– ¡Oh, padre, Divus Julius ! – exclamé y le extendí los brazos. Como si hubiera escuchado mis gritos, Cayo volvió la cabeza y me miró con ojos inexpresivos, aunque sin delatar emoción alguna. Entonces proferí las palabras fatales, pues al no reaccionar Julio a mis repetidos llamados, al no dejar de contemplarme con esa máscara de sufrimiento, le pregunté en tono de reproche:
– ¿No me reconoces, padre? ¡Soy yo, tu hijo César Augusto!
El mundo gris se desvaneció ante mis ojos y la noche privada de color cedió lugar a la abrasadora luz del sol. Hubo de protegerme los ojos con la mano y amonesté al esclavó que había corrido la cortina.
El mundo subterráneo está más cerca de mí que la salida de mi palacio, a la que la guardia pretoriana me impide llegar. Invento mil excusas para tener acceso a los recintos más apartados, desde cuyas ventanas podría ver el exterior sin obstáculos. Por todas partes se elevan al cielo en la ciudad las columnas de humo de los sacrificios en sufragio del César. Musa anda detrás de esto.
¡Cuántas veces ha anunciado mi muerte, creyendo que no sobreviviría a sus venenos! Y si no, anuncia ciertamente a diario mi inminente muerte, pero yo, César Augusto, soy fuerte. Me matarán si no expiro el centésimo día. ¡Júpiter, qué destino atroz!
La vida es insuficiente, sin duda, lo he comprendido a lo largo de setenta y seis años, pero la experiencia más amarga es este morir en soledad, alejado de toda muestra de compasión y pena. Por lo tanto, cada vez me refugio más en el sueño, el redentor hermano de la muerte. Me entrego a él varias veces al día, siempre que me sale al encuentro. Sin embargo, los viejos necesitamos dormir poco, de modo que por las noches me atormenta el insomnio. ¡Qué tortura bárbara! Desde hace mucho tiempo me resisto a apagar la luz de mi cubiculum , por un lado, por miedo a los intrusos y, por otro, porque los intervalos entre el sueño y la vigilia son tan breves que no justifican el trabajo.
Entonces contemplo con ojos empañados el cielo raso donde pintores pompeyanos han perpetuado entre caracolas y frondas los tiernos años de Mercurio, el dios del sueño y de las visiones oníricas, pero las imágenes ya me son demasiado familiares para provocarme embeleso. Ni siquiera encuentro placer en los versos de Horacio, convertidos por la repetición en cháchara de mercado. Me parece seguro que Mercurio me acompañará a recorrer mi última senda. Si conoce mi vida en virtud de su divina omnisciencia, yo conozco la suya gracias al cálido matiz de la sangre de buey. Nació de Maya, la ninfa pudorosa, después de su voluptuosa unión con Júpiter. Al día siguiente de haber sido dado a luz, Mercurio salió de su cuna y halló una tortuga con cuya caparazón y tripas de oveja se confeccionó una lira de siete cuerdas. Acompañado de sus sones y con el desenfado de los impúdicos mancebos durante un banquete, recorrió el umbroso camino hacia Pieria, donde se encontraban las praderas de los vacunos inmortales. Quince vacas despertaron su envidia. Con mano diestra y rápida entretejió ramas de mirto y taniarisco para confeccionar enormes plantillas que ató a sus pies, a fin de que las huellas dejadas se asemejaran más a las de un gigante que a las de un enano. ¡Cuántas veces mis ojos fatigados siguieron esas huellas y las del rebaño que fue conducido en reculada por el suelo arenoso, de manera tal que las de las pezuñas posteriores aparecen delante y las de las anteriores atrás.
De regreso a la cueva, Mercurio sacrificó a la dioses olímpicos dos de las reses, cortadas en doce trozos, y luego se metió en su cuna de fragantes sábanas como si nada hubiera sucedido. Pero a la madre honesta no le pasaron inadvertidas las travesuras del pequeño y lo reprendió. En castigo guiaría la vida de los ladrones por oscuras gargantas. Entonces el niño se levantó airado de su cuna y exigió a Júpiter su parte de las inagotables riquezas y, además, las mismas honras sagradas tributadas a Apolo.
Apenas despuntaba la mañana desde el océano, Apolo iracundo inició la búsqueda del rebaño de vacas sagradas sustraídas, y así llegó hasta la gruta de la ninfa. Bajo amenazas preguntó al infante dónde había escondido las reses, pero Mercurio fingió ignorancia, aseguró no haber visto ni oído nada, a él sólo le importaba dormir y mamar la leche materna, duro era el suelo y delicados su piececitos. Apolo no le creyó ni una palabra, apostrofó al niño de ladrón y truhán y se lo llevó al Olimpo a rastras para dejarlo ante las rodillas del padre.
Júpiter supo reconciliarlos al exigir a uno la restitución de las vacas y al otro amor, por su hermano. Hechas las paces, ambos emprendieron el arduo camino a Pilos, donde Mercurio mantenía escondido el rebaño. Para darse aliento pulsó las cuerdas de su lira y alabó la dignidad de los dioses. Pero como Apolo sólo sabía tocar la flauta, codició con indomable ansia la lira del hermano que marchaba a su lado, un instrumento capaz de colmarlo de alegría y sumirlo en dulce sueño. Pidió, pues, encarecidamente a Mercurio que se la cediera; Apolo le ofreció a cambio las vacas y la fama entre los dioses. El astuto Mercurio objetó el generoso ofrecimiento y arrancó al instrumento los sones más tiernos, hasta que Apolo, fuera de si, colmó al hermano con todas sus posesiones y retuvo tan solo la facultad de la adivinación superior. Al menos, así ha sido perpetuado el mito en mi techo.
Mientras estoy tumbado despierto y sigo con la vista estos acontecimientos una y otra vez, voy comprendiendo claramente que los críticos de nuestra fe en los dioses tienen razón cuando aseguran que los olímpicos son sólo un retrato de los mortales tan buenos y tan malos, astutos y tontos, despóticos y sumisos como ellos, y su inmortalidad es solo el sueño irrealizable de los hombres. Si sigo el hilo de este pensamiento, entonces no hay duda que me merezco el honor de llevar el nombre divino, pero no sirve para más, aunque lo repita a menudo.
Me acuesto y empiezo a contemplar de nuevo la vida de Mercurio dado a luz por Maya, la pudorosa ninfa después de la voluptuosa unión con Júpiter… etcétera… etcétera…
Desde ayer rechazo toda alimentación. No quiero seguir viviendo en esta impotencia y despreciado, ni siquiera los veinte días que aún me quedan. De este modo les jugaré una broma a las Parcas y a todos los que esperan mi muerte con avidez. Les daré una prueba de que la voluntad del César se cumplió hasta su último suspiro. Estoy acostumbrado a las privaciones, a menudo me he impuesto el ayuno, tanto en la guerra como en la paz para dar ejemplo a los romanos, aunque sé muy bien que se rieron de mí. El vientre es su dios más amado; le hacen ofrendas hasta provocar el vómito y, apenas sucedido esto, vuelven a hartarse como gladiadores ante su última comida. Los romanos son un pueblo de glotones y hasta el más pobre de la Suburra *, al que el dinero apenas le alcanza para una sardina, pide atún, a despecho del sabio filósofo que predicaba que no vivimos para comer, sino que comemos para vivir.
Sé que los romanos se mofan de mí, me llaman gimnosofista, porque estos vivían en los bosques, desnudos, entregados a una vida ascética; con abstinencia absoluta de la carne, su alimentación era frugal y adoraban a la naturaleza. En verdad, no es así, estoy lejos de esta doctrina, porque pronto descubrí que el supremo goce no reside en el sibaritismo, sino en la razón sobria que persigue las causas de la búsqueda y la evitación de necesidades. La frívola riqueza nos ha hecho pobres, pobres en imaginación y en el arte culinario: solo lo exótico que nos viene de las colonias nos parece adecuado y deseable, aderezado con condimentos extraños que queman como fuego y descomponen los intestinos con pestilente hedor. Donde por siglos la sal y la miel llenaron su cometido, se requieren hoy hierbas y salsas de los más apartados rincónes de la tierra. Y bichos que a los griegos todavía les resultan extraños como alimento, como las ostras y los caracoles, se tienen por preciados manjares condimentados.
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