Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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—Sin embargo, todo eso no ha servido de nada —le dijo Guillermo—. Ahora todo ha concluido, te he encontrado, he encontrado el libro, y los otros han muerto en vano.

—No en vano. Quizás en exceso. Y si de algo pudiera servirte una prueba de que este libro está maldito, ahí la tienes. Pero sus muertes no deben haber sido en vano. Y para que no resulten vanas, una muerte más no será excesiva.

Eso dijo, y con sus manos descarnadas y traslúcidas empezó a desgarrar lentamente, en trozos y en tiras, las blandas páginas del manuscrito, y a meterse los jirones en la boca, masticando lentamente como si estuviese consumiendo la hostia y quisiera convertirla en carne de su carne.

Guillermo lo miraba fascinado y parecía no darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Después reaccionó y se echó hacia adelante gritando: «¿Qué haces?» Jorge sonrió, descubriendo sus encías exangües, mientras de sus pálidos labios manaba una saliva amarillenta que resbaló por los escasos y blancos pelos de la barbilla.

—Eres tú quien esperaba el toque de la séptima trompeta, ¿verdad? Escucha ahora lo que dice la voz: «Sella las cosas que han dicho los siete truenos y no las escribas, toma y cómelo, y amargará tu vientre, pero en tu boca será dulce como la miel.» ¿Ves? Ahora sello lo que no debía ser dicho, lo sello convirtiéndome en su tumba.

Y se echó a reír justo él, Jorge. Era la primera vez que lo oía reír… Reír con la garganta, sin que sus labios expresaran alegría, pues daba casi la impresión de estar llorando:

—No te esperabas este final, ¿verdad Guillermo? Por gracia del Señor, este viejo gana otra vez, ¿verdad?

Y como Guillermo intentó quitarle el libro, Jorge, que advirtió el gesto por la vibración del aire, se echó hacia atrás apretando el libro contra su pecho con la mano izquierda, mientras que con la derecha seguía desgarrando sus páginas y metiéndoselas en la boca.

Estaba del otro lado de la mesa y Guillermo, que no llegaba a tocarlo, hizo un movimiento brusco para sortear el obstáculo. Pero su sayo se enganchó en el taburete haciéndolo caer, y Jorge no pudo por menos que advertir el alboroto. El viejo volvió a reír, esta vez con más fuerza, y con sorprendente rapidez extendió la mano derecha, y guiándose por el calor localizó a tientas la llama y, sin temer el dolor, le puso la mano encima, y la llama se apagó. La habitación quedó sumida en las tinieblas y oímos por última vez la carcajada de Jorge, que gritaba: «Encontradme ahora, ¡ahora soy yo el que ve mejor!» Después calló y ya no pudimos oírlo, pues se movía con aquellos pasos silenciosos que daban siempre un carácter sorpresivo a sus apariciones. Sólo cada tanto, en diferentes sitios de la sala, oíamos el ruido de los folios desgarrados.

—¡Adso! —gritó Guillermo—, ponte en la puerta, no lo dejes salir.

Pero había hablado demasiado tarde, porque yo, que desde hacía unos segundos ardía de deseos de lanzarme sobre el viejo, me había arrojado, cuando quedamos en tinieblas, hacia el lado opuesto de la mesa, tratando de sortear el obstáculo por la parte contraria a la que se había lanzado mi maestro. Demasiado tarde comprendí que así le había permitido a Jorge ganar la salida, porque el viejo sabía orientarse extraordinariamente bien en la oscuridad. En efecto, oímos un ruido de folios desgarrados a nuestras espaldas; bastante atenuado, porque ya provenía de la habitación contigua. Y al mismo tiempo oímos otro ruido, un chirrido trabajoso y progresivo, un gemido de goznes.

—¡El espejo! —gritó Guillermo—. ¡Está encerrándonos!

Guiados por el ruido, ambos nos lanzamos hacia la salida. Tropecé con un escabel y me golpeé en una pierna, pero no me detuve, porque de repente comprendí que si Jorge lograba encerrarnos ya nunca saldríamos de allí: en la oscuridad no habríamos encontrado la manera de abrir, pues ignorábamos qué, y cómo, había que mover de aquel lado del espejo.

Creo que Guillermo actuaba con la misma desesperación que yo, pues lo oí a mi lado cuando, al llegar al umbral, ambos nos pusimos a empujar la parte de atrás del espejo, que se estaba cerrando hacia nosotros. Llegamos a tiempo, porque la puerta se detuvo y poco después cedió y volvió a abrirse. Era evidente que, al advertir que el juego era desigual, Jorge se había alejado. Salimos de la habitación maldita, pero ahora no sabíamos hacia dónde se había dirigido el viejo, y la oscuridad seguía siendo total. De pronto recordé:

—¡Maestro, pero si tengo el eslabón!

—Y entonces, ¿qué esperas? ¡Busca la lámpara y enciéndela!

Me lancé en la oscuridad hacia el finis Africae y empecé a buscar a tientas la lámpara. Por milagro divino, en seguida di con ella; hurgué en mi escapulario y encontré el eslabón; mis manos temblaban y tuve que intentarlo varias veces hasta que logré hacer chispa, mientras Guillermo jadeaba desde la puerta: «¡Rápido, rápido!» Finalmente, encendí la lámpara.

—¡Rápido —volvió a incitarme Guillermo—, si no se comerá todo el Aristóteles!

—¡Y morirá! —grité angustiado mientras corría a su encuentro y juntos nos poníamos a buscar.

—¡No me importa que muera, el maldito! —gritaba Guillermo clavando los ojos en la oscuridad que nos rodeaba y moviéndose de un lado para otro—. Total, con lo que ha comido su suerte ya está sellada. ¡Pero yo quiero el libro! —después se detuvo, y añadió un poco más tranquilo—: Espera. Así nunca lo encontraremos. Quedémonos un momento callados y quietos.

Nos paralizamos en silencio. Y en el silencio oímos no muy lejos el ruido de un cuerpo que chocaba con un armario, y el estrépito de algunos libros al caer.

—¡Por allí! —gritamos al mismo tiempo.

Corrimos hacia los ruidos, pero en seguida comprendimos que debíamos avanzar más lentamente. En efecto, fuera del finis Africae la biblioteca, aquella noche, estaba expuesta a ráfagas de aire que la atravesaban silbando y gimiendo, con una intensidad proporcional al fuerte viento que soplaba afuera. Multiplicadas por nuestro impulso, esas corrientes de aire amenazaban con apagar la lámpara, que tanto nos había costado reconquistar. Como no podíamos avanzar más rápido, lo adecuado hubiese sido frenar a Jorge. Pero Guillermo pensó precisamente lo contrario, y gritó:

—¡Te hemos cogido, viejo, ahora tenemos la luz!

Sabia decisión, porque es probable que aquello inquietara a Jorge, quien debió de acelerar el paso, desequilibrando así su mágica sensibilidad de vidente en las tinieblas. De hecho, poco después oímos un ruido, y cuando, guiándonos por ese sonido, entramos en la sala Y de YSPANIA, lo vimos en el suelo, con el libro aún entre las manos, intentando ponerse de pie en medio de los volúmenes que habían caído de la mesa que acababa de llevarse por delante y derribar. Mientras intentaba levantarse seguía arrancando las páginas, como si quisiera devorar lo más aprisa posible su botín.

Cuando llegamos a su lado, ya estaba otra vez en pie, y, al percibir nuestra presencia, nos hizo frente al tiempo que retrocedía. La roja claridad de la lámpara iluminó su rostro ya horrible: las facciones deformadas, la frente y las mejillas surcadas por un sudor maligno; los ojos, normalmente de una blancura mortal, estaban inyectados de sangre, de la boca salían jirones de pergamino, como una bestia salvaje atragantada de comida. Desfigurado por la angustia, por el acoso del veneno que ya serpenteaba abundante por sus venas, por su desesperada y diabólica decisión, el otrora venerable rostro del anciano se veía repulsivo y grotesco: en otras circunstancias hubiese podido dar risa, pero también nosotros nos habíamos convertido en una especie de animales y éramos como perros lanzados en pos de su presa.

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