Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Nicola enviaba a los vaqueros en una dirección, pero otro monje, animado de buenas intenciones, los enviaba hacia la dirección contraria. Era evidente que algunos hermanos habían perdido la calma; otros, en cambio, aún estaban atontados por el sueño. Yo trataba de explicar, porque ya había recobrado el uso de la palabra, pero debe recordarse que estaba casi desnudo, pues había arrojado mi hábito a las llamas, y el espectáculo de aquel muchacho ensangrentado, con el rostro negro de hollín, con el cuerpo indecentemente lampiño, atontado ahora por el frío, no debía de inspirar, sin duda, demasiada confianza.

Finalmente, Nicola logró arrastrar a algunos hermanos y otra gente hasta la cocina, cuyas puertas alguien había abierto entre tanto. Alguien tuvo el buen tino de traer antorchas. Encontramos el local en gran desorden, y comprendí que Guillermo debía de haberlo revuelto de arriba abajo para buscar agua y recipientes con que transportarla.

Justo en aquel momento vi a Guillermo que aparecía por la puerta del refectorio, con el rostro chamuscado, el hábito humeante y una gran olla en las manos y me dio pena, pobre alegoría de la impotencia. Comprendí que, aunque hubiera logrado transportar hasta el segundo piso una cacerola de agua sin volcarla, y aunque lo hubiese logrado más de una vez, era muy poco lo que debía de haber conseguido. Recordé la historia de San Agustín, cuando ve un niño que trata de trasvasar el agua del mar con una cuchara: el niño era un ángel, y hacía eso para burlarse del santo, que pretendía penetrar los misterios de la naturaleza divina. Y como el ángel me habló Guillermo, apoyándose exhausto en la jamba de la puerta:

—Es imposible. Nunca lo lograremos. Ni siquiera con todos los monjes de la abadía. La biblioteca está perdida.

A diferencia del ángel, Guillermo lloraba.

Me arrimé a él, que arrancó un paño de una mesa para tratar de cubrirme. Ya derrotados, nos quedamos observando lo que sucedía a nuestro alrededor.

La gente corría de un lado para otro. Unos subían con las manos vacías y se cruzaban en la escalera de caracol con otros que, impulsados por la curiosidad, ya habían subido, y ahora bajaban para buscar recipientes. Otros, más despabilados, buscaban en seguida cacerolas y palanganas, para después comprobar que en la cocina no había suficiente agua. De pronto la inmensa habitación fue invadida por varios mulos cargados con tinajas; los vaqueros que los conducían cogieron las tinajas y trataron de llevar el agua al piso superior. Pero no sabían por dónde se subía al scriptorium, y pasó un buen rato hasta que algunos de los copistas les indicaron el camino; y cuando estaban subiendo chocaron con los que bajaban aterrorizados. Algunas de las tinajas se quebraron y el agua se derramó, mientras que manos solícitas se encargaban de subir otras por la escalera de caracol. Seguí al grupo y me encontré en el scriptorium: por el acceso a la biblioteca salía una densa humareda, los últimos que habían intentado subir por el torreón oriental volvían tosiendo y con los ojos enrojecidos, diciendo que ya no podía penetrarse en aquel infierno.

Entonces vi a Bencio. Con el rostro alterado, subía de la planta baja trayendo un enorme recipiente. Al escuchar lo que decían los que volvían de la biblioteca, los apostrofó:

—¡El infierno os tragará, cobardes! —Se volvió como en busca de ayuda y me vio—: Adso —gritó—, la biblioteca… la biblioteca…

No esperó mi respuesta. Corrió hacia el pie de la escalera y penetró con arrojo en el humo. Fue la última vez que lo vi.

Escuché un crujido procedente de arriba. De las bóvedas del scriptorium caían trozos de piedra mezclados con cal. Una clave de bóveda esculpida en forma de flor se soltó y cayó casi sobre mi cabeza. El piso del laberinto estaba cediendo.

Bajé corriendo a la planta baja y salí al exterior. Algunos sirvientes solícitos habían traído escaleras con las que trataban de llegar a las ventanas de los pisos superiores para entrar el agua por allí. Pero las escaleras más largas apenas llegaban a las ventanas del scriptorium, y los que habían subido hasta allí no podían abrirlas desde fuera. Mandaron a decir que las abrieran desde dentro, pero ya nadie se atrevía a subir.

Por mi parte, miraba las ventanas del tercer piso. Ahora toda la biblioteca debía de haberse convertido en un solo brasero humeante, y el fuego debía de correr de habitación en habitación, ramificándose rápidamente entre los millares de páginas resecas. Todas las ventanas estaban iluminadas, una negra humareda salía por arriba: el fuego ya se había propagado a las vigas del techo. El Edificio, que parecía tan sólido e inconmovible, revelaba en aquel trance su debilidad, sus fisuras: las paredes comidas por dentro, las piedras sin argamasa que dejaban pasar las llamas hasta las partes más escondidas del armazón de madera.

De golpe varias ventanas estallaron como empujadas por una fuerza interior; las chispas saltaron hacia afuera poblando de luces errantes la oscuridad de la noche. El viento había amainado, y fue una desgracia, porque si hubiese seguido soplando con fuerza, quizás habría podido apagar las chispas, mientras que, al ser ligero, las transportaba y las avivaba, haciéndolas revolotear junto con jirones de pergamino, cuya fragilidad crecía con aquel fuego interior. En ese momento se escuchó un estruendo: una parte del piso del laberinto había cedido y sus vigas ardientes habían caído al scriptorium, porque ahora se veían allí las llamas, entre los muchos libros y armarios que también lo poblaban, además de los folios sueltos que había sobre las mesas, listos para responder a la llamada de las chispas. Escuché gritos de desesperación procedentes de un grupo de copistas que se cogían la cabeza con las manos y todavía hablaban de subir heroicamente para recuperar sus amadísimos pergaminos. En vano, porque la cocina y el refectorio eran ya una encrucijada de almas perdidas que corrían en todas direcciones, donde todos tropezaban entre sí. La gente chocaba, caía, los que llevaban un recipiente derramaban su contenido salvador, los mulos que habían entrado en la cocina advertían la presencia del fuego y se precipitaban dando patadas hacia las salidas, atropellando a las personas e incluso a sus propios, y aterrorizados, palafreneros. Se veía bien que, en todo caso, aquella turbamulta de aldeanos y hombres devotos y sabios, pero totalmente ineptos, huérfanos de toda conduc-ción, habría estorbado incluso la acción de cualquier auxilio que pudiera llegar.

El desorden se había extendido a toda la meseta. Pero aquello sólo era el comienzo de la tragedia. Porque, alentada por el viento, la nube de chispas ya salía, triunfante, por las ventanas y el techo, para ir a caer en todas partes, tocando la techumbre de la iglesia. Nadie ignora que muchas catedrales espléndidas sucumbieron al ataque de las llamas: porque la casa de Dios se ve hermosa e inexpugnable como la Jerusalén celeste por las piedras que ostenta, pero los muros y las bóvedas se apoyan en una frágil, aunque admirable, arquitectura de madera, y si la iglesia de piedra evoca los bosques más venerables por sus columnas que se ramifican hacia las altas bóvedas, audaces como robles, de roble también suele tener el cuerpo, y de madera también son sus muebles, sus altares, sus coros, sus retablos, sus bancos, sus sillones, sus candelabros. Tal era el caso de la iglesia abacial cuya bellísima portada tanto me había fascinado el primer día. Se incendió en muy poco tiempo. Entonces los monjes y todos los habitantes de la meseta comprendieron que estaba en juego la supervivencia misma de la abadía, y todos echaron a correr en forma aún más arrojada y caótica tratando de evitar el desastre.

Sin duda, la iglesia era más accesible, y por tanto más defendible que la biblioteca. A esta última la había condenado su propia impenetrabilidad, el misterio que la protegía, la escasez de sus accesos. La iglesia, maternalmente abierta a todos en la hora de la oración, también estaba abierta para recibir el auxilio de todos en la hora de la necesidad. Pero no había más agua, o había muy poca acumulada, y las fuentes la suministraban con natural parsimonia, y con una lentitud que no correspondía a la urgencia del momento. Todos habrían querido apagar el incendio de la iglesia, pero ya nadie sabía cómo hacerlo. Además, el fuego había empezado por arriba, hasta donde era difícil izarse para golpear las llamas o ahogarlas con tierra y trapos.

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