Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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El divino Augusto: краткое содержание, описание и аннотация

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Salté a la barca con arrojo, y el viejo, cuyos movimientos me habían parecido penosos hasta entonces, me imitó.

– ¡Chusma viviente! -gruñó el botero mientras se apartaba de la orilla mediante una vara fma y quebradiza. ¡Júpiter!, la barca se deslizó veloz por el agua congelada y no se escuchó ni un golpe de ola ni chapoteo al hundirse la pértiga en el agua-. ¡Chusma viviente! -repitió el anciano, que bogaba sin hacer ruido, sin dignarse a echarme una mi-rada. No obstante, sabía que se refería a mí.

– Tu recompensa es el oro -dije valeroso-, haz, pues, tu trabajo.

El botero gruñó: – Cuando transporté a Heracles por las aguas de Estigia, cargué cadenas durante un año.

– También cruzaste a la otra orilla a Eneas y no sufriste daño alguno -le hice notar.

– ¡Loco desvarío! -protestó Caronte-. Jamás llegaré a entender esa ardiente avidez que hace presa del hombre cuando cruza dos veces el océano.

– Solo unos pocos gozan de la gracia de Júpiter de ser elevados al éter.

De pronto, el botero volvió la cabeza, miró hacia esta orilla y una risa cloqueante sacudió su cuerpo enjuto. Seguí su mirada y divisé un ovillo de sombras en pugna: mujeres, hombres y niños privados de la vida gritaban, se debatían y suplicaban ser los primeros en ser transportados a las tierras de la añoranza.

Caronte les gritó: – ¡Ninguno alcanzará la otra orilla, ninguno, antes de que sean inhumados sus huesos, aunque sus sombras vaguen y tremolen cientos y miles de años! -lanzó una repulsiva carcajada, extendió los brazos, y el viento, que no supe de donde provenía, hinchó su manto e impulsó a la barca por el río silencioso.

Más allá se abrió un oscuro abismo, tan inquietante como la caverna de las islas de las cabras que me vendieron los napolitanos, custodiado por el tricéfalo Cerbero. El botero me abandonó allí sin despedirse. Al percatarse de mi presencia, el can movió el rabo, pero no se levantó, y yo entré en el reino de las sombras: bosques y colinas sin color a la tenue luz, y en medio un movimiento centuplicado, cuerpos transparentes que se mecían como tallos de hierba que el viento hace ondear, unos en constante movimiento ondulante, otros oscilantes como péndulos. Pero en el seno de las masas que superan la imaginación más frondosa, descubrí sombras especiales, cuya diferencia respecto de la otra multitud residía sobre todo en su desasosiego. Reconocí entre ellas a Sísifo, el mañoso héroe, porque en movimiento reiterado hacía rodar la roca hasta la cresta de la colina, y jadeante reanudaba su obra cuando la piedra había rodado cuesta abajo hasta el valle. Encontré a Tántalo, el rey oriental que una vez había comido en la mesa de los dioses, lo cual no había sido concedido antes a ningún mortal, y vi sus tormentos con mis propios ojos: languidecía de sed, seca la lengua, aun cuando el agua le llegaba al cuello, pero cada vez que se inclinaba ávido para sorbería, el agua se retiraba hasta la tierra. Para saciar su hambre hubieran bastado las peras, las manzanas y las jugosas brevas que pendían sobre su cabeza, al alcance de la mano. Sin embargo, estos frutos tampoco le estaban destinados al príncipe, y revoloteaban por los aires como azotados por un huracán en cuanto pretendía tomarlos. Los dioses lo juzgaron debido castigo por su infame fechoría. Tántalo había matado a su propio hijo y ofrecido su carne como manjar a los dioses para averiguar si los inmortales eran realmente omniscientes.

También vi a Ticios, el eterno penitente, estirado sobre el suelo en toda su longitud de trescientos metros, la talla de un gigante, y, no obstante, expuesto sin remedio a la voracidad de una yunta de buitres que le destrozaban el hígado, asientos de los apetitos. Ese fue su castigo por haber querido violar a Leto, la madre de Apolo y Artemisa. A pocos pasos reconocí a Orión, el gigante de cacería, y a Sirio, su perro. Aún en el Hades persigue empecinado a la presa con maza de bronce, porque así lo quiso Artemisa. ¿Cuál fue el delito?: amenazar jactancioso a la diosa con el exterminio del mundo animal, pero una flecha del carcaj de Artemisa lo abatió.

Rodeado del estridente graznido de aves del extraño sonido causado por el revoloteo de los espíritus, emergió de la noche del más acá, llevando en los brazos a la floreciente Hebe, a la que hacía objeto de sus bromas y caricias, y fue el primero que sintió alegría en el reino de las sombras. Pregunté al arrogante héroe de dónde sacaba la alegría, el placer y el goce en aquella demoniaca región, y Hércules me respondió risueño: "En la tierra pueden recorrerse diversos caminos, el camino fácil y agradable del placer y del vicio, o el penoso y abnegado de la virtud. Quien elija el primero, encontrará en el Hades justicia niveladora, pero al que opte por el segundo le espera la suprema bienaventuranza. -Mi madre me engañó en cuanto al derecho de primogenitura al retenerme en su vientre y dejar expedito a mi hermano gemelo el camino a la vida. Más tarde, la hice enloquecer al matar a mi esposa e hijos, pero expié mí culpa en la tierra doce veces: estrangulé al león invulnerable, maté a la hidra de Lerna, capturé con mis propias manos a la veloz corza, acabé con flechas con las aves antropófagas y con la lanza maté al jabali de Eurimanto. Limpié con astucia los establos de Augías, rey de Elea, desviando hacia ellos las aguas de los ríos Alfeo y Peneo. Intrépido, dominé al toro de Creta que vomitaba fuego y a los caballos del tracio Diómedes que devoraban a los hombres. Me apoderé del cinturón de Hipólito sin luchar, como también de los bueyes del gigante Gerión y de las manzanas de las Hespérides, las hijas de clara voz de Atlas. Cuando hube vencido al can Cerbero terminé mi expiación sobre la tierra y entré en el más allá libre de toda culpa." Así habló el divino héroe y no me preguntó mi nombre.

Proseguí mi camino sin darme a conocer, siguiendo el impulso de encontrarme con la sombra de mi madre Atia, la del gran Alejandro y la de mi divino padre. Paseé la mirada de aquí para allá mientras recorría grises montículos y valles, crucé bosques muertos, poblados de árboles que jamás habían sentido un soplo de viento. Y una y otra vez pude ver a individuos dolientes, de cuerpos vidriosos, aferrados los unos a los otros como murciélagos apiñados en la lobreguez de una bóveda. En un prado gris de asfodelos que brindaba lugar a miles de cuerpos etéreos, Minos administraba justicia sobre una roca iridiscente. Con su cetro de oro separaba a los virtuosos de los viciosos y a los malos los sentenciaba a un justo castigo. Pero a los que Minos escogía, le estaba permitido ponerse detrás del juez de los muertos y proseguir su camino al más allá para alcanzar la dicha prometida.

Entre los cuerpos ondulantes reconocí a Julio por su calva incipiente, empujado dentro de la masa por las otras almas. No lo protegían esclavos y me pareció que nadie se preocupaba por su presencia. -¡Oh, divino padre! -lo llamé desde lejos, pero mi voz no tuvo el alcance debido, por lo tanto, me mezclé entre el pueblo peregrino. Luché contra la corriente, como un nadador en un río en crecida. Apenas creía haber avanzado lo bastante para hacerme oír, una nueva oleada de gente se lo llevaba consigo. Hasta que no estuve en medio de aquellos exangues cuerpos etéreos no me percaté de sus rostros semejantes a máscaras, que no delataban ninguna emoción, ni pesar ni alegría, ni esa loca agitación claramente evidente en sus movimientos. Era como si cada uno mostrase la expresión facial con la que había abandonado la vida terrenal.

No sé de dónde saqué fuerzas, me impulsé hacia adelante usando los brazos a modo de remos, y más de una vez perdí de vista mi meta, pero, inesperadamente, empujado en esa misma dirección, me encontré cerca de Julio, tan cerca que pude ver su rostro descompuesto por el dolor.

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