Se me ocurre que el hombre ama demasiado con la mente en lugar de dejar rienda suelta a los sentimientos. Si el amor fuera cosa del cerebro y de la razón, los grandes filósofos de Grecia, los Siete Sabios: un Solón, un Tales, un Bias, un Quilón, un Demetrio, un Pitaco, un Cleóbulo debieran haberse asfixiado en la dicha del amor. Sin embargo, cualquier niño sabe que lo que sucede realmente es lo contrario: la capacidad de amar mengua al crecer la razón. Platón supo interpretar todas las virtudes, aun aquellas que son desconocidas a la mayoría, pero no supo hablar del amor, que es más importante que todas las virtudes, porque de él emanan. La dicha de amor de esa especie era tan desconocida al sabio Platón que desechaba a las mujeres, y los mancebos tampoco le satisfacían. ¡Oh, cuán platónico! ¿Y qué significaron Jantipa para Sócrates y Pitias para Aristóteles? Una carga de la que ambos trataron de desembarazarse de distintos modos. ¡Por la divinidad de Venus y Roma, es mejor ser tonto que sabio como los dioses!
Me eché a reír y Livia inquirió la razón de mi risa, pero guardé silencio por temor a romper el hechizo del instante que me había librado de la duda. Toda mi vida me he avergonzado de mi modesta cultura, de la crasa distancia respecto de Cayo Julio (por no hablar de Marco Tulio Cicerón) porque la divinidad requiere sobre todo sabiduría. Ahora bien, consciente de mi sensibilidad que se aparta detodos los sabios, me considero feliz de no haber sido un filósofo, un Empédocles, porque ni este sabio, que pasó por Sicilia hace quinientos años y filosofó sobre el amor, aseguraba con absoluta seriedad que no había un devenir ni un desaparecer en el verdadero sentido, sino solo mezcla y disgregación, (en su lenguaje: mixis y diallaxis o amor y odio: philia y neikos ), jamás conoció el verdadero amor, aunque sus adeptos lo veneraban como a un dios.
¿Qué dioses son estos cuyo cerebro responde a todas las preguntas, hasta aquellas que se refieren al origen del hombre, de las plantas, y los animales, cabezas sin tronco, brazos a los que les faltan los hombros, y ojos que necesitan un rostro, que empezaron a crecer, pero nunca, conocieron a una mujer en sus momentos de excitación? Se cuenta de Empédocles que, para dar testimonio de su divinidad saltó dentro del cráter del Etna, al cual nadie se atrevía a asomarse, e indemne volvió a trepar hasta el borde del cráter. De todos modos, Vulcano castigó la soberbia del filósofo al vomitar sus sandalias sin calcinar.
Esta vez me cuidé de no reír, para sentir tanto tiempo como fuera posible el cuerpo de Livia sobre el mío. Cuando se alejó, el tiempo me pareció demasiado fugaz.
Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, no quiero afirmar que Livia finja. Sobre todo, no se lo deseo al César. A veces el amor se va de viaje, pero no emigra. Permítaseme, no obstante, la pregunta: ¿A qué se debe el repentino cambio? Las mujeres como Livia no hacen nada impremeditado. ¿Qué persigue, pues, con su repentina demostración de afecto? De repente ha resuelto que Augusto debe morir en Capri, su isla predilecta. Yo acompañaré al César.
En el palacio reina una atmósfera de partida. Ayer, Livia me preguntó a boca de jarro si sentía en mi las fuerzas necesarias para pasar el mes de verano fuera como todos los años, en Capri o en Nola. Positivo. Desde que he vuelto a ingerir alimentos regularmente, ha regresado la ida a mi cuerpo, Livia ignora los prodigios. Yo creo en ellos. ¿Pero es razón para echarme en la cama a la espera de la muerte?
Llevaré conmigo a Capri este diario y allí lo continuaré a fin de que lo una vez iniciado quede concluido para conocimiento de la posteridad. Livia me acompañará. También lo harán Antonio Musa, quien me inspira una inexplicable desconfianza; Areo, encargado de encauzar mis ideas en mi último viaje, y Polibio, mi viejo confidente, a quien encomendaré esconder las últimas páginas de mi diario. Tiberio se encuentra camino a Illyricum, donde recientes disturbios reclaman su presencia. Se marchó sin despedirse y según me informó Polibio, en esta ocasión los romanos volvieron a gritarle en tono de mofa "¡ Ave, senex Imperator! ¡Por cierto, un destino nada fácil! Sólo nos escoltarán un manípulo de pretorianos y otros tantos esclavos. Partiremos mañana, el cuarto día previo a los idus de Sextilis.
Astura, en el ager Laurens . Fui transportado hasta aquí en una litera porque Livia me prohibió montar a caballo. Todo se hizo sin llamar la atención, pues nos pusimos en camino al alba, cuando Roma dormía aún. Sentado detrás de bamboleantes cortinas, no miré hacia afuera sino una sola vez, cuando, en cumplimiento de mi deseo, cruzamos el Campo de Marte y pasamos por mi mausoleo.
Estoy sentado en mi tienda, solo. Las brisas del mar me traen una agradable frescura. Aquí debió desembarcar Eneas y aquí se le escapó la marrana preñada que quería ofrendar a los dioses en acción de gracias. El cansancio me vence…
Estamos en el mar. El fresco viento del norte hincha las velas. Partimos antes del amanecer para aprovechar los vientos favorables. Nos empujan a gran velocidad a lo largo de la costa de Campania. Tengo escalofríos, aun cuando los rayos del sol caen casi verticalmente desde el cielo y una vez más debo hacer uso de mi bacinilla porque los intestinos no retienen lo que he confiado a mi estómago. Es curioso… cuando marchaba al combate en mis años mozos, me acometía el mismo malestar. ¡Fuera, miedo detestable!
Miro hacia el este y reconozco la Campania, sumergida en una bruma blanco lechosa, fecunda tierra romana y, no obstante, tan helénica aún como en aquellos días en que fue colonia griega. Su gente habla griego todavía, y se viste a la usanza de los griegos. Jamás hice el intento de hacerlos cambiar, pues de todas las provincias la aquea es para mí la más querida, a diferencia de mi divino padre, cuyas preferencias lo inclinaban más por Egipto. Yo valoro la sabiduría y el arte de los helenos, más aún, me he esforzado para que los jóvenes romanos reciban la educación escolar de los griegos. Prohíbo enérgicamente que cualquiera afirme lo contrario, porque yo introduje en Roma las escuelas latinas (antes, algo inconcebible), en las cuales se enseñan textos latinos. ¿Acaso Virgilio, Horacio y Catulo no son dignos de ser estudiados en su lengua vernácula? Sí, lo son. Lo son, aunque en lo más íntimo de su ser eran griegos, o precisamente por eso, y por haber sido formados en la cultura y el espíritu griegos, por ser discípulos de Platón, Sócrates y Epicuro y todos juntos admiradores del cantor ciego. Son ellos, pues, quienes deben guiar a la juventud romana hacia los poetas y filósofos de los griegos, hacia su idioma y escritura tan distintos a los nuestros. Debéis saber que solamente es un vir vere Romanus aquel que habla las dos lenguas, la nuestra y la de los griegos.
Desde hace varias generaciones el efebo romano es educado según el modelo griego. En uno de los innumerables tenduchos, detrás del Foro, aprende esforzadamente de los menospreciados ludi magister el arte de escribir en tablillas de cera y escapar a su bastón danzarín. El grammaticus se hace cargo del niño cuando este cuenta doce años y le enseña lenguaje, sintaxis, estilo y métrica hasta que viste la toga virilis . El romano no puede entrar a la escuela de retores sin esta preparación. Allí aprende lo que hace a un auténtico orador, pues lo que lo distingue no es su lenguaje fácil o el colorido sonido de su voz, sino el flujo de sus ideas. Un tartamudo sabio cosecha más prestigio que un cantor tonto. Sin embargo (ya empiezo con las restricciones), ningún orador ha logrado lo que se cuenta de un flaustista frigio, que hizo perder la razón a un semejante con su arte.
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