—¿Por qué? Yo lucharía. Mi ingenio contra el ingenio del otro. Sería un mundo mejor que este donde el fuego y el hierro candente de Bernardo Gui humillan al fuego y al hierro candente de Dulcino.
—Quedarías atrapado tú también en la trama del demonio. Lucharías del otro lado en el campo de Harmagedón, donde se librará la batalla final. Pero para ese día la iglesia debe saber imponer la regla del conflicto. No nos da miedo la blasfemia, porque incluso en la maldición de Dios reconocemos la imagen extraviada de la ira de Jehová que maldice a los ángeles rebeldes. No nos da miedo la violencia que mata a los pastores en nombre de alguna fantasía de renovación, porque es la misma violencia de los príncipes que trataron de destruir al pueblo de Israel. No nos da miedo el rigor del donatista, la locura suicida del circuncelión, la lujuria del bogomilo, la orgullosa pureza del albigense, la necesidad de sangre del flagelante, el vértigo maléfico del hermano del libre espíritu: los conocemos a todos, y conocemos la raíz de sus pecados, que es la misma raíz de nuestra santidad. No nos dan miedo, y sobre todo sabemos cómo destruirlos, mejor, cómo dejar que se destruyan solos llevando perversamente hasta el cenit la voluntad de muerte que nace de los propios abismos de su nadir. Al contrario, yo diría que su presencia nos es imprescindible, se inscribe dentro del plan divino, porque su pecado estimula nuestra virtud, su blasfemia alienta nuestra alabanza, su penitencia desordenada modera nuestra tendencia al sacrificio, su impiedad da brillo a nuestra piedad, así como el príncipe de las tinieblas fue necesario, con su rebelión y su desesperanza, para que resplandeciera mejor la gloria de Dios, principio y fin de toda esperanza. Pero si algún día, y ya no como excepción plebeya, sino como ascesis del docto, confiada al testimonio indestructible de la escritura, el arte de la irrisión llegara a ser aceptable, y pareciera noble, y liberal, y ya no mecánico, si algún día alguien pudiese decir (y ser escuchado): Me río de la Encarnación… Entonces no tendríamos armas para detener la blasfemia, porque apelaría a las fuerzas oscuras de la materia corporal, las que se afirman en el pedo y en el eructo, ¡y entonces el eructo y el pedo se arrogarían el derecho que es privilegio del espíritu, el derecho de soplar donde quieran!
—Licurgo hizo erigir una estatua a la risa.
—Esto lo leíste en el libelo de Cloricio, que trató de absolver a los mimos de la acusación de impiedad, y mencionó el caso de un enfermo curado por un médico que lo había ayudado a reír. ¿Por qué había que curarlo, si Dios había establecido que su paso por la tierra ya estaba cumplido?
—No creo que lo curase del mal. Lo que hizo fue enseñarle a reírse de él.
—El mal no se exorciza. Se destruye.
—Junto con el cuerpo del enfermo.
—Si es necesario.
—Eres el diablo —dijo entonces Guillermo.
Jorge pareció no entender. Si no hubiese sido ciego, diría que clavó en su interlocutor una mirada atónita.
—¿Yo? —dijo.
—Sí, te han mentido. El diablo no es el príncipe de la materia, el diablo es la arrogancia del espíritu, la fe sin sonrisa, la verdad jamás tocada por la duda. El diablo es sombrío porque sabe adonde va, y siempre va hacia el sitio del que procede. Eres el diablo, y como el diablo vives en las tinieblas. Si querías convencerme, no lo has logrado. Te odio, Jorge, y si pudiese te sacaría a la explanada y te pasearía desnudo. Te metería plumas de gallina en el agujero del culo y te pintaría la cara como la de un juglar o un bufón, para que todos en el monasterio pudieran reírse de ti, y ya no tuviesen miedo. Me gustaría rociarte de miel y revolcarte después en las plumas, ponerte riendas y llevarte por las ferias, para decir a todos: Este os anunciaba la verdad y os decía que la verdad sabe a muerte, y os convencía menos con sus palabras, que con su lóbrego aspecto. Y ahora os digo que Dios, en el infinito torbellino de las posibilidades, os permite también imaginar un mundo en el que este supuesto intérprete de la verdad sólo sea un pajarraco tonto que va repitiendo lo que aprendió hace mucho tiempo.
—Tú eres peor que el diablo, franciscano —dijo entonces Jorge—. Eres un juglar, como el santo que os ha parido. Eres como tu Francisco, que de toto corpore fecerat linguam, [158] «de todo el cuerpo había hecho lengua».
que pronunciaba sermones dando espectáculos como los saltimbanquis, que confundía al avaro dándole monedas de oro, que humillaba la devoción de las hermanas recitando el Miserere en vez de pronunciar el sermón, que mendigaba en francés, y con un trozo de madera imitaba a un violinista, que se disfrazaba de vagabundo para confundir a los frailes glotones, que se echaba desnudo sobre la nieve, que hablaba con los animales y las plantas, que transformaba el propio misterio de la Navidad en espectáculo de aldea, que invocaba al cordero de Belén imitando el balido de la oveja… ¡Buena escuela!… ¿No era franciscano aquel fraile Diostesalve de Florencia?
—Sí —dijo Guillermo sonriendo—. El que se presentó en el convento de los predicadores y dijo que sólo aceptaría que le dieran de comer si antes le entregaban un trozo de la túnica de fray Juan, para guardarlo como reliquia. Pero cuando se lo entregaron lo usó para limpiarse el trasero y después lo arrojó al retrete y empezó a revolverlo en la mierda con un palo, y a gritar: «¡Ay, ayudadme, hermanos, ayudadme, he perdido la reliquia del santo en la letrina!»
—Parece que la historia te divierte. Quizá también quieras contarme la del otro franciscano, fray Pablo Milmoscas, que un día resbaló en el hielo y allí se quedó echado cuan largo era, y sus conciudadanos se burlaban de él, y cuando uno le preguntó si no le gustaría estar encima de algo mejor, él respondió: «Sí, de tu mujer…» Así buscáis vosotros la verdad.
—Así enseñaba Francisco a la gente cómo ver las cosas de otra manera.
—Pero os hemos disciplinado. Ya has visto ayer a tus hermanos. Han vuelto a entrar en nuestras filas. Ya no hablan como los simples. Los simples no deben hablar. Este libro habría justificado la idea de que la lengua de los simples es portadora de algún saber. Había que impedirlo. Eso es lo que he hecho. Dices que soy el diablo: no es verdad. He sido la mano de Dios.
—La mano de Dios crea, no esconde.
—Hay límites que deben respetarse. Dios ha querido que en ciertos pergaminos se escribiera: hic sunt leones. [159] «aquí hay leones».
—Dios también ha creado los monstruos. También te ha creado a ti. Y quiere que se hable de todo.
Jorge alargó sus manos temblorosas y cogió el libro. Lo tenía abierto, pero al revés, de modo que Guillermo siguiese viéndolo del lado correcto:
—Entonces ¿por qué —dijo— ha dejado que este texto estuviese perdido durante tantos siglos, y que sólo se salvara una copia de él, y que la copia de esa copia, que acabó vaya a saberse dónde, permaneciese enterrada durante años en poder de un infiel que no conocía el griego, y que después quedara abandonada en el recinto de una biblioteca a la que yo, no tú, fui llamado por la providencia para que la descubriera, y me la llevase, y volviera a esconderla durante muchos otros años? Sé, sé como si lo viese escrito en letras de diamante, con mis ojos que ven cosas que tú no ves, sé que ésa era la voluntad del Señor, y he actuado interpretando esa voluntad. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Donde sobreviene la ecpirosis y por causa de un exceso de virtud prevalecen las fuerzas del infierno.
El viejo calló. Tenía las dos manos abiertas sobre el libro, como si estuviese acariciando las páginas o extendiendo los folios para leerlos mejor, o como si quisiese protegerlo de la rapiña.
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