Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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A mi regreso, los romanos me colmaron con sus interminables aclamaciones. El tercer día anterior a los idus de Januarius cerré las puertas del templo de Jano, en señal de paz en todo el imperio y al llegar el verano me tributaron un triple triunfo: el dálmata, el de Accio y el de Alejandría. En ese momento empezó realmente la Era de Augusto, si bien este título no me fue otorgado sino dos años más tarde, una época ligada siempre a los conceptos de bienestar y paz, concordia y felicidad, justicia y disciplina. El imperio estaba pacificado, por lo tanto, podía dedicarme a la reorganización del Estado y cargar sobre mis hombros los destinos de Roma, como Eneas el escudo.

¡Misión nada fácil para un hombre de treinta y cinco años que llama a su madre Saturnia Tellus! La tierra itálica engendró muchos hijos e hijas, pero los menos siguieron mi ejemplo. Yo ambicionaba un imperio universal según el modelo de mi divino padre Julio o del gran Alejandro, quienes alimentaban el sueño de llevar las insignias más allá de los hitos que demarcaban las fronteras. Por cierto, hoy me pregunto si un Imperium Romanum más pequeño, no hubiera sido más dichoso.

¿Pero qué podía hacer? Reuní lo que Antonio había regalado y dilapidado con desmedida prodigalidad. Chipre y Cirene volvieron a ser provincias romanas. Restituí la independencia a las ciudades fenicias de Siria, al igual que a Ascalón y Calcis. Dejé contento a Herodes al devolverle sus plantaciones de balsameros y Palestina por añadidura. Asimismo, se permitió a Femetalces de Tracia y a Deiotaro de Paflagonia conservar sus reinos. El rey Amintas recibió Isauria y la Cilicia tracia que Marco Antonio había regalado a su amada, y a Arquelao le dejé su reino de Capadocia.

Busqué establecer los límites del imperio según la naturaleza, no según los mapas y menos aún según la voluntad de los estrategas. En el norte y en el sur me los fijaron las estepas y los desiertos, en el oeste el océano, y en el este el más grande de los ríos: el Eufrates. Por esa razón dejé en paz a Artajerjes de Armenia y a los partos, aun cuando todavía tenían en su poder las águilas imperiales que Craso había perdido en Carras, pues se me antojaba más importante un imperio pacificado que una comarca del mapa que retuviera nuestras águilas.

LIV

¡Júpiter, me han descubierto! El perspicaz Tito Livio, que me visita regularmente para discutir conmigo sobre la historia de Roma, señaló la corcova sobre mi dedo mayor y dijo: – "La huella de la pluma delata al escritor."

Al principio alegué no comprender y le pregunté cuál era el significado de sus palabras, pero por toda respuesta Livio puso su mano junto a la mía y entonces observé que la zona deprimida de mi dedo no se diferenciaba en nada a la del suyo.

Una sonrisa astuta dibujó cien arrugas en su rostro viejo cuando dijo:

– ¡César, no irás a quitarle el pan a un anciano historiador!

En boca de ese hombre que escribió la historia del imperio en más de cien libros ab urbe condita , aquellas palabras sonaron a burla y no me pareció oportuno mentirle al viejo (¡Júpiter, yo le llevo tres años!). Posé mi mano sobre su boca en señal de que jamás habría de repetir lo que iba a confiarle y luego le hablé de mi ímprobo trabajo.

– Lo sabía, no puedes engañarme, César – dijo Livio, y al percatarse de mi perplejidad añadió-. Puedo reconocer tu actividad aun sin ver las huellas en tu mano, lo reconozco en tu silencio.

– ¿En mi silencio?

– Los escritores guardan silencio, callan respecto de las cosas sobre las cuales antes hablaban con deleite, pues el silencio es la etapa previa a la escritura. Contempla tan sólo a los párvulos que luchan con el estilo. Cada uno de sus intentos de escribir va precedido por un breve silencio. Es un instante de concentración de las ideas. Tú, César, tenías predilección por hablar de la muerte, la hora de morir, la vida después de la muerte, pero desde hace unas semanas no mencionas ese tema. ¿Qué mayor evidencia de que estás escribiendo sobre el particular?

Revelé pues al sagaz pataviés *el enigma de mis postreros cien días y expresé mis reparos acerca de si valdría la pena escribir para la posteridad, si bien era saludable para mí.

¿Valer la pena? Livio sonrió. Dudaba que él estuviera haciendo algo que valiera la pena cuando describía la historia del pueblo romano desde un principio, ni osaba afirmarlo sin dudas, pero le causaba una profunda satisfacción conservar los comienzos de Roma y, si su nombre permanecía ignorado entre el gran número de historiadores, la fama y la grandeza de aquellos que opacaban su nombre sería su consuelo. Así habló el hombre que, locuaz como Cicerón e impetuoso como Demóstenes, conservó con rigor aqueo los acontecimientos de la historia romana, desde el desembarco de los troyanos en suelo itálico hasta la batalla de Accio.

No lo amo como a Agripa, pero me merece enorme respeto y lo llamo mi amigo. Ciertamente, no es un ardiente adepto de mi política y jamás ocultó sus ideas republicanas; por su juicio acerca de Cneo Pompeyo lo llamo a veces “pompeyano” en tono de mofa, pero sus escritos son insobornables frente a la propia convicción, y ni los hombres más acaudalados del Estado fueron capaces de desviar el fluir de su pluma, ya fuese por vanidad personal o por el afán de hermosear en su beneficio los hechos del pasado.

Sólo los débiles prohíben las ideas, y donde las ideas son prohibidas, el Estado se vuelve enfermizo. ¿Acaso el Divus Julius , mi divino padre, no me dio un luminoso ejemplo? No contestó con discursos infamantes el escrito de Cicerón, en el cual pone a Catón por el cielo, sino que reaccionó con una sobria réplica. Envidio a Livio su fama irreprochable que trajo a Roma hombres de Gades y Tarso, sólo por encontrarse con él una vez. El César tiene muchos admiradores, pero el número de sus enemigos, que me obliga a rodearme de una guardia personal de mil custodios, no es menor. Livio, en cambio, no necesita guardián personal aunque nuestro quehacer es el mismo. Ambos amamos nuestro Estado, él al esclarecer el pasado para mostrar qué es lo digno de imitar hoy para el propio bien o el del Estado, o qué puede ser evitado después de desdoroso comienzo y terrible final; yo, al encauzar el presente, según el ejemplo de nuestros antepasados a quienes Livio ha descrito con tanto acierto.

Tampoco es un secreto que él no me ama sino que me respeta. Desdeña todo principado y llama la atención sobre doscientos cuarenta años de reinado romano, que siempre hizo infeliz al pueblo, y ni que hablar de ejemplaridad. Así, ninguno de los reyes que alguna vez gobernó Roma sale bien parado, ni el primero ni el último, pues el crimen, el homicidio y la violencia son sus constantes acólitos. Empecemos con Rómulo. Fue el primero en surgir de un acto de violencia cometido por Marte con la vestal Rea Silvia. A su vez, se libró por la fuerza de su hermano gemelo Remo y aun en tiempos de paz, sabe informar Livio, se rodeaba de trescientos custodios armados. Con fina ironía, duda de las oscuras nubes que habrían envuelto al rey como manto protector para llevarlo al cielo. Ya en aquellos días, dice, hubo gente que "murmuraba por lo bajo" que Rómulo había sido asesinado. No fue diferente la suerte corrida por Tarquino, el último rey. Abusó de la manera más ultrajante de Lucrecia, la esposa de un amigo, y la amenazó con la espada si no se sometía a sus caprichos. La mataría y dejaría en su lecho el cuerpo desnudo de un esclavo recién estrangulado y todos creerían que la había sorprendido en flagrante adulterio. Semejante amenaza venció la resistencia de la virtud, pero después que la desdichada indicó a su esposo las huellas del extraño en su propio lecho, se quitó la vida con un puñal. Esta fatalidad conmovió a los romanos más que la propia desventura, pues el rey convirtió a los soldados y trabajadores libres, en canteros y esclavos. En consecuencia, lo desterraron junto con su familia y lo asesinaron para vengarse de él.

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