Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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El divino Augusto: краткое содержание, описание и аннотация

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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XX

Ignoran mi actitud de rechazar la comida. El esclavo imperturbable coloca ante mí los platos e imperturbable viene a retirarlos. ¿Qué debo hacer? El hambre me está debilitando pero más me enerva la idea de que mi hambre pase inadvertida. Todo sería en vano.

XIX

El cansancio domina los miembros de mi cuerpo y el cerebro. Hoy he pasado el día entero en cama, sin tocar comida ni bebida alguna. Aburrido, he recorrido con la vista infinidad de veces la vida azarosa de Mercurio. Indiferencia sin respeto ni sentimientos. Mantengo la vista fija al frente, como si estuviera aletargado, pero por momentos capto por el rabillo del ojo caras que se asoman curiosas a la puerta, como si exploraran en busca de signos de vida en el anciano. Creo haber reconocido a Livia, pero puedo estar equivocado.

Por enésima vez me he refugiado en la lectura de Epicuro, mi supremo consuelo. Semejante suerte sólo podría describirla un eterno doliente, pues él también sufrió penosa y larga agonía. Sin embargo, escribió sus memorias en su lecho de muerte. Quiero imitarlo en tanto el cerebro y la mano me lo permitan, pero dudo que venga acompañado de esa alegría y la paz habituales en el samio. La vejez, opinaba el sabio, no debiera cansarse cultivando la filosofía, así como la juventud no debiera evitarla, pues nadie es maduro en exceso o inmaduro cuando se trata de la salud del alma. Y quien afirme que ya ha pasado el tiempo de filosofar o todavía no ha llegado, se asemeja a uno que dice que ya no está dispuesto o no lo está todavía para la dicha. La filosofía le hace bien tanto al viejo como al joven, al primero porque a pesar de sus años lo rejuvenece con el gratificante recuerdo del pasado, y al segundo porque a pesar de su poca edad lo madura en la impavidez frente a lo que vendrá. Es bueno practicar lo que crea felicidad, pues todo lo poseemos cuando ella está presente, pero cuando nos falta hacemos cualquier cosa por lograrla.

Así escribe Epicuro y continúa: cada individuo debe familiarizarse con la idea de que la muerte no le importa. Todo lo bueno y lo malo reside en la sensibilidad y la muerte es la pérdida de la sensibilidad. Por lo tanto, hay que hacer el correcto descubrimiento de que la muerte no nos afecta, esta vida efímera solo es placentera porque borra el ansia de inmortalidad. Pues en la vida ningún conocimiento es más horroroso para aquel que ha comprendido que en la ausencia de vida no hay nada terrible. Por lo tanto, es un orate aquel que dice que tiene miedo a la muerte, no porque su presencia provoque dolor, sino porque su sola proximidad provoca dolor. Pues lo que en presencia no preocupa, acusa, no obstante, infundado dolor en la mera expectativa.

En Roma, nadie comprendía al griego como Lucrecio. Murió cuando yo contaba ocho años y lamento no haberlo conocido, pues lo consideraba el póstumo portavoz del samio, aun cuando lo separan de él dos centurias. Cuando leo su poema didáctico De rerum natura , reconozco en nuestra lengua las palabras del griego mezcladas con la melancolia propia de los romanos cuando analizamos el significado de la vida. Lucrecio necesita siete mil hexámetros para liberar al hombre del temor a la muerte y a los dioses, y para ello, recurre como Epicuro a la teoría de los átomos y de la mortalidad del alma.

Todo esto no es consuelo para mí, y me parece que Lucrecio tampoco vislumbró en ellas ningún rayo de esperanza, pues abandonó inesperadamente el escenario de la vida, al darse muerte con su propia mano. Nadie podrá afirmar si su suicidio estuvo ligado a gozo o torturas interiores, pues nada se conoce acerca de las circunstancias que lo rodearon. Solo se sabe que Lucrecio contaba a la sazón cuarenta años. En esto se distingue del gran modelo, pues si Epicuro desdeñó la tradicional creencia en los dioses (aseguraba friamente que los dioses no eran sino seres dichosos constituidos por átomos particularmente sutiles que habitaban en intermundos, ajenos al curso de los mundos), su vida transcurrió en armonía con su teoría y en sus más de setenta años de vida halló esa calma espiritual por la que lo envidio sobre todas las demás cosas.

Ya no puedo más…

XVIII

Calendas del mes Sextilis, que ahora llaman Augusto. Suena a burla.

En aquel entonces, hace cuarenta y cuatro años, cuando tomé posesión de la pagana Alejandría, me sentí honrado como Julio, mi divino padre, por dar mi nombre a treinta y un días del año. Hoy, ese honor se me antoja una afrenta, pues es la forma más barata de reconocimiento y no obliga a nada. Al contrario: soy yo quien, desde entonces, debo ofrecer una fiesta cada uno de esos días conmemorativos, como si la única manera de celebrar aquella conquista fuera con comilonas y borracheras. Hasta ahora, en las calendas del mes de Augusto, siempre me llevaban al Foro en una litera. Allí, se exhibían las deidades egipcias mitad hombre, mitad animal y los artistas y esclavos danzaban de acuerdo con el ritual egipcio. Seguramente, en consideración a mi estado, hoy han desistido de exponer al público los miserables restos del emperador César Augusto, pero no dudo que los festejos se celebrarán sin mí. Algún día esta fiesta caerá en el olvido como ha sucedido con muchas otras. Sunt lacrimae rerum .

XVII

Todo cambio de guardia me sobresalta, porque presiento a un asesino emboscado detrás de cada pretoriano. Creo que a los yelmos rojos los divierte avanzar hacia mí con las armas desenvainadas para regresar luego a su lugar a paso redoblado. Sin duda, se han percatado de mi miedo hace tiempo. ¿O es solo mi imaginación? Tal vez mi muerte les sea indiferente.

¡Oh, no, les interesa sobremanera! A los pretorianos les conviene la muerte de cada emperador, pues la costumbre impone dejarle a cada uno un legado por fieles servicios. ¡Fieles servicios! Creo que no está lejos el día en que el César será asesinado por su propia guardia para disfrutar cuanto antes del legado. Los pretorianos son soldados sin moral, no luchan por sus convicciones, sino por la bolsa de dinero. La protección del César no les importa. Alzarían sus armas por cualquiera que los recompensase. ¿Recompensar?

Si poseyera oro podría sobornar a los guardias y huir, pero por un lado me han quitado todo, como suele hacerse con un idiota inhabilitado, y por otro ¿adónde iría?

XVI

Espejo infalible, tú, mi segundo yo surgido de la bruñida plata, admite que te equivocas, aclara en el acto que ese espectro ojeroso, de ojos hundidos, no es quien te reta a duelo cara a cara, no es el Imperator Augustus Divi Filius . ¡Confiesa que es el rostro fatigado y laxo como acelga hervida que un viejo decrépito y enclenque de la Suburra dejó olvidado! ¿Por qué no confiesas el fraude tras el cual se esconde el cuero arrugado que la máscara teatral disfraza? Espejo, tú me ocultas mi verdadero rostro. ¿Por qué disimulas mi gracia, mi dignidad y mi natural encanto, con las que me han reproducido los artistas del imperio, ya sea bruñido metal o mármol de Paros? No me engañes, espejo, amigo de toda la vida, tú que jamás me engañaste con tu reflejo. ¿Por qué me torturas ahora, al final de mis días, al pretender hacerme creer que la manzana seca y podrida que me mira, soy yo, Imperator CaesarAugustus Divi Filius ?

Ciertamente, el hambre y la sed empiezan a consumirme al punto que mi organismo no se nutre sino de sí mismo y es solo cuestión de tiempo cuánto tardará en desvanecerse mi propio yo, pero dime una razón por la cual el comer, el devorar al propio yo debe comenzar en esa parte del cuerpo que tú no puedes percibir sin el espejo. Demócrito, quien encuentra respuesta a todas las preguntas con su teoría de los átomos, decía en relación con la imagen, que el hombre percibe que lo reconocido no es sino un reflejo de aquello que ha de ser reconocido. En consecuencia, mi hado quiere que me seque como un río en el desierto, me achaparre como una planta marchita en otoño y no me distinga en nada de ambos.

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