Una palabra trajo la otra, vociferante y agresivo el vino de Cos se mezcló con el setinés de mucho cuerpo y cada cual habló sin tener en cuenta al interlocutor, como si no escuchara lo que el otro decía (la algazara en el Foro, a mediodía, no podía ser más confusa).
– ¿Los dioses, los inmortales, no son un ejemplo de mi argumento? ¿Y el propio Zeus que se trocó en un toro blanco para raptar a la bella y seductora Europa que jugaba en la orilla y llevarla a la isla de Creta? ¿O Asclepio, el hijo de Apolo, a quien le han consagrado un famoso santuario en Epidauro? ¿Miente Píndaro, el poeta de Beocia, en sus himnos a los dioses cuando anuncia que Asclepio consintió por dinero curar a un rico moribundo y por eso Zeus lo ató con un rayo? Afirmo que si era el hijo de Apolo no bebió importarle la ganancia, pero, si así fue, entonces no era hijo de Apolo. De lo contrario, la injusticia no se detendría siquiera frente al umbral de los dioses – así habló Platón.
– ¿No es eso contrario a la razón, cuando la razón es el principio y el supremo bien, más importante que la filosofía misma, pues ella es origen de todas las demás virtudes? Y la razón enseña que nadie sin entendimiento, sin equilibrio del alma y sin justicia puede llevar una vida placentera y sin contrariedades, una vida razonable, equilibrada y justa. En consecuencia, la virtud y la justicia crecen junto con la vida placentera y esta no se deja separar de ellas. Me parece mejor dar crédito a la mitología y no a las ciencias naturales, pues la fe siempre te deja albergar un rayo de esperanza en cuanto a ablandar a los dioses mediante la adoración, en tanto las ciencias naturales son inexorables. Si llevas una desgracia con entendimiento, el provecho es mayor que si eres feliz sin entendimiento. Es preferible que una cosa bien preparada fracase a que una mal preparada se logre por pura casualidad – así habló Epicuro.
– La razón nos obliga a admitir que todo sucede por obra del destino. Pero yo llamo fatum , a lo que los griegos heimarmene , el orden y la sucesión de causas, en que cada causa está concatenada con otra y una cosa se origina de sí misma. De ahí que no sucede nada que no debía suceder y del mismo modo no sucederá nada que no esté contenido en la naturaleza con su causa. Por consiguiente, el destino no es lo que dan a luz miles de supersticiones, sino lo que los físicos llaman la causa de las cosas, por la cual aconteció lo pasado y también acontecerá lo por venir – así habló Cicerón.
– "¿No debemos elogiar a Foinix, el preceptor de Aquiles que le recomendó ayudar a los aqueos si le daban regalos, pero dejarlos librados a su ira si no había presentes?"
– "No os maravilléis que los vaticinadores pronostiquen el futuro, pues todo está aquí, sólo está ausente según la época, como en la simiente la fuerza de la futura cosecha". – El placer es el primer bien que nos es congénito, es el principio y el fin de una vida bienaventurada. No el placer de la lujuria y la sensualidad, sino la libertad del cuerpo de dolores y del alma de desasosiego. No son las bacanales ni las fantasías nocturnas, los placeres con efebos y mujeres, los pescados caros ni los manjares exóticos de una mesa opípara los que hacen agradable la vida, sino la razón sobria.
Ciertos signos de nuestro futuro se encuentran en la naturaleza. El habitante de Cos observa con atención la salida de Sirio y luego deduce si el año será saludable o insalubre.
Así hablaron confusamente, cada cual como le vino en ganas. No sé qué dijo cada uno en un momento dado. Sólo sé que Platón seguía hablando cuando todos se habían marchado. Todavía escuchaba su voz estentórea que resonaba por los corredores cuando hacía ya un buen rato que me había marchado con los demás y buscaba en el lecho el placentero sueño que sólo promete el rojo setinés. ¡Por Baco, qué ebrio estaba!
(Esto lo escribí el noveno día previo a las calendas de Quintilis, tal como me quedó grabado en la memoria.)
Si me detengo de tiempo en tiempo y miro atrás para seguir las huellas de mi vida, como Narciso su imagen reflejada, obro con la misma preocupación que el orador Marco Tulio, a quien al final sólo movió el temor a que la posteridad lo ignorase o lo calificase de loco en lugar de héroe. Esto por un lado, por otro, el placer de revolver entre las propias hazañas se vuelve embeleso, y hurgo entre ellas como entre guisantes en venta, que desecados y ponderados en sacos abiertos, no despiertan un verdadero deseo de compra sino cuando la rústica que los ofrece mete las manos en los sacos con los dedos separados. Tomadme pues, por una vendedora del mercado, pero tributad a mi mercancía el debido respeto.
Gané mi primera batalla sin derramamiento de sangre, gracias a la propaganda lanzada por mí contra el amante de la egipcia. Los mismos dioses vinieron en mi auxilio y enviaron a Antonio amargos presagios: Pisauro, una de las colonias fundadas por el rival, desapareció bajo el mar durante un seísmo; todos pudieron ver con sus propios ojos cómo brotaba el sudor de una estatua de mármol de Antonio, y no dejaba de manar por mucho que se lo enjugara; en Atenas un huracán derribó una estatua de Dioniso, deidad a la que trataba de imitar como un niño.
Deliberadamente, evité promover una nueva guerra civil, por lo tanto marché en solemne procesión al Campo de Marte, la lanza recién sumergida en sangre en la diestra, y prometí venganza a Belona, la diosa de la guerra. Mi ira no iba dirigida contra Marco Antonio, sino contra Cleopatra, que con sus artimañas había seducido a un valiente romano, obnubilando sus sentidos con drogas e indisponiéndolo contra su propio pueblo. El pueblo entero me respaldó y prestó por libre decisión el juramento de lealtad. A él se sumaron setecientos senadores. Las provincias de Galia, Hispania, Cerdeña, Sicilia y África se pusieron de mi lado. No obstante, la superioridad de Antonio, mi verdadero adversario, se me antojaba enorme. Sólo pensar en la grosera desproporción de nuestras fuerzas, me revuelve las entrañas aún hoy: yo contaba con doscientos cincuenta naves de guerra, Antonio con quinientas; tenía a mi disposición una infantería de ochenta mil soldados, el enemigo de cien mil. La caballería integrada por doce mil hombres era igual en ambos bandos.
Toda mi esperanza residía en un terreno que hiciera menos evidente la desproporción, así pues, desafié a Antonio y le propuse que viniera a mi encuentro y al de mi ejército a una distancia de la costa equivalente a la que un caballo pudiera cubrir al galope en un día. El enemigo y su amante exigieron en cambio un combate naval. Nos enfrentaríamos en Farsalia, donde ya habían medido sus fuerzas el Divus Julius y Pompeyo. No reaccioné.
Mi buen Agripa, caro amigo, a ti, sólo a ti debo la dicha de la victoria, pues mientras yo titubeaba aún, mientras mi cuerpo se retorcía como el de una víbora asustada, tomaste la decisión y con una parte de la flota pusiste proa a la provincia griega donde acechaban Antonio y Cleopatra. Sin embargo, no fuiste a tomar el toro por los cuernos ni atacaste su campamento frente a Accio, sino un punto de apoyo en el sudoeste, lo cual puso de cabeza su estrategia, y el agresor se convirtió en defensor, pues, en la lejana Aquea, Antonio y Cleopatra necesitaron poderosos refuerzos para mantener a un ejército y una flota de tal magnitud. Por consiguiente, apartaron la vista del oeste, donde yo tenía a mi disposición la mayor parte de la flota y del ejército, y trataron de echar a Agripa del sur. Según lo habíamos convenido, esa sería la señal para que yo levara anclas. Rápido como viento favorable, crucé con mis naves el mar Jónico, pero todavía no habíamos desembarcado en Epiro cuando fui presa del miedo al divisar en el horizonte la flota del enemigo. No pude contener mis necesidades como en los días previos y pensé en emprender la retirada. Súbitamente, el viento rápido se tomó en tempestad y por varios días ya no se pudo pensar en una batalla. Por fin, en las calendas de setiembre, amainó el temporal. Agripa me alentó y me informó acerca de circunstancias inauditas en el campamento del enemigo: numerosos desertores y una fiebre galopante que habría diezmado las tripulaciones de las naves. Sin embargo, desconfié de él, creí que pretendía engañarme con sus discursos, hasta que comprobé con mis propios ojos que en la otra orilla eran incendiadas las embarcaciones por falta de tripulación. Entonces cobré renovado coraje.
Читать дальше