Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Lo que distingue al romano del griego es el objeto de su educación. Un romano versado en todas las artes del espíritu, las pone al servicio de la res publica , y las artes que carecen de un propósito, cuando son toleradas, se permite que las cultiven aquellos que carecen de la aptitud práctica para la política. Si Virgilio, Horacio y Catulo hubieran sido griegos por nacimiento, los hubiesen adornado con los laureles de los sabios, pero como romanos no se les tributa más que el honor del arte, mal pagado por añadidura, siempre y cuando no cuentes entre tus admiradores con un Mecenas o un César. Un Marco Tulio Cicerón, un Marco Terencio Varrón, que pensaban como griegos, pero actuaban como romanos, no cosecharon fama y fortuna con sus cabezas sino con sus posaderas, que en el momento indicado ocuparon las sillas de cuestor, pretor y cónsul, y la de tribuno de la plebe y pretor respectivamente, lo cual, como se vio en la época de las guerras civiles, no requería en realidad sino un trasero ancho y aguantador.

En cambio, en la provincia griega, jamás fue requisito para las artes del espíritu investir un cargo oficial, al contrario: solo los más cultos, inteligentes y cuerdos eran llamados al desempeño de sus cargos, en base a esas virtudes. Pensad en los Siete Sabios, cuyos nombres resplandecen en lo alto de las puertas del templo de Apolo en Delfos, no porque sus aceros fueran más afilados que el del adversario, ni sus flechas más raudas. Rápidos eran sus pensamientos, cortantes sus reacciones y ningún heleno nombró arconte a un Solón porque invistiera ese cargo casualmente, sino que se referían a él, llenos de respeto, como al sabio legislador Solón. De Quilón, el segundo Sabio, no se alaban sus cualidades de estratega que hubieran bastado para honrar al romano más capaz, sino su sabiduría de la vida que le permitió hacer de Esparta la primera de las ciudades del Peloponeso. El tercero, Tales de Mileto, no alcanzó fama porque convocó a la unidad a las ciudades jónicas para hacer frente a los persas, sino porque de su cerebro nació la idea de que el ángulo circunferencial en la hemiesfera siempre es un ángulo recto. A Demetrio de Falero, el cuarto, lo conocemos menos como estadista ateniense que por sus escritos filosóficos, y lo mismo rige para Cleóbulo de Lindo, el quinto de la serie. Si Pitaco de Mitilene, el lesbio de pie plano, hubiera sido romano, no se hubiese sabido de él mucho más que el hecho de que venció al olimpiónico Frimón en combate cuerpo a cuerpo en la guerra de los atenienses, pero para los griegos fue mucho más importante su sabiduría que el celebrado triunfo en el campo de batalla, y dejaron asentados por escrito cada una de las sabias sentencias para legarlas a la posteridad, como aquella con la que rechazó la cesión de unas tierras por parte de los habitantes de la isla, para distribuirlas entre los pobres. En esa ocasión dijo: "Tener lo mismo, es más que poseer más". Según el dictamen de los romanos el séptimo de los Sabios, Bias, habría prestado a su pueblo el mayor servicio, cuando supo engañar con astucia a AMates, rey de Lidia, durante el sitio de Priene, en cuanto a que no había provisiones en la ciudad. Sin embargo, los griegos retuvieron sus palabras y discursos, porque los tuvieron en mayor estima que sus triunfos militares.

Si la posteridad me aplicara la misma escala, a mi Imperator Caesar Augustus Divi Filius , no me atrevo a imaginar lo que quedaría de mi fama. Tengamos en cuenta que un Tales, un Platón y seiscientos años de filosofía no provocaron sino que siempre el más fuerte domine al débil. Esto lo atestigna un viejo romano sumido en sus cavilaciones…

VIII

De buena gana hubiera concluido ayer mis pensamientos, pero me lo impidió la revolución en mis intestinos. ¿Es este el fin? No quiero pensar en ello… ¿Dónde había quedado?

Me hace pensar, a mí, el romano, qué poco pudieron hacer seiscientos años de filosofía en los romanos, no digo helenos, pues soy un vir vere Romanus hasta la más recóndita fibra de mi corazón. Ciertamente, Atenas es mi pasión, pero Roma es mi amor y me arrogo el mérito de haber devuelto a los romanos la plena conciencia de su nacionalismo, orgullo y arrogancia. No logré rescatar a los dioses vernáculos, pues desde hace centurias los griegos han hecho prevalecer su presencia en nuestro panteón y de muchos de los nuestros no ha quedado más que el nombre y tras él se esconde una deidad griega. Por buenas razones, tampoco devolví a las escuelas a los filósofos romanos… No tuvimos ninguno y aquellos que alabaron con toda sabiduría el ser romano como Virgilio y Horacio, son romanos como yo, pero dotados por la naturaleza de mentalidad griega. Como ya he mencionado, la cabeza es el mayor obstáculo en el amor.

Fueron menester mucha insistencia y una suma respetable para convencer a los epicúreos que alabaran el territorio itálico con magnas palabras, tal como Hesíodo glorificó en su momento a Aquea y a sus dioses. Podrá la amapola lucir con el brillo del sol en las plateadas laderas del Parnaso, podrán centellear como monedas flotantes las islas del Egeo y saludar el templo de Apolo los escarpados picos de Ática, ningún surco aqueo supera la divina belleza de la tierra en las fuentes del Clitumno en tierra de Umbría. Jamás fui un romano más fervoroso que allí en medio del camino de la provincia gala, entre arroyos turbulentos que borbotean por las verdes praderas con su incesante murmullo. Una colina de mediana altura, engalanada de oscuros cipreses, junta para numerosas arterias de irregular fuerza las aguas que pronto forman un estanque de cristalina superficie. Pero al parecer, el Clitumno reúne nuevamente las fuerzas en esta laguna para surgir con revoltosa alegría del otro lado, como río, y arrastrar consigo a las barcas entre claros fresnos y plateados álamos. En la orilla saluda al sagrado templo con la imagen divina vestida de blanco. Clitumno es adorado como dios del oráculo por la gente de la cercana Hispellum, y numerosas tablillas votivas dan testimonio de su don de la adivinación. No lejos de allí hay un balneario que prepararon para milos habitantes de Hispellum. ¡Jamás me refresqué y solacé tanto en el agua como en la nieve! Luego, extenuado por las largas caminatas, descansaba en las gradas talladas en la piedra. Por todo esto les regalé el templo, pero Hispellum pasó a ser coloniadentro de la sexta región. Añoro las mañanas de mayo en las cantarinas fuentes del Clitumno, añoro el agua del dios, el murmullo de los arroyos, añoro el susurro de los árboles y el sublime aislamiento del lugar, añoro la emoción interior de ser un romano, que sentí sobre esta tierra.

Pedí a Virgilio que, más o menos con las mismas palabras, escribiera una loa a nuestra tierra, y después de un primer momento de vacilación el epicúreo cantó la sigiuente oda para gloria de la patria. Es el más bello de sus poemas y me conmueve cada vez que lo leo:

Mas no los Medos con sus selvas ricos
No el Ganges bello, y turbio el Hernio de Oro
No Bactria, no los Indos, no Pancaya
con arenas de incienso envanecida,
Osen a Italia disputar sus glorias.
Italia a quien el seno
No con la reja revolvieron toros
que por la ancha nariz llamas despiden
y dientes de dragón la tierra mullen
Mies de guerreros no espigó sus campos
Con duros yelmos y apretadas picas
No: mas ¿veis cuál abunda
en llenas mieses y suaves vinos,
cual olivos la alegran y rebaños?
Allá erguida campea
el guerrero corcel, acá, bañadas
frecuentes veces en tu sacro río
Miro albas reses y el fornido toro
Cabeza de las víctimas, Clitumno,
que romanas conquistas
Condujeron en triunfo al Capitolio
Eterna, primavera, aquí floreces
Mitiga ajenos tiempos el estío
Dos veces cada año
Prole anuncian las hembras del rebaño
y da sus pomas el frutal dos veces
No aquí rabiosos tigres, de leones
la raza maldecida aquí no prueba,
ni vegetal ponzoña, al que en el campo
hierbas cogiendo va, traidora engaña.
No rastrera en enormes vueltas gira
Ni en tanto espacio como en lueñes tierras
Cierra la sierpe su escamosa espira
Contempla luego y mira
Tanta egregia ciudad, tanta obra insigne
Tantos castillos, fábrica del hombre
Acumulada piedra sobre piedra
Que dan temor, y las corrientes aguas
que viejos muros sojuzgadas lamen.
¿O el mar diré que a un lado y a otro lado
la Patria ciñe? ¿Tantos lagos bellos?
A ti, príncipe entre ellos
Lario, o a ti, que al férvido Océano
en olas y fragor, Benacio, copias?
¿O cantaré los diques, del Lucrino
Las allegadas moles; y el furioso
Rugir del mar, por donde la onda Julia
Lejos retumba al ímpetu del ponto,
y el Tirreno agitado
Hierve, y las fauces del Averno invade?
Tierra en todo fecunda,
Venas de argento y cobre Italia encierra,
Y en oro bullidor su seno abunda
y ella hijos fuertes a sus pechos cría:
Los Marsos, las sabélicas legiones,
El sufrido Ligur, el Volsco armado
de dardo invicto; Manos ella y Decios
Brota, grandes Camios, Escipiones
Nacidos a la guerra; y madre es tuya
¡Oh, César soberano,
Que hoy triunfante en las últimas regiones
Del Asia, haces que el Indo tiemble, y huya
De las almenas del poder romano!
¡Salve, madre feliz, de mieses rica,
Rica en hombres de pro, Saturnia Tierra!
¡Salve! En tu honor mi voz y mi deseo
A las artes agrícolas levanto
Que celebraron las antiguas gentes,
El sello rompo de las sacras fuentes
y las lecciones del anciano ascreo
Por las romanas poblaciones canto.

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