Fidelma miró detenidamente a Murgal:
– Vos y el pueblo de Gleann Geis tendréis la solución a este asunto mañana por la mañana. Os lo juro.
Vio a Eadulf entrando en la sala; estaba ruborizado y parecía aturdido. Presentó excusas a Murgal, se puso en pie y fue hasta donde estaba el sajón.
– ¿Qué ha ocurrido, Eadulf? -preguntó con curiosidad-. Tenéis una expresión arrebatada.
– ¿Que qué ha ocurrido? -preguntó, indignado, sin apenas poder controlar la cólera-. Esa niña, Esnad, no está en sus cabales. Hasta Nemon, la prostituta, es más honesta que ella.
Fidelma lo tomó del brazo para tranquilizarlo.
– Venid conmigo al hostal, me lo contaréis de camino allí.
– ¿Sabíais que esa niña ha intentado llevarme a la cama?
Fidelma le lanzó una mirada de regocijo.
– Es joven y atractiva -señaló.
Eadulf hizo un ruido inarticulado.
– Diría que la proposición no os ha hecho mucha gracia -añadió con una sonrisa maliciosa.
– Me ha hecho jugar al Brandub y ha exigido que el que perdiera debía pagar una prenda. Si yo perdía, iba a pedirme que me acostara con ella. Si yo ganaba, esperaba que yo le pidiera lo mismo.
– ¿Y así ha sido?
Eadulf la miró, horrorizado, y preguntó:
– ¿Si me he acostado con ella?
– No, si habéis ganado la partida.
Eadulf sacudió con vehemencia la cabeza.
– He visto hacia dónde iba a parar la situación y he ganado, pero no he satisfecho sus expectativas. Aun así, eso no ha valido para impedir que intentara persuadirme. Me ha costado lo mío esquivar su acoso.
– Lo más importante -dijo Fidelma cuando entraban en la casa de huéspedes-, ¿habéis averiguado si está implicada en la política de los padres? ¿Qué relación tiene con Rudgal?
– Sólo tiene interés en los placeres sensuales -resopló Eadulf con malhumor-. Poco sabe de otras cosas. En cuanto a Rudgal, creo que lo atormenta una pasión que podría compararse a una adoración incondicional por esa chiquilla libertina. Lo compadezco.
Fidelma encendió la lámpara.
– Bueno, nos hará bien acostarnos temprano. Por hoy hemos hecho cuanto hemos podido. Si todo va bien, Ibor estará aquí antes del amanecer.
Eadulf la miró con preocupación.
– Estarnos en medio de un juego muy arriesgado, Fidelma. Una cosa es tomar la ráth, y otra muy distinta poder resolver el misterio.
Fidelma parecía bastante contenta.
– Creo que ya puedo resolverlo… ahora -añadió con énfasis-. Pero el peligro más inminente es el de pasar la noche aquí. Debemos dormir con los ojos abiertos.
Eadulf estaba muy preocupado.
– Esta noche no dormiré -juró-. Podéis estar segura de eso.
Todavía era de noche cuando se despertó del sueño profundo en que se había sumido en cuanto se metió bajo las mantas.
Se incorporó sobre la cama con el corazón acelerado al distinguir una figura inclinada sobre él.
Reconoció en la oscuridad el aroma de Fidelma, que se inclinó más sobre él para susurrarle:
– Hay alguien en el hostal. He oído cómo intentaban abrir la puerta. Están abajo, y creo que van a subir.
Fidelma regresó a su cuarto sin hacer ruido, y Eadulf salió de la cama de un salto enfundándose a toda prisa el hábito.
Oyó unos pasos que subían con sigilo, pero los delató un crujido en la escalera.
Se escondió tras la puerta con uno de los pesados candelabros de hierro en la mano, en cuanto el intruso pasara por delante de la puerta hacia la habitación de Fidelma, él saldría y lo abordaría por detrás. Apenas había pensado en esta estrategia, cuando oyó los pasos detenerse en el pasillo y luego… luego el cerrojo de su puerta empezó a levantarse.
Se arrimó cuanto pudo a la pared y, con el corazón desbocado, enarboló de manera automática el candelabro para defenderse.
La puerta crujió al abrir.
Una sombra entró en la habitación: era corpulenta y masculina, y llevaba una espada en la mano.
Eadulf no esperó más. Golpeó con el candelabro la cabeza del hombre con un ruido sordo y escalofriante. Se oyó un leve gruñido, y la figura se desplomó en el suelo, soltando la espada con ruido.
Eadulf se quedó pasmado, temblando, unos instantes.
Oyó a Fidelma exclamar su nombre, alarmada, y acudió corriendo desde su habitación.
– ¿Dónde estáis, Eadulf? -preguntó con preocupación.
– Aquí -musitó el sajón, que recogió el candelabro y la vela del suelo.
Intentó encender la vela con un sílex y una yesca. Era difícil en plena oscuridad. Antes tenía que coger la caja de metal que contenía la madera podrida de haya (la madera estaba casi desintegrada por el efecto del hongo), y luego encenderla golpeando el sílex contra una afilada pieza de metal para provocar la chispa. Una vez la chispa hizo arder la madera, pudo encender la mecha de la vela. Sólo entonces pudieron descubrir quién era la figura que yacía en el suelo.
– ¡Rudgal! -exclamó Fidelma con un suspiro.
– Le he dado un buen golpe -confesó Eadulf-. Parece que le sale mucha sangre de la cabeza. Más vale que le vende la herida.
– Pero antes atadle las manos -indicó Fidelma-. No ha venido aquí con buenas intenciones, en plena noche y empuñando una espada.
Eadulf encontró una cuerda resistente en la cocina del hostal y volvió a subir para atar las manos del guerrero. Mientras lo hacía, Rudgal empezó a recobrar el conocimiento entre quejidos. Eadulf lo arrastró del suelo a la cama, fue a buscar un cuenco con agua y le humedeció la herida sangrante de la cabeza.
Rudgal pestañeó varias veces hasta abrir bien los ojos. Lanzó una rápida mirada a su alrededor y dobló los brazos.
– ¡Quieto! -le ordenó-. Tenéis las manos atadas.
Rudgal se relajó de inmediato.
Fidelma estaba de pie con las manos entrecruzadas, examinando con interés al guerrero.
– Nos debéis una explicación, Rudgal -observó-. ¿Os encargaron matarme o vinisteis a hacerlo por iniciativa propia?
Rudgal la estaba mirando con perplejidad.
– ¿Mataros, hermana? ¿A vos? -repitió con un grito ahogado-. No os comprendo.
Fidelma no se impacientó.
– Imagino que no vinisteis a buscarme en plena noche, con una espada en la mano, para hacer buenos oficios.
Rudgal parpadeó y negó lentamente con la cabeza.
– No, no era a vos a quien yo buscaba, sino a… -dijo, sacudiendo la cabeza para señalar a Eadulf -a este extranjero. A él quería matar.
Eadulf estaba impresionado.
– ¿Y por qué querríais matar al hermano Eadulf? -preguntó Fidelma.
Rudgal frunció el ceño y contestó con aspereza:
– Él ya sabe por qué.
– Yo no lo sé -aseguró Eadulf-. ¿Qué he hecho yo? -preguntó, y luego se lamentó-: ¿No me digáis que esto tiene que ver con la tonta de esa chiquilla?
– ¡Habéis intentado arrebatarme a Esnad! -le gritó Rudgal, forcejeando para incorporarse-. Me ha dicho que anoche estuvisteis con ella. Os mataré.
Eadulf lo empujó para dejarlo otra vez sobre la cama.
– Debéis de estar loco -dijo el sajón despacio-. No tengo ningún interés en esa niña.
– Rudgal, escuchadme -dijo Fidelma, interrumpiendo así los sollozos atormentados del guerrero rubio-. Eadulf no está interesado en Esnad. Cualquiera que sea la relación que os una a ella, creo que debéis aclararla.
– Pero él pasó la noche con ella.
– Seguía mis instrucciones -respondió Fidelma, que entendía el sentido de su locura.
Rudgal enrojeció.
– ¿Y para qué ibais a pedirle que sedujera a Esnad?
– ¡Por la verdad de Cristo! -exclamó el sajón-. Si alguien intentó seducir a alguien, fue ella. Vos ya deberíais saber cómo es Esnad.
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