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Philipp Vandenberg: El divino Augusto

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Philipp Vandenberg El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Además, quod licet Jovi, non licet bovi, y por último, puedo abonar en mi favor que el imperio no se rige por ideas, sino por hechos. Las ideas son los brotes de un árbol y los hechos sus frutos. Siempre fui un hombre de acción. Si hubiera meditado largo rato en aquel entonces, cuando todos me aconsejaban rechazar la herencia de César, porque Marco Antonio, ese perro, se había adueñado del dinero del Divino, mientras yo, ignorante de todo, permanecía en Apolonia, la última voluntad de mi padre jamás se hubiera cumplido. Más tarde me hubieran colocado en fila con los asesinos de César, y dudo que esa infame fechoría hubiera sido jamás purgada. De este otro modo, partí con mis amigos M. Agripa y A. Salvidieno Rufo de Apolonia, donde me había enviado mi padre para preparar una campaña contra los persas y me dirigí a Brundisium. Nos trasladamos en una nave en la cual se habían cargado todos los dineros previstos para la campaña, pero la suma estuvo lejos de alcanzar para satisfacer el designio del Divino de distribuir 300 sestercios entre los menesterosos de Roma (deben haber sido 150.000). Por consiguiente, subasté una considerable parte de mi fortuna personal y de este modo satisfice la última voluntad de mi padre Cayo Julio César. Marco Antonio supuso que yo no reclamaría la herencia y en el ínterin había dilapidado la fortuna de mi padre para saldar sus inmensas deudas y otorgar generosos sobornos.

Antonio pertenecía a esa clase de amigos que es mejor no tener. Por su naturaleza y carácter se diferenciaba apenas de su padre, un hombre ambicioso y ávido de placeres, quien después de muerto fue bautizado con el mote Cretio , porque murió en Creta a manos de los piratas. De tal padre tal hijo: Antonio se apropió de la fortuna de mi divino padre, pero me legó las obligaciones. Yo era todavía demasiado joven para enfrentar a ese individuo insidioso. Fui yo quien levanté la pira para el Divino, cerca del sepulcro de Julia. Yo adorné con un catafalco la tribuna del orador en el foro, donde pendía la túnica manchada que llevaba cuando lo mataron. Lloré ardientes lágrimas cuando se alzaron las llamas de la pira y cualquiera pudo verlo. Fui yo quien realizó los juegos prometidos por mi Divino padre en honor de Venus, aunque el Senado se mostró expresamente adverso y amenazó pedirme cuentas por ese "sacrilegio". Sin embargo, cuando el primer día de los juegos apareció un corneta en el cielo en la hora undécima y el fenómeno se repitió en cada uno de los diez días de los juegos y más aún, llegaron mensajes de todas las partes del imperio para anunciar que habían visto al Divino ascender al cielo dejando tras de sí una ancha estela de plata; aun aquellos que antes me habían censurado, alabaron mi lealtad filial y el fenómeno celeste se llamó sidus Julium .

En aquel entonces contaba diecinueve años. ¡Ah, si volviera la juventud! Diecinueve años impetuosos y yo apremié al Senado para que me acogiera en sus filas. Jamás un romano de menor edad había compartido las gradas con los Patres conscripti . Por cierto, recuerdo bien que me alegré de llevar, contrariamente a mi costumbre, la barba de luto, porque creía que mi rostro lechoso brillaría como una flor primaveral entre la seca hojarasca otoñal. Pero así sucede en la vida de un hombre: una de tus mitades desea firmemente que se reconozca tu verdadera edad, la otra anhela que te calculen unos cuantos años menos. Jamás vives tu verdadera edad.

XCVIII

Escribo esto el segundo día, previo a los idus de mayo: todavía no se habían enfriado las cenizas de mi padre, cuando me hirió un nuevo golpe del destino, más terrible que todo lo que me había sacudido hasta entonces en la vida. La pluma se abre, se interrumpe el flujo de la letra cuando lo recuerdo y los ojos se me llenan de lágrimas. Lloro y no me averguenzo. Sí, debéis saber cuánto amé a mi madre, cómo la idolatraba. ¡Atia amada!, ¿por qué me dejaste, bella, en la flor de tu vida? ¡Qué hubiera dado por sentir tu calor un poco más, sólo un poco más de lo que te concedió Morta, la que corta el hilo de la vida! No vaciles en llamarme "pie hinchado", como el infeliz rey de Tebas que amó a su madre Yocasta como a sí mismo, no me irrita. ¿Por qué habría de hacerlo? Jamás amé a mujer alguna como a Atia. ¡Ay, si me hubiera sido concedido el poder de Apolo que prometió a la hermosa doncella Deifobe tantos años de vida como granos de arena fuera capaz de coger en sus manos! Como Apolo hizo con la doncella, hubiera seducido a mi madre con los deseos de mi concupiscencia infantil, y todos los días hubiera sacrificado pichones a Volupia y la décima parte de mi oro a Vesta, hubiera envidiado a Favonio, el viento del oeste de propiedades generadoras, por jugar entre los pliegues de su túnica, y en las Floralias, en las que se prohibía a las mujeres decir no durante cinco días, la hubiera poseído como el fauno de patas de chivo.

Si alguna vez hubierais rozado sus largos muslos, la blancura de sus hombros, y sus amplios senos, si tan sólo una vez hubierais sido acariciados por sus largos y finos dedos y hubieseis aspirado el perfume de sus cabellos, no os burlaríais de mi ardor. Aún hoy, de noche, envejecido entre vino y meditación, cuando escitas y cántabros juran venganza por mi fortuna en la guerra de modo que no puedo pensar en dormir, oprimo mis muslos contra el mármol de Paros de su estatua, obra de mano griega. Esto supone para mi mayor placer que el que pueden darme con su arte lascivo las meretrices libias, cuyos senos puntiagudos me mueven a risa, antes que provocar mi voluptuosidad.

¡Feliz el poeta forjador de yambos, a quien se erigió, según mis deseos, un digno monumento funerario en la cima de las colinas del Esquilino, feliz porque alejado de los negocios, evitó el foro para cosechar manzanas y peras injertadas y racimos de uva purpurina, pero sobre todo feliz por haber preferido los sarmientos a las ondulaciones que una mujer realiza bajo la pica de un hombre! Tú no conoces el tormento de un adolescente enamorado, que, aun sintiéndose culpable, está dispuesto a brindar sus besos al cuerpo adorado con locura, pero sólo cosecha compasión y condescendientes palabras de consolación de la boca de su madre. Horacio Flaco, si Melpómene nacida del fulgor de las estrellas te quitó la razón cuando te ofreció sonriente la máscara trágica, a mí me atraparon los rizos de Atia, el cabello de mi madre.

Cada cual tiene, pues, su Melpómene.

En su búsqueda del enigma de los números, Pitágoras no debió martirizar su cerebro más que yo el mío, preguntándome si mi madre Atia sabría de mis inquietudes. Con la edad, los hechos se diluyen, pero los pensamientos crecen. Y, sin embargo, medito sin palabras cuál de las dos Atias puede ser designada mejor madre: la que hubiere cedido a las emociones de su hijo, o aquella que, altiva, no las tomó en cuenta. Si lo primero hubiera significado la realización de mis sueños, lo otro superó el tormento de mi vida. A semejanza de Eneas, el héroe vagabundo a quien Júpiter prohibió deleitarse en la feraz Cartago con Dido, la incomparable hija del rey, yo también vagué desorientado por el otro sexo. Lo que no pudo ser entre Eneas y Dido, y lo que trajo como consecuencia la enemistad púnico-romana, fue para mí motivo suficiente para ser siempre más enemigo que compañero de las mujeres.

Abandonado por mi amada madre, reprimí el secreto delito con pecaminosos amoríos, busqué contraponer a la madurez de Atia la lozana juventud de la niñez y no demostré aversión cuando Publio Servio Isáurico, procónsul de la provincia de Asia y afecto al Divino y a mí en la misma medida, me ofreció a su hija: una gacela de ojos oscuros como azabache. ¿Pero de qué le sirven al toro los encantos de la ternera, cuando busca a la vaca de ubre bamboleante? En consecuencia, permanecimos en silencio frente a frente y ni la conmovedora desnudez de su cuerpo de niña, ni el olor picante de los sahumerios lograron aproximarnos. La dejé partir como un gladiador triunfante que, obedeciendo la señal del emperador, renuncia al golpe de gracia. En cambio le di oro, y a su padre el siguiente consulado.

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