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Philipp Vandenberg: El divino Augusto

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Philipp Vandenberg El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Philipp Vandenberg El divino Augusto Traducción María Antonieta Gregor Título - фото 1

Philipp Vandenberg

El divino Augusto

Traducción: María Antonieta Gregor

Título original: Klascht Beifall, wenn das Stuck gut war

Yo, Polibio, liberto del Divino Augusto y experto en el arte de la escritura, informo: esta mañana el César me mandó llamar a sus aposentos. Sospeché que debía haber sucedido algo fuera de lo común. “Júpiter en todos los caminos!” saludé, pero el Divino ignoró mi saludo y me hablo como abstraído.

– ¿Cuánto tiempo has estado a mi servicio, Polibio?

La pregunta me cogió desprevenido.

– Bueno -dije-, hasta donde recuerdo, siempre.

– ¿Y cuántos años suma eso? – insistió el César -.¿Treinta, cuarenta?

– Más bien cuarenta que treinta -respondí- aun cuando nadie puede afirmarlo con certeza. El nacimiento de un esclavo no se registra en ninguna parte.

– ¿Y cuánto hace que te otorgué la libertad?

– Diecisiete años, menos treinta días -contesté-. ¡Cómo no recordar esa fecha! – me eché a sus pies y besé la orla de su túnica. A veces a los amos les gusta solazarse en la gratitud y el César no es una excepción.

– Siempre me serviste con lealtad, Polibio -empezó de nuevo el Divino y me pregunté a dónde quería llegar En la brevedad del instante no se me ocurrió respuesta alguna a ese interrogante, pero lo que sucedió entonces me llenó de asombro.

Augusto extrajo de sus vestiduras un saquito, me hizo una señal y yació su contenido en mis manos abiertas. Permanecí allí atónito, mientras en mis palmas se amontonaba una cantidad de oro. Jamás en la vida, Polibio, el liberto del Divino Augusto, había tenido tanto dinero en sus manos.

– ¡Tómalo! -dijo el César-. ¡Ojalá te traiga suerte!

Mentiría, si me propusiera escribir lo que le respondí al Divino. Ya no lo recuerdo. Estaba demasiado excitado, pero sin duda alabé la bondad del Excelso, su generosidad; y – esto si lo recuerdo – le juré eterna fidelidad

– Escucha -continuó Augusto, es decir, formuló su discurso naturalmente de otra manera, en ese estilo inimitable con el cual remedo a los poetas, pero yo reproduciré sus palabras con las mías. -Escucha, te doy este oro en pago de un servicio que habrás de hacerme.

Respondí:

– ¡Señor, sabes que cumpliría cualquiera de tus deseos aunque no recibiera oro! -así discurrí más o menos con la mirada fija en el reluciente metal que sostenía en mis manos. Seguramente, alcanzaría para adquirir una casita con jardín en los Montes Albanos, un establo con algunas cabras y tal vez una vaca. Cultivaría vides y árboles frutales y toda clase de verduras que prosperasen en el suelo fecundo.

Mientras dejaba caer nuevamente el oro en el saquito, percibí la voz del Divino como si me llegara desde muy lejos:

– A partir de hoy, todos los días te confiaré un pergamino, cuyo contenido es secreto como el de los Libros Sibilinos. En los días de vida que me restan, escribiré mis más recónditos pensamientos. Sin embargo, no quiero que lleguen a conocimiento de hombre alguno antes de mi muerte. Por lo tanto, habrás de guardar este diario en un lugar seguro.

Ciertamente, un cometido nada común, y me pregunto si un emperador no es más digno de ser compadecido que envidiado, cuando no dispone siquiera de un lugar donde guardar cosas importantes de las miradas de los curiosos. Sé de cientos de escondites, cada uno más seguro que el otro, y me cuidaré de delatarlos. Roma es una ciudad de escondrijos, porque Roma es una ciudad de pícaros y ladrones. Cada cual esconde todo de todos por miedo a perder sus bienes. Los ricos se esconden hasta de ellos mismos, pues deben temer por sus vidas. Algunos tienen dobles a quienes mandan a la calle para poder atender sus negocios sin exponerse.

– Si eso es todo, Divino César… -dije. Augusto extrajo de entre los pliegues de su toga un pergamino enrollado y me lo alargó. Oculté el escrito en mi túnica con igual celeridad y me retiré. Así comenzó la cosa.

Al día siguiente el César me entregó un segundo escrito, y un tercero un día más tarde. Por supuesto, me extrañó que no me dictara sus confesiones, ya que confiaba en mi reserva. Sin embargo, rechacé la idea: el Divino no cogía la pluma con frecuencia para escribir, tal como compete a un escriba. Los Césares son gente peculiar. De cualquier modo me cuidaré de echar siquiera una mirada a los rollos en tanto viva.

Cuando me hizo entrega del cuarto escrito, Augusto me preguntó sobre el paradero de los anteriores y tan pronto lo hube tranquilizado, me encomendó enumerar los pergaminos diarios, pero no en la forma habitual, desde el principio, sino a partir de cien y en secuencia regresiva, a saber: noventa y nueve, noventa y ocho, etcétera, pues, decía, eso correspondía al número de días que le quedaban.

- Ad libitum *-dije-, como lo desees – y apenas lo pronuncié, tuve clara conciencia del alcance de sus palabras: el anciano creía que no viviría más de cien días. Tal vez le infundiera ese pánico uno de los arúspices, en los que siempre había creído. Yo coincido más bien con el viejo Cicerón que dice que el destino no es lo que nos prometen los arúspices, sino lo que la vida nos depara. Sin embargo, la agorería permite vivir muy bien. Pocos dicen la verdad

No obstante, Augusto es un hombre muy ilustrado, capaz de citar en la lengua griega a Platón, Aristóteles y Epicuro, y ni qué decir tiene a sus propios poetas, a quienes conoce como nadie, me refiero a Horacio, Virgilio y el desdichado Ovidio.

El encargo del César de numerar sus escritos me puso en no menudo problema, pues al tomar los rollos de su escondite, me asaltaron dudas respecto de cuál sería el primero y el que habría de llevar la C de centum.

Juro por mi diestra que hasta este momento no abrí uno solo de los rollos, aunque cada uno está atado sólo con una simple cinta. Lo juro. No tuve otra alternativa que abrir los cuatro pergaminos con la esperanza de poder darme cuenta así de su correcta sucesión. SI, lo confieso, leí cada uno de los folios, más aún, los devoré con manos húmedas. No debí hacerlo, lo sé, pero juro por mi mano derecha que jamás aflorará a mis labios ni una palabra de lo que llegué a saber.

Si hasta este instante tenía al Excelso por un dios y creía que en su excelsitud platicaba con los dioses inmortales, al leer su diario comprendí que Augusto es todo menos un dios, como Júpiter o Apolo. Ni siquiera es un ser humano envidiable. Yo, al menos, no quisiera estar en su pellejo. Ni en sueños me han acontecido cosas tan descomunales como las que enfrentó el César' en su vida y ahora entiendo la obstinación del Divino de escribir todo de puño y letra. ¿Quién expondría en vida sus emociones más Intimas y sus secretos sentimientos sin reserva?

Si no supiera fehacientemente que el propio Augusto escribe noche a noche sus pensamientos, pensaría que Livio le dictó ese pasaje donde confronta el heroico pasado de Roma con su desenfrenado presente. Ciertamente, a veces, hasta me parece reconocer el patético verbo de Virgilio y estar frente al gráfico simbolismo de Horacio. ¿A quién le puede extrañar, cuando Augusto es un ardiente admirador del uno y del otro? Por el contrario, el hecho de que no mencione el nombre de Ovidio, a quien desterró a Tomi, debe responder a una causa más profunda que la que se funda en la proscripción públicamente conocida.

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