Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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¿Y la egipcia? No sin envidia e impulsado a decir la verdad sin adornos, quiero narrar la muerte de Cleopatra, tal como me fue informada. ¡Oh, qué agonía, qué óbito!

LVI

Mientras Antonio escribía cartas lacrimosas que sin contestar, yo tomé las fortalezas fronterizas de Pelusio con el apoyo de Herodes y me encontré frente a las puertas de Alejandría. Estaba preparado para librar una batalla, al menos en cuanto al estado de mis intestinos), pero no vale la pena hablar de la toma de la capital. Las espadas no fueron desenvainadas ni se usaron las lanzas. En las calendas de Sextilis entré en ella con mirada de vencedor. Al regreso a Roma, el Senado y el pueblo exigieron que ese día se celebrara cada año con un día festivo, y el mes que hasta entonces se conoció con el nombre de Sextilis recibió el de Augusto en mi honor.

A la victoria sin lucha en tierra, siguió la rendición la flota enemiga, pero en un principio no pude encontrarse a Cleopatra ni a su enamorado amante. Hubo intercambio de noticias entre las distintas localidades, hasta que Diomedes, el escriba, transmitió a los romanos la noticia del suicidio de la reina. La ptolomea había planificado con serenidad el curso de la historia, pues con esa falsa información no perseguía otro fin que enviar a Marco Antonio a la muerte. Su orgullo le impedía, por cierto, buscar la muerte, la admisión de su fracaso, antes que Marco Antonio. Desesperado, tal vez en estado de ebriedad, que él refirió a la sobriedad en sus últimas semanas de vida romano se arrojó sobre su espada. Agonizaba cuando supo que la egipcia vivía y se había encerrado en su mausoleo en el templo de Isis.

El moribundo yacente en su camastro fue mitad mediante una cuerda hasta lo alto del muro.

Presumiblemente, Antonio expiró en sus quiero creer que las últimas palabras de su boca fueron para asegurar que no moría ignominiosamente por cuanto lo había vencido un romano.

Hoy, a cuarenta y cuatro años de esos eventos y cara a cara con mi propia muerte, puedo admitir que el encuentro con la soberana egipcia me causó temor. Habían llegado a mi conocimiento demasiadas noticias perturbadoras, misteriosas e inexplicables de su vida, de modo que me asustaban sus hechizos. ¿Qué debía hacer? ¿Matarla por haber seducido al Divus Julius y concebido un hijo suyo? Eso me pareció brutal e impropio de un hombre de paz. ¿Aherrojaría y pasearla por Roma en señal de triunfo? Hubiera sido una afrenta para el prestigio de mi divino padre. Ciertamente, podía desterraría como a mi hija Julia o meterla en un lupanar, pues ese era su verdadero lugar, pero todo hubiera creado mala sangre y la certeza de que un día volvería a asediarme.

Antes de partir a Roma hice cundir una noticia de la mayor infamia, según la cual la arrastraría triunfante por toda la capital del imperio, pues estaba seguro que Cleopatra se adelantaría y escogería el suicidio. Mandé a Epafrodito, su guardián, que se mostrara ciego, sordo y mudo si a la egipcia se le ocurría coger un puñal. Estaba convencido que lo elegiría si decidía acabar con su vida, pero después de su espectacular suicidio supe que ya lo había preparado con bastante anticipación y que había probado el efecto de varios venenos en animales y hasta en esclavos, según se aseguraba.

En los idus de Sextilis, antes de que subiéramos a las naves, Epafrodito vino a yerme en el campamento portador de una carta sellada de la ptolomea en la cual expresaba el deseo de ser sepultada junto a Marco Antonio. La carta no contenía nada más, pero supe en el acto que Cleopatra había puesto fin a su vida.

Si vivió como una ramera, murió como una soberana, digna del gran Alejandro, su antepasado. Yo que la había evitado en vida, rehusé verla muerta, pero me proporcionaron una exhaustiva descripción de cómo fue hallada en sus ornamentos reales, sonriente, sobre una cama de oro, sin huellas ni señales de haber luchado con la muerte que le procuró una sibilante áspid metida en un cántaro en el cual la reina sumergió su brazo sin que los guardianes lo advirtieran. De este modo puso fin a sus días según su deseo, no el mío. Horacio cantó con estas palabras tan orgulloso óbito que yo le envidio:

Pero ella quiere morir más noble.

Ni ante el acero tímida tiembla

ni con su nave rápida

busca orilla que la defienda.

Corre a su alcázar. Sereno el rostro

ve su desastre. Con entereza

coge las sierpes y al pecho aplica

las sucias bocas que la envenena.

Muere arrogante, como ella quiere

no en nave extraña, ni entre befa

de vencedores llevada en triunfo

como una humilde mujer cualquiera.

Yo, Imperator Caesar Augustus Dlvi Filius, me pregunto: ¿quién cantará mi muerte?

LV

Hoy, con la distancia que dan los años, la despreocupación con que emprendí la aventura egipcia yace oculta bajo las arrugas de mi rostro y el espejo delata la desaparición de mi sonrisa, el brillo de mis ojos y un frío cinismo. Hoy, la victoria de Accio y la toma de Egipto se me antojan incomparablemente más importantes que en aquel tiempo, y no pocas veces juego con la suposición: ¿qué suerte hubiera corrido Roma, si no hubiera sido yo el vencedor y sí Antonio y su meretriz?

Júpiter (aquí vuelvo a vacilar), porque no serían invocados los dioses romanos, sino Amon, Mut y Chons, esos dioses vacunos y caprinos que, no me atrevo siquiera a pensar en ello, se aparean con toros, mientras que otros preñan a sus hipopótamos o los hacen derivar río abajo despedazados según la voluntad divina, para preocupación de la amante hermana y esposa. ¡Por la barba trenzada de Osiris! ¡Qué abyecto pensamiento, invocar al vendado juez de los muertos en lugar de Baco con su tirso! Amón hubiera desplazado a nuestro Júpiter Capitolino, en lugar de recibir ricos presentes, los romanos deberían pagar duros tributos, la pobreza dominaría el territorio itálico y no quiero ni pensar en mi propia suerte. Para desventaja de Roma, Atenas alcanzaría nuevo prestigio en razón al idioma común con la capital alejandrina y sus antepasados comunes. Roma sería provincia al borde del imperio, comparable a la desesperada Cartago en su ocaso. Nuestro actual orgullo de ser un vir vere romanus , equivaldría a una ignominia y escupirían la tierra al escuchar el nombre del Caesar Divi Filius . En lugar de describir la misión del troyano Eneas, el antecesor romano que por voluntad de Júpiter fundó un imperio de moral y orden, Publio Virgilio Marón hubiera hablado de la historia familiar de los Ptolomeos, obligado a ser un adulador. ¿Y Horacio Flaco? No hubiera vertido en el papel ni una Carmen, ni una sátira, pues Horacio aspiraba la dicha de ser romano como el aire embalsamado de su Sabinum. Sólo de este modo llegó a ser uno de los más grandes. Pero la grandeza, el único concepto genuino que siempre estuvo relacionado con Roma, hubiera sido relegada, escarnecida, prohibida en favor de la arrogancia ptolomea.

Yo, por el contrario, Caesar Divi Filius, después de mi victoria puse al país del Nilo bajo las órdenes de un praefectus Aegypti , permití que el pueblo conservara a sus deidades de cabeza de toro y sólo castigué con la pena capital a aquellos que me hubieran puesto en peligro o representaban una amenaza para el futuro del Estado romano. Nadie, ni siquiera mis enemigos, pudo reprocharme que mandara matar al bastardo, Ptolemaios Caisar Theos Philopator Philometor (¡qué horrible suena ese nombre!) cuando huyó de mi gente. Es posible que haya sido el hijo carnal de mi divino padre Julio o no (jamás lo creí seriamente), pero no dejó de ser lo que siempre fue, un Cesarito. A Antulo, el hijo mayor de mi adversario, lo hice decapitar, aun cuando buscó refugiarse junto a la estatua de mi divino padre, no por ciega sed de venganza, sino por temor a que conspirara contra mí. En cambio respeté la vida de sus otros seis hermanos que fueron criados por Octavia junto a su propia familia.

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