Tully Stoker: Bonepenny se alojaba en el Trece Patos. ¿ Se enter ó Tully de lo ocurrido con Mary y decidi ó vengarse? ¿ O un hu é sped que paga es m á s importante que el honor de una hija?
Ned Cropper: Ned est á coladito por Mary (y tambi é n por otras). Sab í a lo ocurrido entre Mary y Bonepenny. Tal vez decidi ó liquidarlo. Buen m ó vil, pero no hay pruebas de que estuviera en Buckshaw esa noche. ¿ Podr í a haber matado a Bonepenny en otro sitio y llevarlo hasta all í en una carretilla? Entonces, tambi é n podr í a haberlo hecho Tully. ¡ O Mary!
La Se ñ orita Mountjoy: M ó vil perfecto: cree que Bonepenny y pap á mataron a su t í o, el se ñ or Twining. El problema es la edad: no me imagino a la se ñ orita Mountjoy forcejeando con alguien de la estatura y la fuerza de Bonepenny. A menos, claro est á , que utilizara alguna clase de veneno. Pregunta: ¿ cu á l fue la causa oficial de la muerte? ¿ Me lo dir í a el inspector Hewitt?
Inspector Hewitt: Oficial de polic í a. Lo incluyo s ó lo para que la lista sea justa, completa y objetiva. No estaba en Buckshaw en el momento del crimen y tampoco tiene un m ó vil conocido (pero… ¿ tambi é n estudi ó en Greyminster?).
Sargentos detective Woolmer y Graves: Í dem.
Frank Pemberton: Lleg ó a Bishop's Lacey despu é s del asesinato.
Maximilian Brock: Chiflado; demasiado viejo; no hay m ó vil.
Leí la lista entera tres veces para asegurarme de que no se me había escapado nada. Y entonces caí en la cuenta: se me ocurrió algo que dio alas a mi mente. ¿Acaso no era diabético Horace Bonepenny? Había encontrado sus ampollas de insulina en el maletín del Trece Patos, pero faltaba la jeringuilla. ¿La había perdido? ¿Se la habían robado?
Lo más probable era que hubiera viajado en ferry desde Stavanger, Noruega, hasta Newcastle-upon-Tyne, y desde allí en tren hasta York, donde habría tenido que cambiar de tren y coger otro a Doddingsley. Y desde Doddingsley habría cogido un autobús o un taxi hasta Bishop's Lacey.
Y, por lo que yo sabía, ¡durante todo ese tiempo no había comido nada! La tarta que había encontrado en su habitación (como demostraba la pluma incrustada) era la que había utilizado para ocultar la agachadiza muerta y pasarla de contrabando a Inglaterra. ¿No le había dicho Tully Stoker al inspector que su huésped se había tomado una copa en el bar? Sí… pero ¡no había hablado en ningún momento de comida!
¿Y si, después de llegar a Buckshaw y de amenazar a papá, había salido de la casa por la cocina -cosa que podía afirmarse casi con toda seguridad- y había visto la tarta de crema en el alféizar de la ventana? ¿Y si se había servido un trozo, lo había devorado y había salido al jardín, donde le había dado un ataque? Las tartas de crema de la señora Mullet siempre producían ese efecto en los habitantes de Buckshaw… ¡y eso que ni siquiera éramos diabéticos!
¿Y si había sido la tarta de crema de la señora Mullet la causante de la muerte? ¿Y si se había tratado tan sólo de un absurdo accidente? ¿Y si todos los que estaban en mi lista eran inocentes? ¿Y si a Bonepenny no lo habían asesinado?
«Pero si eso fuera cierto, Flavia -me dijo una vocecilla queda y tristona que procedía de mi interior-, ¿por qué iba el inspector Hewitt a detener a papá y a formular cargos contra él?»
Aunque todavía me goteaba la nariz y aún me lloraban los ojos, pensé que tal vez la pócima de pollo estuviera empezando a hacerme efecto. Leí de nuevo mi lista de sospechosos y pensé hasta que tuve la sensación de que me iba a estallar la cabeza.
No llegaba a ninguna conclusión. Finalmente, decidí salir, sentarme en la hierba, respirar un poco de aire fresco y ocupar la mente en algo completamente distinto: pensaría, por ejemplo, en el óxido nitroso, N 2O, también llamado gas de la risa…, algo que Buckshaw y sus habitantes necesitaban desesperadamente.
El gas de la risa y el asesinato formaban una extraña pareja, pero… ¿era realmente tan extraña?
Pensé en mi heroína, Marie Anne Paulze Lavoisier, una de las lumbreras de la química, cuyo retrato, junto con el de otros genios inmortales, colgaba del espejo de mi habitación: imaginé su pelo, que parecía un globo de aire caliente, y a su marido, que la observaba con admiración sin que pareciera importarle el ridículo peinado de ella. Marie era una mujer que sabía muy bien que la tristeza y la estupidez van demasiado a menudo de la mano. Recordé una historia que había leído: durante la Revolución francesa, Marie y Antoine se hallaban en el laboratorio de éste. Acababan de taponar con brea y cera de abeja todos los orificios corporales del ayudante de ambos, lo habían envuelto en una especie de tela de seda esmaltada y le habían pedido que respirara a través de una pajita en los instrumentos de medición de Lavoisier. Y justo entonces, mientras Marie Anne dibujaba la escena, las autoridades habían echado la puerta abajo, habían irrumpido en el laboratorio y se habían llevado a su esposo a la guillotina.
En una ocasión, le había contado a Feely esa siniestra y a la vez divertida historia. «Por lo general, son las personas que viven en casas pequeñas las que necesitan heroínas», me había respondido con altivez.
Pero seguía sin llegar a ninguna conclusión. Mis pensamientos se amontonaban unos sobre otros, como la paja en un pajar. Necesitaba encontrar un catalizador de alguna clase, como había hecho Kirchoff, por ejemplo, quien había descubierto que, si se hervía almidón en agua, seguía siendo almidón, pero que si se le añadían unas cuantas gotas de ácido sulfúrico se transformaba en glucosa. En una ocasión había repetido el experimento para convencerme de que funcionaba, y sí, funcionaba. Las cenizas a las cenizas; el algodón al azúcar. Una pequeña ventana a la Creación.
Regresé a la casa, que me pareció extrañamente silenciosa. Me detuve junto a la puerta del salón y escuché, pero no oí a Feely sentada al piano ni a Daffy pasando hojas, así que abrí la puerta.
La sala estaba vacía. Y entonces recordé que mis hermanas habían comentado durante el desayuno que tenían intención de ir paseando hasta Bishop's Lacey para enviarle a papá las cartas que le habían escrito. Aparte de la señora Mullet, que se hallaba en las profundidades de su cocina, y de Dogger, que estaba arriba descansando, me hallaba sola en los pasillos de Buckshaw quizá por primera vez en mi vida.
Puse la radio para que me hiciera compañía y, mientras se iban calentando las lámparas, las notas de una opereta inundaron la estancia. Era El Mikado de Gilbert y Sullivan, una de mis piezas favoritas. ¿No sería maravilloso, había pensado yo en alguna ocasión, que Feely, Daffy y yo pudiéramos ser tan felices y vivir tan despreocupadas como Yum-Yum y sus dos hermanas?
Three little maids from school are we,
Pert as a school-girl well can be
Filled to the brim with girlish glee,
Three little maids from school! [13]
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