Umberto Eco - El nombre de la rosa

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Apasionante trama y admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, la del siglo XVI.
Valiéndose de características propias de la novela gótica, la crónica medieval, la novela policíaca, el relato ideológico en clave y la alegoría narrativa,
narra las actividades detectivescas de Guillermo de Baskerville para esclarecer los crímenes cometidos en una abadía benedictina… Y a esta apasionante trama debe sumarse la admirable reconstrucción de una época especialmente conflictiva, reconstrucción que no se detiene en lo exterior sino que ahonda en las formas de pensar y sentir del siglo XVI.

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Por primera y última vez en mi vida me atreví a extraer una conclusión teológica:

—¿Pero cómo puede existir un ser necesario totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios y su absoluta disponibilidad respecto de sus propias opciones, ¿no equivale a demostrar que Dios no existe?

Guillermo me miró sin que sus facciones expresaran el más mínimo sentimiento, y dijo:

—¿Cómo podría un sabio seguir comunicando su saber si respondiese afirmativamente a tu pregunta?

No entendí el sentido de sus palabras:

—¿Queréis decir —pregunté— que ya no habría saber posible y comunicable si faltase el criterio mismo de verdad, o bien que ya no podríais comunicar lo que sabéis porque los otros no os lo permitirían?

En aquel momento un sector del techo de los dormitorios se desplomó produciendo un estruendo enorme y lanzando una nube de chispas hacia el cielo. Una parte de las ovejas y las cabras que vagaban por la explanada pasó junto a nosotros emitiendo atroces balidos. También pasó a nuestro lado un grupo de sirvientes que gritaban, y que casi nos pisotearon.

—Hay demasiada confusión aquí —dijo Guillermo—. Non in commotione, non in commotione Dominus. [160] «el Señor [no está] en la conmoción, no en la conmoción»

ÚLTIMO FOLIO

La abadía ardió durante tres días y tres noches, y de nada valieron los últimos esfuerzos. Ya en la mañana del séptimo día de nuestra estancia en aquel sitio, cuando los sobrevivientes se dieron cuenta de que no podrían salvar ningún edificio, cuando se derrumbaron las paredes externas de las construcciones más bellas y la iglesia, como recogiéndose en sí misma, se tragó su torre, en aquel momento flaqueó en todo el mundo la voluntad de combatir contra el castigo divino. Se fueron espaciando las carreras en busca de los pocos cubos de agua que quedaban, mientras seguía ardiendo con ritmo sostenido la sala capitular junto con las soberbias habitaciones del Abad. Cuando el fuego llegó hasta el fondo de los diferentes talleres, ya hacía mucho que los sirvientes habían pasado tratando de salvar la mayor cantidad posible de objetos de valor, y ahora batían la colina para recuperar al menos una parte de los animales, que en la confusión de la noche habían huido del recinto.

Vi que algunos sirvientes se aventuraban a entrar en lo que quedaba de la iglesia: supuse que intentaban penetrar en la cripta del tesoro para alzarse con algún objeto precioso antes de escapar. Ignoro si lo lograron, si la cripta no se había hundido, si los pillos no se hundieron en las entrañas de la tierra al tratar de llegar hasta ella.

Mientras tanto acudían hombres de la aldea, que habían subido para prestar ayuda, o bien para tratar de recoger también ellos algún botín. La mayor parte de los muertos quedaron entre las ruinas aún candentes. Al tercer día, curados los heridos, enterrados los cadáveres que habían quedado fuera de los edificios, los monjes y el resto de los pobladores de la abadía recogieron sus pertenencias y abandonaron la meseta, que aún humeaba, como un lugar maldito. No sé hacia dónde se dispersaron.

Guillermo y yo nos alejamos de aquel paraje en dos cabalgaduras que encontramos perdidas por el bosque, y a las que a aquellas alturas consideramos res nullius. [161] «cosas de nadie». Término del derecho romano para indicar algo que no pertenece a nadie. Nos dirigimos hacia oriente. Al entrar de nuevo en Bobbio, tuvimos malas noticias sobre el emperador. Una vez en Roma, donde el pueblo lo había coronado, y excluido ya cualquier acuerdo con Juan, había elegido un antipapa, Nicolás V. Marsilio era ahora vicario espiritual de Roma, pero por su culpa, o por su debilidad, sucedían en aquella ciudad cosas bastante tristes de contar. Se torturaba a sacerdotes fieles al papa que no querían decir misa, un prior de los agustinos había sido arrojado al foso de los leones en el Capitolio. Marsilio y Jean de Jandun habían declarado hereje a Juan, y Ludovico lo había hecho condenar a muerte. Pero el emperador gobernaba mal, se estaba granjeando la hostilidad de los señores locales, sustraía dinero del erario público. A medida que escuchábamos estas noticias, retrasábamos nuestro descenso hacia Roma, y comprendí que Guillermo no quería presenciar unos acontecimientos que echaban por tierra sus esperanzas.

Cuando llegamos a Pomposa, nos enteramos de que Roma se había rebelado contra Ludovico, quien había vuelto a subir hacia Pisa, mientras que la legación de Juan había hecho su entrada triunfal en Aviñón.

A todo esto Michele da Cesena había comprendido que su presencia en aquella ciudad era infructuosa, y temía incluso por su vida. De modo que había huido para ir a reunirse con Ludovico en Pisa. Pero el emperador no contaba ya con el apoyo de Castruccio, señor de Luca y Pistoia, que había muerto.

En pocas palabras: adelantándonos a los acontecimientos, y sabiendo que el Bávaro se dirigiría hacia Munich, invertimos nuestro camino y decidimos llegar antes que él. Entre otras cosas, también porque Guillermo se daba cuenta de que Italia estaba dejando de ser un país seguro. Durante los meses y los años que siguieron, Ludovico vio deshacerse la alianza de los señores gibelinos, y al año siguiente el antipapa Nicolás se rendiría a Juan presentándose ante él con una soga al cuello.

Cuando llegamos a Munich, tuve que separarme, no sin derramar abundantes lágrimas, de mi buen maestro. Su suerte era incierta, y mis padres prefirieron que regresara a Melk. Como por un acuerdo tácito, desde la trágica noche en que, ante las ruinas de la abadía, Guillermo me había revelado su desaliento, no habíamos vuelto a mencionar aquellos sucesos. Y tampoco aludimos a ellos durante nuestra dolorosa despedida.

Mi maestro me dio muchos consejos buenos para mis futuros estudios, y me regaló las lentes que le había fabricado Nicola, puesto que ya había recuperado las suyas. Aún era joven, me dijo, pero llegaría el día en que me serían útiles (y de hecho las tengo sobre mi nariz mientras escribo estas líneas). Después me estrechó entre sus brazos, con la ternura de un padre, y me dijo adiós.

No volví a verlo. Mucho más tarde supe que había muerto durante la gran peste que se abatió sobre Europa hacia mediados de este siglo. Ruego siempre que Dios haya acogido su alma y le haya perdonado los muchos actos de orgullo que su soberbia intelectual le hizo cometer.

Años después, hombre ya bastante maduro, tuve ocasión de realizar un viaje a Italia por orden de mi abad. No pude resistir la tentación y, al regresar, di un gran rodeo para volver a visitar lo que había quedado de la abadía.

Las dos aldeas que había en las laderas de la montaña se habían despoblado; las tierras de los alrededores estaban sin cultivar. Subí hasta la meseta y un espectáculo de muerte y desolación se abrió ante mis ojos humedecidos por las lágrimas.

De las grandes y magníficas construcciones que adornaban aquel sitio, sólo habían quedado ruinas dispersas, como antaño sucediera con los monumentos de los antiguos paganos en la ciudad de Roma. La hiedra había cubierto los jirones de paredes, las columnas, los raros arquitrabes que no se habían derrumbado. El terreno estaba totalmente invadido por las plantas salvajes y ni siquiera se adivinaba dónde habían estado el huerto y el jardín. Sólo el sitio del cementerio era reconocible, por algunas tumbas que aún afloraban del suelo. Único signo de vida, grandes aves de presa atrapaban las lagartijas y serpientes que, como basiliscos, se escondían entre las piedras o se deslizaban por las paredes. Del portal de la iglesia habían quedado unos pocos vestigios roídos por el moho. Del tímpano sólo sobrevivía una mitad, y divisé aún, dilatado por la intemperie y lánguido por la veladura sucia de los líquenes, el ojo izquierdo del Cristo en el trono, y una parte del rostro del león.

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