Umberto Eco - El nombre de la rosa

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Salvo por la pared oriental, derrumbada, el Edificio parecía mantenerse en pie y desafiar el paso del tiempo. Los dos torreones externos, que daban al precipicio, parecían casi intactos, pero por todas partes las ventanas eran órbitas vacías cuyas lágrimas viscosas eran pútridas plantas trepadoras. En el interior, la obra del arte, destruida, se confundía con la de la naturaleza, directamente a la vista desde la cocina, a través del cuerpo lacerado de los pisos superiores y del techo, desplomados como ángeles caídos. Después de tantas décadas, todo lo que no estaba verde de musgo seguía negro por el humo del incendio.

Hurgando entre los escombros, encontré aquí y allá jirones de pergamino, caídos del scriptorium y la biblioteca, que habían sobrevivido como tesoros sepultados en la tierra. Y empecé a recogerlos, como si tuviese que reconstruir los folios de un libro. Después descubrí que en uno de los torreones todavía quedaba una escalera de caracol, tambaleante y casi intacta, que conducía al scriptorium, y desde allí, trepando por una montaña de escombros, podía llegarse a la altura de la biblioteca… aunque ésta era sólo una especie de galería pegada a las paredes externas, que por todas partes desembocaba en el vacío.

Junto a un trozo de pared encontré un armario, por milagro aún en pie, y que, no sé cómo, había sobrevivido al fuego para pudrirse luego por la acción del agua y los insectos. En el interior, quedaban todavía algunos folios. Encontré otros jirones hurgando entre las ruinas de abajo. Pobre cosecha fue la mía, pero pasé todo un día recogiéndola, como si en aquellos disiecta membra [162] «miembros dispersos» [o esparcidos de todas las lenguas que ha oído]. de la biblioteca me estuviese esperando algún mensaje. Algunos jirones de pergamino estaban descoloridos, otros dejaban adivinar la sombra de una imagen, y cada tanto el fantasma de una o varias palabras. A veces encontré folios donde podían leerse oraciones enteras; con mayor frecuencia encuadernaciones aún intactas, protegidas por lo que habían sido tachones de metal… Larvas de libros, aparentemente todavía sanas por fuera pero devoradas por dentro: sin embargo, a veces se había salvado medio folio, podía adivinarse un incipit, un título…

Recogí todas las reliquias que pude encontrar, y las metí en dos sacos de viaje, abandonando cosas que me eran útiles con tal de salvar aquel mísero tesoro.

Durante el viaje de regreso a Melk pasé muchísimas horas tratando de descifrar aquellos vestigios. A menudo una palabra o una imagen superviviente me permitieron reconocer la obra en cuestión. Cuando, con el tiempo, encontré otras copias de aquellos libros, los estudié con amor, como si el destino me hubiese dejado aquella herencia, como si el hecho de haber localizado la copia destruida hubiese sido un claro signo del cielo cuyo sentido era tolle et lege. [163] «toma y lee». Palabras que creyó oír san Agustín (Confesiones, VII) y que determinaron su conversión. Al final de mi paciente reconstrucción, llegué a componer una especie de biblioteca menor, signo de la mayor, que había desaparecido… una biblioteca hecha de fragmentos, citas, períodos incompletos, muñones de libros.

Cuanto más releo esa lista, más me convenzo de que es producto del azar y no contiene mensaje alguno. Pero esas páginas incompletas me han acompañado durante toda la vida que desde entonces me ha sido dado vivir, las he consultado a menudo como un oráculo, y tengo casi la impresión de que lo que he escrito en estos folios, y que ahora tú, lector desconocido, leerás, no es más que un centón, un carmen figurado, un inmenso acróstico que no dice ni repite otra cosa que lo que aquellos fragmentos me han sugerido, como tampoco sé ya si el que ha hablado hasta ahora he sido yo o, en cambio, han sido ellos los que han hablado por mi boca. Pero en cualquier caso, cuanto más releo la historia que de ello ha resultado, menos sé si ésta contiene o no una trama distinguible de la mera sucesión natural de los acontecimientos y de los momentos que los relacionan entre sí. Y es duro para este viejo monje, ya en el umbral de la muerte, no saber si la letra que ha escrito contiene o no algún sentido oculto, ni si contiene más de uno, o muchos, o ninguno.

Pero quizás esta incapacidad para ver sea producto de la sombra que la gran tiniebla que se aproxima proyecta sobre este mundo ya viejo.

Est ubi gloria nunc Babylonia? [164] «¿En dónde está ahora la gloria de Babilonia?» ¿Dónde están las nieves de otra época? La tierra baila la danza de Macabré; a veces me parece que surcan el Danubio barcas cargadas de locos que se dirigen hacia un lugar sombrío.

Sólo me queda callar. O quam salubre, quam iucundum et suave est sedere in solitudine et tacere et loqui cum Deo! [165] «Oh, qué saludable, qué agradable y suave es sentarse en la soledad y callar y hablar con Dios.» Dentro de poco me reuniré con mi principio, y ya no creo que éste sea el Dios de gloria del que me hablaron los abades de mi orden, ni el de júbilo, como creían los franciscanos de aquella época, y quizá ni siquiera sea el Dios de piedad. Gott ist ein lautes Nichts, ihn rührt kein Nun noch Hier… Me internaré deprisa en ese desierto vastísimo, perfectamente llano e inconmensurable, donde el corazón piadoso sucumbe colmado de beatitud. Me hundiré en la tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable, y en ese hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en ese abismo mi espíritu se perderá a sí mismo, y ya no conocerá lo igual ni lo desigual, ni ninguna otra cosa: y se olvidarán todas las diferencias, estaré en el fundamento simple, en el desierto silencioso donde nunca ha existido la diversidad, en la intimidad donde nadie se encuentra en su propio sitio. Caeré en la divinidad silenciosa y deshabitada donde no hay obra ni imagen.

Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no sé para quién, este texto, que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus. [166] Última frase del libro: «permanece la primitiva rosa de nombre, conservamos nombres desnudos», o «de la primitiva rosa sólo nos queda el nombre, conservamos nombres desnudos [o sin realidad] », o «la rosa primigenia existe en cuanto al nombre, sólo poseemos simples nombres». Respecto al último texto latino que aparece en El nombre de la rosa, del que ofrecemos varias y parecidas traducciones, podíamos remitirnos a la interpretación que el mismo autor hace del hexámetro latino en su Apostillas a El nombre de la rosa. Allí nos asegura que es un verso (por cierto holodactílico o compuesto todo él por pies dáctilos, como todos los del larguísimo poema, extraído de la obra De contemptu mundi («Del desprecio del mundo»), del monje benedictino del siglo xii. Bernardo Morliacense, o de Cluny. Añade Eco que el citado monje compuso variaciones sobre el tema del Ubisunt («¿En dónde están?»). Debe entenderse: la gloria, la belleza, la juventud, etc., salvo que al topos [o lugar o tema], habitual, Bernardo añade la idea de que de todo eso que desaparece, sólo nos quedan meros nombres, es decir: DE LA ROSA NOS QUEDA ÚNICAMENTE EL NOMBRE.

Notas

1

La República , 22 de septiembre de 1977.

2

Liber aggregationis seu liber secretorum Alberti Magni , Londinium, juxta pontem qui vulgariter dicitur Flete brigge, MCCCCLXXXV.

3

Les admirables secrets d’Albert le Grand , A Lyon Chez les Héritiers Beringos, Frattes, a l’Enseigne d’Agrippa, MDCCLXXV ; Secrets merveilleux de la Magie Naturelle et Cabalistique du Petit Albert , A Lyon, ibidem, MDCCXXIX.

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