Bradley - Flavia de los extraños talentos

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Flavia de los extraños talentos: краткое содержание, описание и аннотация

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Imagínese una vieja casa de campo en algún lugar de Inglaterra, en los años 50. Imagínese una niña de casi 11 años, solitaria y de extraños talentos, que vive allí con una familia poco común: un padre viudo de carácter taciturno y unas hermanas a las que nuestra protagonista no soporta. Se llama Flavia de Luce y es la dueña y señora de un laboratorio químico de la época victoriana abandonado décadas atrás.
La joven Flavia, como si fuera un detective, hurgará en al misterioso pasado de su padre y planeará la venganza contra sus hermanas Ofelia y Daphne mientras el material para su propio experimento científico es el cuerpo de un hombre que se encuentra enterrado en el jardín de su casa.
Con su protagonista excéntrica y brillantes, Flavia de los extraños talentos es una novela absolutamente original, imaginativa, de lectura compulsiva, que engancha por su inteligencia y por su humor, a veces muy negro, que se burla de la macabra seriedad de la trama.

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El señor Plover hizo una pequeña reverencia y regresó a su tractor sin decir ni una palabra.

– Nuestros espléndidos colegios privados son como ciudades en miniatura -dijo el inspector, agitando una mano-. El señor Plover te consideró una intrusa en el instante preciso en que apareciste en este callejón. Ni siquiera se molestó en perder el tiempo acudiendo al portero.

¡Vaya con el tipo! ¡Y vaya con Ruggles, también! En cuanto llegara a casa, les enviaría una buena jarra de gaseosa de color rosa para demostrarles que no estaba resentida. Ya no era temporada de anémonas, por lo que la anemonina quedaba descartada. Por otro lado, y aunque no era muy frecuente, se podía encontrar belladona siempre y cuando uno supiera exactamente dónde buscarla.

El inspector Hewitt le entregó el birrete y la toga al sargento Graves, que ya había sacado de su maletín varias hojas de papel de seda.

– Genial -comentó-. Puede que la niña nos haya ahorrado un paseíllo entre las tejas.

El inspector le lanzó una mirada que habría detenido a un caballo desbocado.

– Lo siento, señor -dijo el sargento con las mejillas encendidas mientras reanudaba la tarea de envolver.

– Cuéntame con todo detalle cómo has encontrado estas cosas -dijo el inspector Hewitt, como si no hubiera pasado nada-. No te dejes nada…, y tampoco te inventes nada.

Mientras yo hablaba, él iba anotándolo todo con su rápida y minúscula caligrafía. Puesto que siempre me sentaba frente a Feely cuando ella escribía en su diario durante el desayuno, me había convertido en toda una experta en leer al revés, pero las notas del inspector Hewitt no era más que delicadas hormiguitas que desfilaban por la página.

Se lo conté todo, desde los crujidos de las escaleras hasta mi resbalón casi fatal; desde la teja suelta y lo que se ocultaba debajo hasta mi brillante huida. Cuando terminé, lo vi garabatear un par de símbolos junto a mi relato de los hechos, aunque desconocía su significado. El inspector cerró su cuaderno de golpe.

– Gracias, Flavia -dijo-. Me has sido de gran ayuda.

Bueno, por lo menos había tenido el detalle de admitirlo. Me quedé allí expectante, aguardando a que añadiera algo más.

– Me temo que las arcas del rey Jorge no están lo bastante llenas como para que podamos llevarte a casa dos veces en veinticuatro horas -dijo-, así que esperaremos hasta que te marches.

– ¿Tengo que volver a traer el té? -le pregunté.

Se quedó allí plantado, con los pies firmemente apoyados en la tierra y una mirada en el rostro que tal vez no significara nada.

Un minuto más tarde, los neumáticos Dunlop de Gladys zumbaban alegremente sobre el asfalto, mientras el inspector Hewitt «y sus secuaces», como habría dicho Daffy, iban quedándose más y más atrás. Sin embargo, aún no había recorrido ni medio kilómetro cuando el Vauxhall se colocó a mi altura y me rebasó. Saludé con alborozo a sus ocupantes cuando pasaron de largo, pero los rostros que me contemplaron desde las ventanillas se me antojaron más bien lúgubres. Unas decenas de metros más allá se encendieron las luces de freno y el coche se detuvo en el arcén. El inspector bajó su ventanilla justo cuando los alcancé.

– Te llevamos a casa. El sargento Graves cargará tu bicicleta en el maletero.

– ¿Ha cambiado de opinión el rey Jorge, inspector? -le pregunté con altivez.

Por su rostro cruzó una mirada que hasta ese momento no le había visto. Me atrevería a jurar que era de preocupación.

– No -dijo-, el rey Jorge no ha cambiado de opinión, pero yo sí.

Diecinueve

No es que pretenda hacerme la víctima, pero esa noche dormí el sueño de los condenados. Soñé con torrecillas y escarpadas cornisas azotadas por la lluvia, que el viento traía desde el océano mezclada con el perfume de las violetas. Una mujer pálida, ataviada con un vestido isabelino, aparecía junto a mi cama y me susurraba al oído que las campanas repicarían. En el sueño aparecía también un viejo lobo de mar con chaqueta de hule, sentado sobre una montaña de redes de pescador que remendaba con una aguja, mientras a lo lejos, sobre el mar, un minúsculo aeroplano volaba hacia el sol poniente.

Cuando por fin me desperté, ya había salido el sol y yo tenía un horrible resfriado. Antes de bajar a desayunar ya había utilizado todos los pañuelos de mi cajón y había dejado para el arrastre una impoluta toalla de baño. Huelga decir que estaba de un humor de perros.

– No te me acerques -dijo Feely mientras caminaba a tientas hacia el extremo más alejado de la mesa, sorbiéndome los mocos y resoplando igual que una orca.

– ¡Muere, bruja! -conseguí decir, haciendo una cruz con los dos índices.

– ¡Flavia!

Empecé a juguetear con mis cereales, removiéndolos con la punta de una tostada. A pesar de que los pedacitos de pan quemado cambiaban un poco la cosa, la porquería pastosa de mi bol seguía sabiendo a cartón.

Noté una especie de sacudida, un salto en mis pensamientos, como si se tratara de una película de cine mal montada. Me había quedado dormida en la mesa.

– ¿Qué pasa? -oí que preguntaba Feely-. ¿Te encuentras bien?

– Está en uno de sus irritantes sueños sobre la disipación u orgía hesternales -dijo Daffy.

Daffy había empezado a leer recientemente Pelham, de Bulwer-Lytton. Todas las noches antes de acostarse leía unas pocas páginas y, hasta que lo terminara, lo más probable es que siguiera martirizándonos durante el desayuno con oscuras frases de una prosa más tiesa y envarada que un palo.

Recordé que « hesternal » significaba «de ayer». Estaba echando otra cabezadita sobre el resto de la frase cuando de repente Feely se levantó de un salto de la mesa.

– ¡Madre de Dios! -exclamó, enrollándose rápidamente la bata en torno al cuerpo como si de una especie de mortaja se tratara-. ¿Quién diantre es ése?

Una silueta se recortaba contra la puertaventana y nos observaba con las manos apoyadas en el cristal.

– Es el escritor ese -dije-. El de las mansiones. Pemberton.

Feely soltó un chillido y subió como una bala al piso de arriba, donde, como yo sabía muy bien, se pondría su ceñido conjunto azul de jersey y rebeca a juego, se aplicaría un poco de maquillaje para disimular las imperfecciones matutinas y bajaría la escalera como si flotara, al tiempo que fingía ser otra persona: Olivia de Havilland, por ejemplo. Era lo que hacía siempre que aparecía en nuestro territorio un desconocido del sexo opuesto.

Daffy le echó un vistazo sin demasiado interés y luego siguió leyendo. Como siempre, todo me lo dejaban a mí.

Salí a la galería y cerré las puertas tras de mí.

– Buenos días, Flavia -dijo un sonriente Pemberton-. ¿Has dormido bien?

¿Que si había dormido bien? ¿Qué clase de pregunta era ésa? Allí estaba yo, en la galería, con las legañas aún pegadas a los ojos, el pelo convertido en una madriguera de ratas y la nariz chorreando como un río de truchas. Además, lo de interesarse por la calidad del sueño de los demás, ¿no era algo reservado a quienes habían pasado la noche bajo el mismo techo? No estaba muy segura. Tendría que consultarlo en el libro de Isabella Beeton Todo lo que las damas tienen que saber sobre etiqueta. Feely me lo había regalado para mi último cumpleaños, pero aún seguía bajo la pata más corta de mi cama.

– No del todo mal -respondí-. Me he resfriado.

– Vaya, sí que lo siento. Tenía la esperanza de poder entrevistar hoy a tu padre para que me hablara de Buckshaw. No quiero hacerme pesado, pero no puedo quedarme muchos días. Desde la guerra, el precio del alojamiento cuando se está fuera de casa, aunque sea en mesones tan humildes como el Trece Patos, es sencillamente escandaloso. A nadie le gusta decir que no le alcanza el dinero, pero los pobres estudiosos como yo acabamos cenando pan y queso la mayoría de las noches.

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