Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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El combate naval de Milea significó cuantiosas pérdidas para ambos bandos y no hubo vencedores, Sexto Pompeyo forzó una decisión y nuestros parlamentarios convinieron una batalla naval en la bahía de Nauloco. Cuando Agripa me explicó sus planes ofensivos, hube de morderme la lengua para no ordenarle la retirada. El miedo obnubiló mis sentidos, me desvanecí apenas iniciado el combate como presa de una enfermedad mortal y quedé tendido en el suelo, con los ojos abiertos como un branquífero jónico. La noche de mi desmayo me pareció eterna, hasta que me despertaron gritos de júbilo.

Sin embargo, el regocijo por el triunfo obtenido no logró amortiguar la iniquidad sufrida. En consecuencia, juré por Marte evitar la guerra en todo lo que me quedara de vida. Aquellos que me tienen inquina lo han atribuido a cobardía, y tal vez tengan razón, pero los superan en número los que aseguran que yo soy un hombre de paz y jamás intenté sacarlos de su creencia. Pero la vejez y la mentira no se llevan bien. Quiero confesar por propia voluntad cuánto admiré la estrategia militar de mi divino padre Cayo Julio César, sus guerras y sus victorias, y no menguará mi prestigio frente a la posteridad si admito que las expediciones conquistadoras del gran Alejandro me impresionaron, y nada me ha parecido más digno de aspiración que llevar las insignias de campo romanas hasta el Indo y el Ganges, dejando en la arena la huella cruenta de una fuerza indomable. Lamanteblemente, los primeros intentos fracasaron cuando reconocí que la sola idea de la sangre y los dolores, secuelas inevitables de la guerra, me invalidaba para la lucha.

Por lo tanto, de todos los títulos honoríficos que el Senado y el pueblo me han otorgado a lo largo de mi vida, el de imperator es la mayor zalamería, pues jamás fui general. El sentimiento de mi excelsitud nunca me hizo dudar de lo justo de la divinidad: yo soy Augusto, el excelso, yo soy pater patriae, el padre de la patria, pero del título de imperator siempre me separó un mundo. En aquel entonces, cuando después de ganada la batalla me fue conferido por aclamación el titulo de emperador, recibí el honor agradecido, pero temeroso del papel que haría si llegaba a conocerse mi comportamiento durante las operaciones. Por esta razón, me despojé del nombre Cayo y reconocí el titulo honorífico imperator como praenomen imperatoris. En consecuencia, adopté la denominación imperator en lugar de Cayo.

Nos habían quedado diecisiete naves…

Aquí voy a suspender la escritura. Un rumor extraño en mi vientre promete aliviarme de mi estreñimiento.

LXIV

Estreñimiento.

LXIII

Exoneración.

LXII

De mis sentidos decadentes, el olfato parece el menos afectado, pues el hedor producido por mis excrementos acumulados durante tres días, me ha impedido volcar en el papel mis pensamientos, hasta que inesperadamente moví los intestinos. En un comienzo, al arreciar las contracciones, su asqueroso flujo fue incontenible. Bueno, Musa facilitó las labores previas con bebidas aceitosas. Para mí, que desde hacía días me pesaba el abultado abdomen como una roca, el acontecimiento fue una liberación. Ahora puedo concluir lo que la evacuación interrumpió de manera tan brusca.

De la temible flota de Sexto Pompeyo habían quedado diecisiete naves, con las que el rebelde escapó a Mitilene, en la isla de Lesbos. Desde allí se dedicó a asolar el Mediterráneo oriental y se convirtió en enemigo de Marco Antonio. En su séquito se encontraba entonces Marco Ticio, un personaje fluctuante en lo concerniente a sus ideas políticas, un hombre que ora estaba de este lado, ora de aquel, según quien le ofreciera las mayores ventajas. En esos días era partidario de Antonio, gobernaba la provincia de Asia por su encargo y tenía orden de impedir que Sexto Pompeyo se pasara al bando de los partos con el lastimoso resto de su flota. El rebelde lo intentó de todos modos, cayó prisionero y fue ejecutado por orden de Antonio.

Aquel Marco Ticio, ejecutor de la condena, se volcó a mi lado poco después junto con su tío Planco. Ambos alegaron haber sido ofendidos en su honor por Cleopatra. De hecho, hablaron del honor, una palabra que sólo conocían de oídas, pero a mí no me preocupaba mucho, por cuanto ambos me eran de gran utilidad para los planes que tejía contra Marco Antonio.

El mal olor me impide pensar. Livia mandó asperjar agua perfumada y rehúsa entrar en mis aposentos. Invaden el palatium repugnantes miasmas, que, comparadas con la fetidez de cualquier lupanar del circo, se diría de esta que proviene de un florido prado en primavera.

LXI

Noches cálidas. Me he retirado a un cenador, custodiado por dos pretorianos. La lamparita parpadea acogedora. El estridente chirrido de las incansables cigarras, mezclado con el rumor de la algazara circense que llega hasta aquí, me lastima los oídos. ¿Será realmente el último verano que me concederán los dioses? Siempre he preferido el verano a las demás estaciones. La primavera y el otoño (ni que hablar del atroz invierno) sólo puedo soportarlos con mucha vestimenta de abrigo y trapos para envolverme las piernas y los brazos. Más de una vez creí que me quedaría congelado, cuando entumecido por el frío inclemente no lograba realizar movimiento alguno con mis miembros. Hoy, en cambio, envuelto en cálidas mantas, me siento rodeado de bienestar.

El caos del Estado sigue siendo un espejo de sus conductores. Al recordar los días de mi primera edad viril reconozco la desorientación por todos lados, si bien en gran medida, se mantuvo oculta al pueblo al menos en cuanto se refería a los asuntos privados de sus gobernantes. Quiero decir que la crisis del Estado son en su origen crisis personales de los dirigentes. Si en aquel entonces yo, Antonio y Lépido, hubiéramos gozado de aquel equilibrio anímico que Epicuro llama la dicha suprema, los destinos del Estado hubieran seguido otro derrotero. Por el contrario, a la cabeza del Estado no hubo sino tres individuos caóticos, yo incluido. A duras penas, y en vano, tratamos de aferrarnos el uno al otro mediante pactos y alianzas, como si estas tuvieran la virtud de convertir en amigos a los enemigos. Lo correcto es lo contrario: las alianzas se celebran entre enemigos, pues los amigos no necesitan de pactos.

Yo, Imperator Caesar Divi Filius , Antonio y Lépido buscamos nuestra salvación en el triunvirato que renovabamos esperanzados cuando surgía una nueva crisis. Esto me recuerda la conducta de ese tonto animal que al acercarse un enemigo esconde la cabeza porque de ese modo cree tornarse invisible. ¡Júpiter, qué ingenuo fui al participar de ese juego pueril! ¡Pero decidlo a un joven de veinticinco años, que sobre los fundamentos de su confusa juventud se propone erigir un nuevo edificio estatal!

Yo era el menor en aquella constelación trina. Antonio hubiera podido ser mi padre y Lépido mi abuelo y naturalmente, el intento de anudar nuestro destino personal mediante lazos familiares tuvo un deplorable fracaso. ¡Como si los hijos y los sobrinos pudieran quitar del camino las piedras que se echaron recíprocamente a los pies de sus padres y tíos! De nada servía que cada cual estuviera ligado con todos por lazos de parentesco: Lépido era el suegro del hijo de Antonio. A mi me correspondía el lugar de yerno de Antonio; Junia, la esposa de Lapido, era hermana de Bruto y cuñada de Casio, los que mataron a mi divino padre Julio. Según ha llegado a mis oídos, Junia, la cuñada, vive aún y me aventaja en edad unos cuantos años. Se dice que logró reunir una gran fortuna. Hubo más uniones familiares, pero no quiero abundar en el tema para no acrecentar la confusión y, entretanto, los parentescos por elección han aumentado en esta ciudad. Estos parentescos asfixiarán a Roma.

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