Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Agripa había fijado la ofensiva para la mañana siguiente y si yo dudaba todavía acerca de si la postergación del plazo no significaría una ventaja para nosotros, quedé convencido cuando al rayar el alba encontré a un desconocido mientras me dirigía del campamento a las naves. El hombre tiraba de un burro. ¡Belona debía haberlo enviado!

– ¿Quién eres tú? – le pregunté.

Sin detenerse, me sonrió y dijo: – Me llaman Eutico, señor, y mi burro se llama Nicón. -Apenas hubo pronunciado esta frase, desapareció junto con su asno. En griego, Eutico significa feliz y se le dice Nicón al vencedor. Ponderé el extraño suceso, reprimí mis miedos, y a la hora sexta, cuando empezó a soplar un viento tibio, nuestros barcos se hicieron a la mar.

Se ha informado mucho sobre la batalla de Accio. Por cierto, en los anales me citan como vencedor, aunque el verdadero héroe de Accio fue Marco Vipsanio Agripa. Con su genialidad innata, el comandante de la flota supo transformar la superioridad del enemigo en desventaja para él. La flota de Antonio no sólo superaba a la nuestra en número de unidades, sino también las naves eran mucho más grandes. Jamás hubiéramos logrado vencer a sus decarremes en mar abierto, pero Agripa recordó la batalla de Salamina, en la cual los helenos en notoria inferioridad de condiciones respecto de los persas, forzaron a estos a luchar en un lugar donde no pudieran desplegar sus efectivos, y se valió del ejemplo. Buscó, pues, que la contienda se desarrollara en el angosto estrecho que forma el golfo de Ambracia frente a la península de Accio. Por así decir, Marco Artitonio y la prostituta egipcia lucharon con la espalda contra el muro, y el estrecho les impidió poner en juego la superioridad de su flota.

Cuando las naves de Cleopatra desplegaron sus velas inesperadamente y se abrieron paso entre los dos bandos de combatientes para poner proa a pleno viento rumbo al Peloponeso, Antonio saltó de la nave insignia que navegaba a toda vela (así me informaron) a un pentarreme, y ofuscado, olvidándose de la victoria, dio orden de seguir a la egipcia en lugar de luchar. ¿Ese era Antonio, el romano, para quien la proximidad de la mujer que lo humillaba y castigaba con su desdén significaba más que la posible victoria? ¿Ese era Antonio, el romano que me odiaba como un enemigo al enemigo, aun cuando teníamos trato de amigos, que era superior a mí en la guerra y no obstante huía como si yo lo hubiera forzado a emprender la fuga?

Alrededor de la hora décima concluyó la batalla y mi botín constaba de trescientas naves. ¡Por Júpiter, no exagero! En acción de gracias, mandé adornar Accio, el lugar de la victoria, con espolones de proa y erigir una estatua al burro y a su conductor, que de tan extraña manera me profetizaron ese triunfo.

Horacio, el amado venusiano, tejió doradas palabras en una de sus más hermosas odas para exaltar la gesta. La guardo en mi memoria, y comienza con loca alegría y alborozo: Nunc est bibendum, nunc pede libero

Ahora debemos beber, amigos,
danzar alegres, cubrir las mesas
de nuestros dioses, al modo Salio
con ricas viandas. Ya tiempo era.

Fuera antes crimen sacar el Cécubo
del barril viejo, cuando una reina
los funerales de Roma urdía
y sus cimientos minaba pérfida.

Una manada de hombres viciosos
la mantenían en su demencia,
y ella, embriagada por la Fortuna,
creyó, propicia siempre tenerla.

Mas cuando el fuego funde su escuadra
su furia cede; brumas ahuyenta
el vino egipcio, se aleja y siente
claros temores: la sigue el César.

Como a la tierna paloma el águila
o a la liebre huida galgo en la estepa
así él la sigue, forzando el remo
y ardiendo en ansia de hacerla presa.

Al volverse la hoja en mi beneficio, salió a luz lo reprochable en esa mujer, pues mientras evitaba al amante y lo mantenía exiliado en una islita desde la cual la capital le parecía inalcanzable, Cleopatra me envió a mi, al vencedor, sus parlamentarios, que suplicaron clemencia como niños. Hábil como la araña que teje su tela, la prostituta me rodeó de zalamería a través de Eufronio, el preceptor de sus hijos. Aunque no era insensible a la boca de miel de las mujeres, tuve presente el desliz de mi padre y deseché las bellas palabras, las adulaciones y los cumplidos almibarados para exigir la entrega de Antonio: si ya no le interesaba ese hombre debía hacerlo matar. La ramera se negó, y entregó a mi liberto Tirso, a quien había encomendado la misión, al ebrio Antonio. Más tarde se dijo que este obró cegado por los celos, porque Tirso había pasado largo rato en los aposentos de la ptolomea, pero en verdad no fue sino un último intento de venganza, ruin, alevoso e inmoral. Lo flageló como a un criminal extranjero y lo fletó en un barco a Roma con las extremidades desechas. Mandó decir que el emisario lo había irritado con su lengua atrevida y su comportamiento altanero. Su desgracia lo tenía furibundo. Si me servía de reparación, me ofrecía a su liberto para que le infligiera el castigo que él había impuesto al mío.

Más y más sátrapas que en otro tiempo habían jurado lealtad a la ptolomea, le volvieron la espalda porque comprendieron que yo, Caesar Divi Filius , había sido elegido por el destino para conducir el imperio. A Herodes, rey de los judíos le correspondió una posición clave en esto. Uno de los más leales del enemigo sobrellevó la derrota de Accio mejor que Antonio, y mientras este se lamentaba y se quejaba de su suerte, el hebreo reunió todas sus fuerzas y buscó la manera de hacer frente al descalabro. En secreto, aconsejó a Antonio que se separara de Cleopatra, que le diera muerte y de ese modo preservara su última oportunidad, pero el mismo dios que me hizo triunfar en Accio, dejó sordos sus oídos y, en consecuencia, Herodes buscó su salvación a mi lado. Se despojó de su corona y vino a mí como un ciudadano ordinario, pero no sin orgullo. Alegó que Antonio lo había hecho rey y por esa razón lo sirvió y no lo hizo con nadie más. Por lo tanto, consideraba como propia la derrota de Marco Antonio. Acudía a mí, con la esperanza de que su hombría lo salvara. Yo, Caesar Divi Filius , habría de probar qué clase de amigo había sido, y de quién lo había sido.

¿No fueron esas palabras prudentes? Le brindé, pues, mi confianza, para que no extrañara a mi enemigo.

Esperé día tras día que la egipcia me entregara a su quebrantado amante, pero nada sucedió. ¿Qué fue lo que dijo el poeta maldito?: Speremus pariter, pariter metuamus amantes .

Ciertamente, debió amar a ese héroe de las mujeres. ¡Por Júpiter, hubiera salvado su cabeza si hubiese abandonado a Antonio a su suerte! No lo hizo y confieso libremente que me defraudó.

El solo recuerdo de esa mujer me ha provocado un derrame de bilis y he regurgitado un humor acerbo y verdoso que ha manchado el pergamino. Quiero concluir aquí… debo hacerlo. ¡Ramera egipcia!

LVII

Jamás me sobrepondré de esa derrota sin lucha que me infligió Cleopatra. Todavía me duele la espina. Dos veces subí a la cuadriga como triunfador con el atavío festivo de Júpiter Optimus Maximus, tres veces celebré el triunfo curul y el Senado me adjudicó más triunfos que yo rechacé, sometí a todo el orbe y goberné con clemencia, pero con esta mujer fracasé. Lo único que por fuerza admiré en ella fue su orgullo que la acompañó hasta la muerte. Sólo los grandes son realmente orgullosos, los pequeños son vanidosos.

Cuando llegue mi última hora quisiera tener el mismo orgullo de esa gran prostituta que aun frente a una muerte segura puso en escena un gran espectáculo, digno de un Esquilo en certamen de trágicos durante las grandes Dionisias. Temo morir una muerte fatua, con cantos plañideros en derredor del lecho mortuorio y ofrendas de humo en los altares, que me peinen el cabello sobre la frente, apliquen carmín a mis mejillas, me aten la barbilla cuando caiga laxa y me ofrezcan una copa de adormidera para lograr la eutanasia. Sería una muerte indigna y estremecedora. ¡Por las sierpes de las cabelleras de las Furias, así sólo muere un nuevo rico, lleno de grasa y de dinero, que ofrece el espectáculo para la parentela, no un Caesar Divi Filius ! ¿No dijo mi divino padre Julio a sus asesinos con voz decepcionada et tu, mi fili , antes de cubrirse el rostro con latoga a la manera de un general y morir de pie? ¡Cuánta dignidad! Nada de luto ni lágrimas, nada de autocompasión, sino compasión por los asesinos… ¡Real grandeza!

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