¡Ay, si nunca me hubiera mirado al espejo, para no llegar a este descubrimiento! ¡Por Júpiter! ¿Qué puede ser más pavoroso que la propia imagen reflejada? La vida me exigió setenta y seis años para llegar a este reconocimiento. Creedme, el placer que os otorga el espejo en los años verdes no compensa el terrible descubrimiento con que te enfrentas cierto día. Ninguna arma es más cruel que este espejo y mi mano se entumece obstinada en no seguir el flujo de la escritura. Siento asco, asco de lo que vuelco en el papel, porque es el excremento del cerebro que se esconde tras la horrenda máscara. Confieso que el deseo de vivir guió mi pluma desde que comencé este diario, pero ahora no me queda en la vida sino un solo deseo: morir. Morir.
Todavía persevero en dejar intactas las comidas y he llegado a rechazar también el agua y el vino, a pesar de que todo está seco y árido en mí. Me acosa como una pesadilla la idea de que uno de mis órganos pueda romperse como vidrio cuarteado al realizar un movimiento brusco. Hasta he rechazado el agua que me trae Polibio, mi liberto y último confidente, en una botella escondida bajo su túnica. Quiero morir. Polibio es mi único lazo con el mundo exterior y temo por su vida. Me dice que se siente observado a cada paso y no cabe duda que se le mantiene alejado de todos los sucesos importantes.
Me une a Polibio un importante secreto: cada día lleva las notas de mi diario a un escondite. Confío en él, pero creo que no me dice la verdad sobre todo cuanto acontece a mi alrededor y de lo cual no me entero. No quiere preocuparme. Sin embargo, precisamente en este momento la verdad es lo más importante. Si le pregunto por los holocaustos que propagan por la ciudad su humo negro y fétido, me contesta que no son tales. Si insisto en mi interrogatorio y le pido que me explique el origen de las humaredas, asegura ignorarlo. Si le encargo que averigüe por qué Roma está envuelta desde hace días en humo, me promete hacerlo, pero al día siguiente alega haberse olvidado de preguntar. Se empeña en protegerme.
Si lograra huir, podría aproximarme a las hogueras y hablar a los romanos: -Ved, soy yo, Imperator Caesar Augustus Divi Filius y estoy vivo. No deis crédito a quienes os salgan al paso para anunciaros que el César ha muerto. No les creáis hasta haber visto con vuestros propios ojos cómo bajan su cadáver del Palatino al Campo de Marte para entregarlo a la pira funeraria. Creed solo lo que se ofrezca a vuestra vista y no lo que os cuenten o prometan. En Roma, la mentira circula como en tiempos de la guerra civil y no he conseguido sofocarla porque no hay ley que la prohíba.
Pero, aunque lograra escapar, ¿creerían en mí, en este esqueleto seco y descarnado que apenas puede mantenerse en pie, que necesita del brazo del esclavo para andar, que mira este mundo despiadado con ojos hundidos y fatigados? ¿No estaré muerto quizá? Tal vez la muerte sea el tránsito imperceptible de un estado a otro y uno no se percate siquiera de haber fenecido. Quizá lo que escribo en el papel no sea sino algo que imagino. Júpiter, quizá…
Quizá… Quizá…
Inesperadamente Livia se acercó a mi cama por la mañana como una aparición divina. ¡Livia!
– ¿Por qué rechazas los alimentos? -me preguntó en tono de reproche y añadió sonriente-. ¡Viejo caprichoso!
– ¿Por qué evitas mi presencia, me mantienes encerrado y vigilado como a un monstruo? – inquirí a mi vez.
– Todo es para protegerte -respondió Livia.
– ¡Para protegerme! ¡No me hagas reír! Temo más a quienes me guardan que a aquellos de quienes debo ser protegido.
– ¡Despídelos, entonces!
– No me obedecen. ¡Canalla corrupta!
Livia dio media vuelta e hizo una señal a los guardias apostados en la puerta, quienes se retiraron después de presentar armas. Me sentí liberado y a pesar de mi debilidad intenté incorporarme. Fue en vano. Sin fuerzas, volví a cer en el lecho.
– ¡Debes comer! -me amonestó Livia -. ¡Eres un viejo caprichoso!
– ¿Para qué? – pregunté indiferente.
– Para recuperar tus fuerzas.
– ¿Para qué? Una mirada al calendario te dirá que, a partir de hoy, las nonas de Augusto, me quedan dos semanas de vida…
– Parece complacerte regodearte en tu propia muerte -observó Livia-. ¿No te basta cumplir la voluntad de los dioses, después de una vida realizada? ¿Es menester que provoques a los dioses e interfieras en sus planes al intentar adelantar el día señalado para tu muerte? Tu comportamiento no alterará el orden de los inmortales, pero sí el de tu vida. Cada uno de nosotros tiene la certeza de que morirá. ¿Quién dice que no sea yo la que cerrará los ojos antes que tú? Divino César, por extrañas circunstancias te ha sido dado conocer el día de tu muerte, lo que solo es concedido a unos pocos. Vivirás y morirás, pues, en certidumbre. La certidumbre es algo divino, algo inmortal, algo que les está vedado a los demás mortales. ¿Por qué te rebelas contra las – circunstancias extraordinarias de tu muerte después de haber vivido setenta y seis años? ¿No crees que Druso, Lucio, Cayo, hasta el propio Julio y Alejandro se hubieran considerado dichosos de haber podido llegar a esa edad? ¿Qué quieres, César, vivir eternamente?
Así, más o menos, discurrió Livia, y mientras hablaba, entraron en la habitación los esclavos portadores de manjares preparados con tanta exquisitez que eran un regalo para la vista. Livia me ofreció un plato tras otro y yo los tomé y comí, devoré aquellas delicias hasta vomitar y después de sentirme liberado empecé a engullir de nuevo.
Esta noche estuvimos acostados juntos durante un corto rato, cuerpo sobre cuerpo. Livia me miraba con sus ojos cristalinos. Estaba tan cerca de mí que podía ver las venitas de sus córneas y nos susurramos cosas como en nuestros años apasionados. Para mí, sigue siendo una bella mujer, aunque las arrugas surquen su cuello y sus senos pendan por la ley de la gravedad. A la evidente aspereza de su piel se opone la suavidad que emana de su tacto. Jamás he gozado tanto sus caricias como esta noche, pero me avergoncé de mi cuerpo, de este cuerpo consumido que provoca más asco que amor. El paso de setenta y seis años deja sus huellas.
Al principio dudé si Livia obraba por compasión, (ciertos filósofos dicen que el amor es compasión), si no buscaba complacerme, así como el verdugo satisface el último deseo de un candidato a morir, pero antes de que pudiera traducir en palabras mis cavilaciones, Livia me preguntó a su vez si todavía sentía placer con ella. Descubrí un leve dejo de censura en su voz. Sus caricias, su sumisión me emocionaron hasta las lágrimas y, avergonzado por mis dudas, me alegré de no haberlas expresado. La sensación de su leve peso sobre mi cuerpo creció hasta convertirse en agradable excitación, en un embate de olas contra la orilla, y, sin habernos unido, experimenté el éxtasis de los años jóvenes. Me parece que durante toda una vida he empleado los sentidos equivocados para el amor. Lo que me participaban los ojos, los oídos, la nariz y aún la boca se me antojaba más deseable que el sentido de la piel, cuyas sensaciones llamamos tacto. ¿No escribe Aristóteles en su tratado sobre el alma (la obra comprende tres volúmenes) que los animales son superiores al ser humano en todas las clases de percepciones, menos en la sensibilidad? ¡Cuánta razón tenía! ¡Cuanta más sensibilidad es capaz de desarrollar el hombre, mayor es su percepción del placer y del dolor, de lo placentero y lo doloroso. Y quien tiene esto también tiene deseos, pues son la tendencia hacia lo placentero. Este me parece que es el motivo por el cual la pasión y el deseo no son fenómenos propios de la juventud, sino que se dan a lo largo de toda la vida como se disemina el sembrado por el campo. ¿Acaso la juventud no muestra por momentos la sobriedad y la claridad de la vejez, y esta aquella impetuosa locura que por lo común se adscribe a los jóvenes? El motivo de esto es el mismo que el que hace prosperar la siembra de distinta manera según sea la fertilidad del suelo, aunque las semillas no difieran. La vejez puede ser un suelo tan fecundo como la juventud para el deseo y la pasión.
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