César Vidal - Artorius

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Britannia, amenazada por la caída del Imperio romano y por el avance de los bárbaros, ve nacer la leyenda artúrica a través de la historia real del rey Artorius.
A fines del siglo V d.C., el Imperio romano agonizaba a causa de su decadencia interna y las embestidas bárbaras. Cuando Roma se desplomó, no fueron pocos los que pensaron que su civilización debía ser salvada de aquellos que pretendían aniquilarla. Entre ellos, se encontraba un oficial romano llamado Lucius Artorius Castus, que en la lejana Britannia decidió mantener la ley, el orden y la justicia frente a los invasores. Sus gestas prodigiosas darían lugar, con el paso del tiempo, a las leyendas artúricas.
Artorius es la novela sobre la vida real del Arturo histórico contada por el enigmático personaje que mejor lo conoció y que en los relatos míticos siempre figuró a su lado. Pero también es una narración en la que se analizan temas eternos como el amor y la lealtad, el cumplimiento del deber y la defensa de la civilización, la magia y la fe, o la preservación de la cultura y la búsqueda de la Verdad eterna.
Escrita de manera atractiva, subyugante y documentada, como corresponde al estilo literario de César Vidal, Artorius es una novela que nos conduce a las raíces del ciclo artúrico y que, al tiempo, nos recuerda que no somos tan distintos de aquellos que nos precedieron tantos siglos atrás.

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Las tropas al mando de Caius eran, en su mayoría, equites, pero, aun desprovistos de sus monturas, demostraron ahora una extraordinaria habilidad militar. Desbordaron con rapidez las defensas de la zona oriental, saltaron a su interior, desarticularon con inusitada rapidez a los escasos hombres de Medrautus que intentaron resistirse y cayeron por la espalda de los defensores que intentaban acabar con Artorius. Si los asaltos a la trinchera y a la empalizada habían significado una verdadera matanza, lo que entonces contemplaron mis ojos superó en horror las anteriores embestidas. Sin embargo, ahora sí se dio cuartel a los defensores. A los pocos que aún alentaban, para ser exactos. Cuando estiraban las palmas de las manos para indicar que no llevaban armas, no eran rematados sino que se les indicaba con un gesto conciso que la lucha había terminado para ellos y que debían dirigirse hacia un lugar concreto del desordenado castra.

No pude evitar un sentimiento de compasión al contemplarlos. Se trataba de algunos grupos aislados y reducidos. Abatidos y sucios, con pesar habían arrojado las armas al suelo y se dejaban conducir sin resistencia hasta el centro del castra. Bueno, al menos el derramamiento de sangre había concluido…

¿Había concluido? De repente, mis ojos repararon en uno de los hombres de Artorius que se dirigía con paso apresurado hacia aquel escaso montón de prisioneros. Llevaba un hacha en la mano y daba grandes zancadas. De repente, se paró ante uno de los vencidos. Se trataba de un hombre singularmente alto, tanto que superaba en más de una cabeza a todos sus compañeros de infortunio. El guerrero de imponente estatura miró al derrotado y entonces, sin que me pareciera que mediaba palabra, le hundió la hoja en el pecho. Por un instante, dio la impresión de que éste no había sufrido nada, de que seguía en pie porque ni siquiera sentía dolor, de que incluso podría sonreír. Pero entonces, como obedeciendo a un resorte oculto, las piernas se le doblaron como si, en vez de tener huesos, estuvieran formadas por trapo. Permaneció de rodillas por un momento, justo el que aprovechó su agresor para ahora descargarle el hacha sobre el cráneo.

¿Qué pudo inducir a aquel miles a asesinar a un cautivo? Sólo Dios en Su sabiduría infinita e ilimitada puede saberlo. Quizá el deseo de venganza por un compañero caído en combate; quizá el resentimiento por el sufrimiento que los barbari, los aliados de Medrautus, habían causado durante tantos años a Britannia; quizá un simple trastorno inducido por la dureza de la batalla… ¿Qué más daba? El caso era que un simple prisionero, no más culpable de derramamiento de sangre que otros, había sido asesinado. Golpeé con los talones los ijares de mi montura y me dirigí a galope hacia el castra. Todo había resultado ya suficientemente horrible como para que ahora, tras la victoria, tuviera lugar una matanza indiscriminada de prisioneros.

Recorrí aquella distancia sin dejar de fustigar un pobre bruto que no tenía ninguna culpa de la locura de los humanos. La ira, el miedo, la consternación habían entrado en mi pecho y desde él me gritaban que todo era inútil, que el peor de los absurdos se había perpetrado en ese campo y que el derramamiento de sangre distaba mucho de acercarse al final.

Crucé la pradera esquivando los cadáveres de gesto horriblemente deformado que ya habían escapado de las bregas de este mundo; crucé a galope el umbral del castra abierto por los milites de Artorius y me dirigí hasta el centro de la fortaleza expugnada. Tuve que dar golpes y patadas para que abrieran paso a mi montura y sentí un enorme alivio al ver que ni uno solo de los milites del antiguo Regissimus estaba atacando a los cautivos. Y entonces, cuando me hallaba a unas decenas de pasos, lo vi.

Era más joven que Artorius -sí, mucho más- y, a diferencia del antiguo Regissimus, su vestimenta militar no presentaba ni una mancha, ni una melladura, ni un desgarrón. Era obvio que no había combatido lo más mínimo mientras docenas de hombres derramaban su sangre por él. Su rostro me pareció falsamente aniñado. Sin duda, sus facciones eran blandas como las de un puer, pero, a la vez, carecía del candor y de la inocencia que son propias de los primeros años de existencia. Unas cejas extrañas, altivas, puntiagudas parecían separar los ojos de la frente, a la vez que descansaban sobre unas pupilas tan claras que casi parecían acuosas. Pero lo que más me llamó la atención fue el rictus que daba forma a sus labios. En otras circunstancias, hubiérase dicho que sonreía, pero no, no era una sonrisa lo que se dibujaba en aquel rostro. Era más bien una mueca de burla malvada, como si se supiera poseedor de una baza decisiva que los demás ignorábamos. Sin que nadie me lo dijera, supe desde ese mismo momento que era Medrautus, el nieto de Aurelius Ambrosius, el sobrino de Artorius, el hombre que había estado dispuesto a pactar con los barbari para alcanzar el poder en Britannia.

– Artorius -levantó de repente la voz-. Eres un gobernante ilegítimo. No tienes ningún derecho a ser el imperator. Has quebrantado el ius romanum…

No terminó la frase. Caius había llegado a su altura y de un bofetón propinado con el dorso de la mano lo lanzó contra el suelo.

– ¡No, Caius, no!

Volví la cabeza hacia el lugar del que procedía la voz. Un Artorius con los cabellos revueltos, la capa desgarrada y el rostro sucio caminaba a grandes zancadas hasta el lugar donde se encontraba el eques veterano.

– Hoy no habrá más muertes -dijo a su veterano oficial mientras le colocaba una amistosa diestra sobre el hombro.

Observé a Medrautus. Caído en el suelo, se acariciaba el labio partido y sanguinolento, mientras, desde el embarrado suelo, lanzaba una mirada preñada de odio a Artorius. No me cupo la menor duda de que si el resultado de la batalla hubiera sido el opuesto, Artorius no hubiera contado con el menor atisbo de compasión de su vencedor. Medrautus apoyó la mano izquierda en tierra y, dándose impulso, se puso en pie. Presentaba ahora un aspecto ridículo con la mitad de su ropa militar inmaculada y la otra, totalmente sucia.

– Artorius -volvió a gritar una vez en pie-. ¿No te avergüenza escudarte tras tus milites? ¿Acaso no tienes valor suficiente para enfrentarte a mí?

Caius hizo ademán de dirigirse a Medrautus con la obvia intención de expulsarlo del mundo de los vivos, pero Artorius lo sujetó con un vigoroso tirón de su brazo izquierdo.

Medrautus tragó saliva. Miraba ahora hacia el suelo, lo que me hizo pensar que el golpe propinado por Caius le había espabilado siquiera mínimamente. No tardé en darme cuenta de lo equivocado que estaba.

– Artorius has roto tu palabra… -insistió Medrautus-. Tú no puedes formar una dinastía. Fuiste designado Regissimus por mi abuelo, entraste a formar parte de su familia, con la condición de que uno de sus descendientes, no de los tuyos, le sucediera. Yo soy ese descendiente y tú, con tu puerca ambición, me estás robando.

Al escuchar aquellas palabras, el rostro de Artorius palideció como si, de repente, se hubiera transformado en un pedazo de nieve. Sin embargo, de sus labios no salió una sola palabra. De hecho, daba la impresión de que algo indefinidamente poderoso sujetaba su lengua como si se tratara de una invencible mordaza.

– Hoy han muerto muchos, Artorius -prosiguió Medrautus envalentonado por el silencio de su enemigo-. Y tú eres el culpable. Si hubieras cumplido tu palabra, si no hubieras actuado contra mi derecho, si te hubieras comportado de manera justa y decente ahora estarían vivos.

– ¡Traidor repugnante! -dijo Caius con los ojos encendidos de ira-. Pero ¿cómo se atreve a hablar así el que ha pactado con los barbari? Déjame quitarle la vida, domine. Libraremos al mundo de una asquerosa alimaña…

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