Hicimos correr la voz que Ticio y Planeo habían traído a Roma el testamento de Marco Antonio. Enrollamos un pergamino en blanco, lo sellamos con ilegibles sellos de alfareros, como los que traen estampados en su parte inferior los productos de alfarería egipcia y, de acuerdo con la antigua usanza, Planco entregó el documento a la custodia de la suprema vestal. Proseguí luego con el plan: exigí a la sacerdotisa mayor la entrega del escrito y la amenacé con la fuerza si no me permitía echarle una mirada. ¡Júpiter, una lograda jugada de ajedrez! Trémulo de ira me presenté ante el pueblo, (Fedro, el actor de los altos coturnos, no podría haber realizado una mejor actuación), fingí el espanto que hace presa de todo verdadero romano cuando se entera de una traición a la patria. Con mirada horrorizada, mientras señalaba con los dedos separados mis ojos que jamás habían visto el mal, dije que hube de reconocer la última voluntad de Marco Antonio, una vergüenza para él que se mostraba como salvador de la patria, pero una humillación para el Senado y pueblo de Roma.
Enseguida hice una relación de todo cuanto se nos había ocurrido en el baño de vapor para calumniarlo, difamarlo, ensuciarlo, denigrarlo ofenderlo, exponerlo y deshonrarlo. En caso de que Antonio muriera en Roma, dije, ha dispuesto que sus despojos sean paseados por el Foro en solemne cortejo y luego enviados a Cleopatra, a Alejandría. Abucheos. Pero, continué, si encontrara la muerte en el este, su cadáver no deberá regresar a Roma, sino recibir sepultura en Alejandría. Gritos de protesta: ¡Traidor! ¡Renegado! Proseguí: los hijos que engendró con Cleopatra han sido instituidos como herederos del imperio en el este, despojando de este modo a Roma de sus posesiones, y, por último, prometió a Cesarión la herencia del Divas Julias.
A partir de ese día le quedaron muy pocos amigos a Marco Antonio en Roma y yo tuve repentina conciencia del enorme poder que puede entrañar la propaganda hostil. Una boca infamante bien dirigida remplaza a diez mil espadas.
Ebriedad. ¡Por Baco, no puedo escribir!
Yo, Potibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de la escritura, comprendo en este momento, cómo se engendró ese odio abismal que separó a Augusto y a Antonio, y, a mi juicio, todo romano debiera enterarse de esto. Pero también comprendo en este momento que, por su disposición, el divino era todo menos general y estadista, y que los dioses lo colmaron de dicha. Si bien expuso todo esto en los pasados días con claro pensamiento, sin escatimar en autocrítica, de repente sus sentidos volvieron a obnubilarse. Ha empezado a beber, lo cual no le conviene y lo sabe. ¿Por qué lo hace? Balbucea y pelea con hombres invisibIes, pero de súbito arguye con palabras bien hilvanadas y yo me pregunto si está realmente ebrio o si su borrachera es fingida. Los hombres con los que dialoga están todos muertos:
Con Cicerón, Platón, Epicuro… ¡Ninguno de ellos se encuentra ya entre los vivos! Sin embargo, el adivino parece entender su lenguaje.
En noches solitarias invito a hombres sabios a participar de mis orgías: no sólo a aquellos con los que comparto mis pensamientos y cuya palabra entiendo, sino también adversarios y oponentes, cuando se trata de experiencias de la vida y asuntos del Estado. Platón es uno de esos intrigantes que se cree nueve veces la calva más inteligente de Atenas, pues todo lo sabe mejor y ninguna otra opinión es válida a su alrededor, menosprecia hasta el rojo vino setinés en favor del aguado vino de Cos, que se vende a mitad de precio, y para todo encuentra un fundamento. No me agrada.
Anteayer se trabé en ruda disputa, pues el calvo de Atenas se encontró con Epicuro proveniente de la isla de Samos y Cicerón de Tusculum. Fue una larga velada y todavía me zumba la cabeza, en parte por el vino y en parte por las recias discusiones. Ya el brindis horaciano con que inicié la comissatio nos dividió violentamente, pues cuando alcé la copa de rojo setinés en honor de los dioses y pronuncié las palabras: Nunc est bibendum, nunc pede libero pulsanda tellas !, cuando ofrecí more graeco , es decir, beber vino puro, Platón arrojó a un lado al magister bibendi como el cíclope de un solo ojo a los compañeros de Ulises, echó pestes contra la esclavitud romana que no se detenía siquiera frente a la copa, y dijo que prefería el zumo de uvas de la isla de Cos, mezclado con agua de mar, según la antigua costumbre, pero luego bebió bastante y no del griego.
Epicuro rió. Rió mucho y a sonoras carcajadas, aun de cosas aparentemente serias. Rió con alegría, con entusiasmo, desdén, indignación y timidez. Sólo él rió, si recuerdo bien, a pesar de su intenso dolor de vejiga, y aun cuando sólo mojó los labios en su ciato.
– Es un loco -dijo Epicuro- quien te aconseja llevar una bella vida en la juventud y buscar un bello final en la vejez, no sólo porque la vida es igualmente digna de vivirse para el joven y el viejo. La preocupación por una bella vida es la misma que por una bella muerte. Pero los más desdichados son aquellos que proclaman que no quisieran haber nacido o, puesto que ya están en este mundo, ansían la muerte. Nada les impide tomar en serio su discurso, pero son palabras huecas que nadie quiere escuchar. Convenceos -prosiguió-, que la muerte no puede haceros nada, pues el bien y el mal, lo bello y lo espantoso son cosa de la sensibilidad Pero en la muerte no se siente nada. Este es el motivo por el cual el verdadero descubrimiento de que la muerte no puede hacemos nada, también nos convierte en placer lo efímero de la vida, no porque añade a la vida un tiempo eterno, sino más bien porque nos hace añorar la inmortalidad.
Yo escuchaba.
Entonces empezó a hablar Cicerón, con grandes aspavientos, como era su costumbre: – Quien ha traspuesto una vez los límites de la modestia, debe ser verdaderamente inmodesto. En mi alienta siempre la esperanza de un poco de inmortalidad, que la posteridad me recuerde más allá de mi muerte. Por esta razón recurrí a Lucio Luceo, el hijo de Quinto, con quien espero ver glorificado mi nombre en una obra suya (creo que no es un deseo censurable). Luceo me la propuso varias veces. Cuando tenía prácticamente concluida su historia de la guerra de los confederados y la guerra civil, recordé que, a modo de continuación de los acontecimientos, quería referirse a mis hazañas, pero no entrelazándolas con la otra exposición histórica, sino en una obra aparte. ¿Acaso Calistenes no trató por sí solo la guerra de Focea, Polibio la de Numancia y Timeo la de Pirro, sin relacionarlas con la historia corriente? Objetivamente no tiene gran importancia, pero sí la tiene en el aspecto personal: libra de la larga espera hasta que Luceo llegue por orden cronológico a mis hazañas, en lugar de comenzar con la salvación del Estado gracias a mi intervención. Mentalmente, ya veo ante mí cuánto más rico y bello parecerá todo, pues he pedido al talentoso escritor que describa mis méritos con más calor de lo que le merezcan a su convicción, y a este respecto dejar un poco de lado las reglas de la historiografía. Luceo opina que la amistad puede apartarlo tan poco del camino correcto como a Hércules la voluptuosidad, lo cual alude a que, en la encrucijada entre la vida regalada y el camino arduo, Hércules eligió la fatiga que conduce a la inmortalidad. Pero yo le encarecí que tuviera en cuenta nuestra amistad y le supliqué que dejara prevalecer aquí y allá un poco más mi amor y no la verdad.
Me sorprendí.
– Mi destino -prosiguió Cicerón- cautivará al lector, pues nada despierta mayor interés que las vicisitudes y la volubilidad de la suerte. Ciertamente, no puedo asegurar que toda mi vida haya sido una experiencia agradable, sin embargo, creedme, leer sobre ella será gratificante. Cuando gozas de seguridad, nada te hace tanto bien como el recuerdo de pasados sufrimientos. Y a aquellos que escaparon al infortunio y contemplan sin pena los destinos ajenos, les causa placer compartirlos. ¡Nombradme a uno a quien la muerte de Epaminondas frente a Mantinea no le haya provocado sentimientos encontrados de dolor y placer! ¡Por Júpiter, no sacó la lanza de su herida hasta que no le aseguraron que su escudo estaba a buen recaudo, sólo entonces expiró libre de ignominia. La suya fue una bella muerte. ¿Y la de Temístocles? ¿Quién no se compadeció de los helenos fugitivos? En cambio, los anales, las tablas de los magistrados interesan a una escasa minoría en comparación con el destino de un hombre importante lleno de amenazas y vicisitudes. El lector pide suspenso y admiración, placer y dolor, temor y esperanza. Aguarda ansioso el final desolador y de este modo encuentra profunda gratificación y rico goce.
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