Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Habríamos podido atraparlo con calma, pero nos precipitamos con vehemencia sobre él. Logró zafarse y apretó el libro contra su pecho para defenderlo. Yo lo tenía cogido con la mano izquierda, mientras con la derecha trataba de mantener en alto la lámpara. Pero rocé su rostro con la llama, y al sentir el calor emitió un sonido ahogado, casi un rugido, dejando caer trozos de folios de la boca. Su mano derecha soltó el libro, buscó la lámpara y, de un golpe, me la arrancó lanzándola hacia adelante…

La lámpara fue a parar justo al montón de libros que habían caído de la mesa y yacían unos encima de otros con las páginas abiertas. Se derramó el aceite, y en seguida el fuego prendió en un pergamino muy frágil que ardió como un haz de hornija reseca. Todo sucedió en pocos instantes: una llamarada se elevó desde los libros, como si aquellas páginas milenarias llevasen siglos esperando quemarse y gozaran al satisfacer de golpe una sed inmemorial de ecpirosis. Guillermo se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y soltó al viejo —que al sentirse libre retrocedió unos pasos—; vaciló un momento, sin duda demasiado largo, dudando entre coger de nuevo a Jorge o lanzarse a apagar la pequeña hoguera. Un libro más viejo que los otros ardió casi de golpe, lanzando hacia lo alto una lengua de fuego.

Las finas ráfagas de viento, que podían apagar una débil llamita, avivaban en cambio a las más grandes y vigorosas, e incluso les arrancaban lenguas de fuego que aceleraban su propagación.

—¡Rápido, apaga ese fuego! —gritó Guillermo—. ¡Si no, se quemará todo!

Me lancé hacia la hoguera, y luego me detuve, porque no sabía qué hacer. Guillermo acudió en mi ayuda. Tendimos los brazos hacia el incendio, buscando con los ojos algo con que sofocarlo; de pronto tuve una inspiración: me quité el sayo pasándolo por la cabeza, y traté de echarlo sobre el fuego. Pero ya las llamas eran demasiado altas: lamieron mi sayo y lo devoraron. Retiré las manos, que se habían quemado, me volví hacia Guillermo y vi, justo a sus espaldas, a Jorge. El calor era ya tan fuerte que lo sintió muy bien y se acercó: no tuvo dificultad alguna para localizar el fuego, y arrojar el Aristóteles a las llamas.

Guillermo tuvo un arranque de ira y dio un violento empujón al viejo, que fue a dar contra un armario, se golpeó la cabeza con una arista, y cayó al suelo… Pero Guillermo, al que creo haberle escuchado una horrible blasfemia, no se ocupó de él. Volvió a los libros. Demasiado tarde. El Aristóteles, o sea lo que había quedado de él después de la comida del viejo, ya ardía.

Mientras tanto algunas chispas habían volado hacia las paredes y los libros de un armario ya se estaban abarquillando arrebatados por el fuego. Ahora no había un incendio en la sala, sino dos.

Guillermo se dio cuenta de que no podríamos apagarlos con las manos, y decidió salvar los libros con los libros. Cogió un volumen que le pareció mejor encuadernado, y más compacto que los otros, y trató de usarlo como un arma para sofocar al elemento adverso. Pero golpeando la tapa tachonada contra la pira de libros ardientes lo único que conseguía era provocar nuevas chispas. Intentó apagarlas con los pies, pero obtuvo el efecto contrario, porque se elevaron por el aire fragmentos de pergamino casi convertidos en cenizas, que revoloteaban como murciélagos mientras el aire, aliado a su aéreo compañero, los enviaba a incendiar la materia terrestre de otros folios.

La desgracia había querido que aquella fuese una de las salas más desordenadas del laberinto. De los anaqueles colgaban manuscritos enrollados; otros libros ya desencuadernados mostraban entre sus tapas, como entre labios abiertos, lenguas de pergamino reseco por los años, y la mesa debía de haber estado cubierta por una gran cantidad de textos que Malaquías (ya solo desde hacía varios días) había ido acumulando sin guardar en sus respectivos sitios. De modo que la habitación, después del desorden creado por Jorge, estaba invadida de pergaminos que sólo esperaban la oportunidad para transformarse en otro elemento.

En muy poco tiempo aquel sitio fue un brasero, una zarza ardiente. Los armarios, que también participaban de aquel sacrificio, empezaban a crepitar. Comprendí que el laberinto todo no era más que una inmensa pira de sacrificio, preparada para arder con la primera chispa…

—¡Agua, se necesita agua! —decía Guillermo, pero luego añadía—: ¿Y dónde hay agua en este infierno?

—¡En la cocina, en la cocina! —grité.

Guillermo me miró perplejo, con el rostro enrojecido por el furioso resplandor:

—Sí, pero antes de que hayamos bajado y vuelto a subir… ¡Al diablo! —gritó después—, en todo caso esta habitación está perdida, y quizá también la de al lado. ¡Bajemos en seguida, yo busco agua, tú ve a dar la alarma, se necesita mucha gente!

Encontramos el camino hacia la escalera porque la conflagración también iluminaba las sucesivas habitaciones, aunque cada vez con menos intensidad, de modo que las últimas dos habitaciones tuvimos que atravesarlas casi a tientas. Debajo, la luz de la noche alumbraba pálidamente el scriptorium, desde donde bajamos al refectorio. Guillermo corrió a la cocina; yo, a la puerta del refectorio, y tuve que afanarme bastante para poder abrirla desde dentro porque estaba atontado y entorpecido por la agitación. Salí por fin a la explanada, corrí hacia el dormitorio, pero después comprendí que tardaría demasiado despertando a los monjes uno por uno, y tuve una inspiración: fui a la iglesia y busqué la forma de subir al campanario. Cuando llegué, me aferré a todas las cuerdas, tocando a rebato. Tiraba con fuerza y la cuerda de la campana mayor me arrastraba consigo cuando subía. En la biblioteca me había quemado el dorso de las manos: las palmas aún estaban sanas, pero me las quemé deslizándolas por las cuerdas, hasta que se cubrieron de sangre y tuve que dejar de tirar.

Pero para entonces ya había hecho bastante ruido. Bajé corriendo a la explanada, justo a tiempo para ver salir del dormitorio a los primeros monjes, mientras a lo lejos sonaban las voces de los sirvientes que estaban asomándose al umbral de sus viviendas. No pude explicarme bien, porque era incapaz de formular palabras, y las primeras que me vinieron a los labios fueron en mi lengua materna. Con la mano ensangrentada señalaba hacia las ventanas del ala meridional del Edificio, cuyas lajas de alabastro dejaban traslucir un resplandor anormal. Por la intensidad de la luz comprendí que desde el momento de mi salida, y mientras tocaba las campanas, el fuego se había propagado a otras habitaciones. Todas las ventanas del AFRICA, y todas las de la pared que unía esta última con el torreón oriental, brillaban con resplandores desiguales.

—¡Agua, traed agua! —gritaba.

En un primer momento, nadie entendió. Los monjes estaban tan habituados a considerar la biblioteca como un lugar sagrado e inaccesible, que no lograban darse cuenta de que se encontraba amenazada por un vulgar incendio, como la choza de cualquier campesino. Los primeros que alzaron la mirada hacia las ventanas se santiguaron murmurando palabras de terror: comprendí que pensaban en nuevas apariciones. Me aferré a sus vestiduras, les imploré que entendieran, hasta que alguien tradujo mis sollozos en palabras humanas.

Era Nicola da Morimondo, quien dijo:

—¡La biblioteca arde!

—¡Por fin! —murmuré, dejándome caer agotado.

Nicola dio pruebas de gran energía. Gritó órdenes a los sirvientes, dio consejos a los monjes que lo rodeaban, envió a unos al Edificio para que abriesen las puertas, a otros los mandó a buscar cubos y todo tipo de recipientes, y a los que quedaban les dijo que fueran hasta las fuentes y los depósitos de agua que había en el recinto. Ordenó a los vaqueros que usasen los mulos y los asnos para transportar las tinajas… Si esas disposiciones hubieran procedido de un hombre dotado de autoridad, habrían encontrado un acatamiento inmediato. Pero los sirvientes estaban habituados a recibir órdenes de Remigio; los copistas, de Malaquías; todos, del Abad. Pero, ¡ay!, ninguno de los tres estaba presente. Los monjes buscaban con los ojos al Abad para que les explicara y los tranquilizase, pero no lo encontraban, y sólo yo sabía que estaba muerto, o que estaba muriendo en aquel momento, empa-redado en un pasadizo asfixiante que ahora se estaba transformando en un horno, en un toro de Fálaris.

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