Umberto Eco - El nombre de la rosa

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El nombre de la rosa: краткое содержание, описание и аннотация

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Y cuando las llamas llegaron por abajo, fue inútil arrojarles tierra o arena, porque ya el techo se desplomaba sobre los que luchaban contra el fuego, derribando a muchos de ellos.

Así, a los gritos de quienes lamentaban la pérdida de tantas riquezas, se unieron los gritos de dolor de quienes tenían la cara quemada, los miembros aplastados, los cuerpos sepultados por la repentina caída de las bóvedas.

El viento volvía a soplar con fuerza, y con más fuerza ayudaba a la propagación del fuego. De la iglesia, las llamas pasaron en seguida a los chiqueros y los establos. Aterrorizados, los animales rompieron sus ataduras, derribaron las puertas y echaron a correr por la meseta relinchando, mugiendo, balando y gruñendo horriblemente. Algunas chispas alcanzaron las crines de los caballos, y la explanada se llenó de criaturas infernales, corceles en llamas que corrían sin meta ni reposo derribando todo lo que encontraban a su paso. Vi cómo el magnífico Brunello, aureolado de fuego, derribaba a Alinardo, que vagaba perdido sin comprender lo que sucedía, cómo lo arrastraba por el polvo y luego lo abandonaba, pobre cosa informe, sobre el suelo. Pero no hubo tiempo ni forma de que lo ayudara, ni pude detenerme a deplorar su muerte, porque este tipo de escenas se repetían ya por todas partes.

Los caballos en llamas habían transportado el fuego hasta donde el viento aún no lo había hecho: ahora ardían también los talleres y la casa de los novicios. Tropas de personas corrían de un extremo a otro de la explanada, sin saber adónde ir o corriendo en pos de metas ilusorias. Vi a Nicola, con la cabeza herida y el hábito en jirones, que, ya vencido, de rodillas sobre la avenida central, maldecía la maldición divina. Vi a Pacifico da Tivoli, que, renunciando a toda idea de auxilio, estaba tratando de atrapar un mulo desbocado, y cuando lo consiguió me gritó que hiciese lo mismo, y que escapara, para huir de aquel siniestro simulacro del Harmagedón.

Entonces me pregunté dónde estaría Guillermo, y temí que hubiese quedado sepultado bajo las ruinas. Tardé bastante en encontrarlo, cerca del claustro. Tenía consigo su saco de viaje: cuando el fuego empezaba a propagarse a la casa de los peregrinos, había subido hasta su celda para salvar al menos sus preciosas pertenencias. También había cogido mi saco, donde encontré con que vestirme. Jadeando, nos quedamos mirando lo que sucedía a nuestro alrededor.

La abadía ya estaba condenada. Casi todos sus edificios eran, en mayor o menor medida, pasto de las llamas. Y los que aún estaban intactos pronto dejarían de estarlo, porque todo, desde los elementos naturales hasta la acción caótica de los que trataban de luchar contra el fuego, contribuía a propagar el incendio. Sólo se salvaban las partes no edificadas, el huerto, el jardín que había frente al claustro… Ya nada podía hacerse para salvar las construcciones, pero bastaba con abandonar la idea de hacer algo por ellas para poder observarlo todo sin peligro desde una zona abierta.

Miramos la iglesia, que ahora ardía lentamente, porque estas grandes construcciones se caracterizan por la rapidez con que se consumen sus partes de madera, para luego agonizar durante horas, y a veces durante días. El incendio del Edificio era distinto. Allí el material combustible era mucho más rico, y el fuego, propagado ya a todo el scriptorium, había invadido también el piso donde estaba la cocina. En cuanto al tercer piso, donde antes, y durante cientos de años, había estado el laberinto, se encontraba prácticamente destruido.

—Era la mayor biblioteca de la cristiandad —dijo Guillermo—. Ahora —añadió—, es verdad que está cerca el Anticristo, porque ningún saber impedirá ya su llegada. Por otra parte, esta noche hemos visto su rostro.

—¿El rostro de quién? —pregunté desconcertado.

—Hablo de Jorge. En ese rostro devastado por el odio hacia la filosofía he visto por primera vez el retrato del Anticristo, que no viene de la tribu de Judas, como afirman los que anuncian su llegada, ni de ningún país lejano. El Anticristo puede nacer de la misma piedad, del excesivo amor por Dios o por la verdad, así como el hereje nace del santo y el endemoniado del vidente. Huye, Adso, de los profetas y de los que están dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia. Jorge ha realizado una obra diabólica, porque era tal la lujuria con que amaba su verdad, que se atrevió a todo para destruir la mentira. Tenía miedo del segundo libro de Aristóteles, porque tal vez éste enseñase realmente a deformar el rostro de toda verdad, para que no nos convirtiésemos en esclavos de nuestros fantasmas. Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría , porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad.

—Pero maestro —me atreví a decir afligido—, ahora habláis así porque os sentís herido en lo más hondo. Sin embargo, existe una verdad, la que habéis descubierto esta noche, la que encontrasteis interpretando las huellas que habíais leído durante los días anteriores. Jorge ha vencido, pero vos habéis vencido a Jorge, porque habéis puesto en evidencia su trama…

—No había tal trama —dijo Guillermo—, y la he descubierto por equivocación.

La afirmación era contradictoria, y no comprendí si Guillermo quería realmente que lo fuese.

—Pero era verdad que las pisadas en la nieve remitían a Brunello —dije—, era verdad que Adelmo se había suicidado, era verdad que Venancio no se había ahogado en la tinaja, era verdad que el laberinto estaba organizado como lo habéis imaginado vos, era verdad que se entraba en el finis Africae tocando la palabra quatuor , era verdad que el libro misterioso era de Aristóteles… Podría seguir enumerando todas las verdades que habéis descubierto valiéndoos de vuestra ciencia…

—Nunca he dudado de la verdad de los signos, Adso, son lo único que tiene el hombre para orientarse en el mundo. Lo que no comprendí fue la relación entre los signos. He llegado hasta Jorge siguiendo un plan apocalíptico que parecía gobernar todos los crímenes y sin embargo era casual. He llegado hasta Jorge buscando un autor de todos los crímenes, y resultó que detrás de cada crimen había un autor diferente, o bien ninguno. He llegado hasta Jorge persiguiendo el plan de una mente perversa y razonadora, y no existía plan alguno, o mejor dicho, al propio Jorge se le fue de las manos su plan inicial y después empezó una cadena de causas, de causas concomitantes, y de causas contradictorias entre sí, que procedieron por su cuenta, creando relaciones que ya no dependían de ningún plan. ¿Dónde está mi ciencia? He sido un testarudo, he perseguido un simulacro de orden, cuando debía saber muy bien que no existe orden en el universo.

—Pero, sin embargo, imaginando órdenes falsos habéis encontrado algo…

—Gracias, Adso, has dicho algo muy bello. El orden que imagina nuestra mente es como una red, o una escalera, que se construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que, aunque haya servido, carecía de sentido. Er muoz gelîchesame die Leiter abewerfen, sô Er an ir ufgestigen ist… ¿Se dice así?

—Así suena en mi lengua. ¿Quién lo ha dicho?

—Un místico de tu tierra. Lo escribió en alguna parte, ya no recuerdo dónde. Y tampoco es necesario que alguien encuentre alguna vez su manuscrito. Las únicas verdades que sirven son instrumentos que luego hay que tirar.

—No podéis reprocharos nada, habéis hecho todo lo que podíais.

—Todo lo que puede hacer un hombre, que no es mucho. Es difícil aceptar la idea de que no puede existir un orden en el universo, porque ofendería la libre voluntad de Dios y su omnipotencia. Así, la libertad de Dios es nuestra condena, o al menos la condena de nuestra soberbia.

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