Si afirmo que el caos del Estado es siempre consecuencia de la propensión al caos de sus conductores, estoy dispuesto a probarlo: ninguno de nosotros tres, a quienes nos fue confiado el gobierno del Estado, provenía de hogares en los cuales las relaciones familiares fueron intactas. Nuestros matrimonios no nacieron del corazón, sino de nuestros cerebros, y es preferible no concertar jamás las uniones. En realidad, Sila debiera habernos servido de ejemplo admonitorio. No desposó mujeres sino familias, se separó de su tercera esposa para vincularse mediante un cuarto connubio a la poderosa casa de los Metelo (no sólo con la noble Cecilia Metela). Pero todavía no ha Uegado la era en que los hombres aprenderán la lección de la historia.
¿Qué sucedió? Me separé de Escribonia cuando no llevábamos aún un año de casados, aunque me dio una hija. En aquel entonces, ya intuí que esta criatura no podía ser sino un retrato de su disoluta madre, cuya vida depravada no podía soportar por más tiempo. Antonio no me fue en zaga y repudió a mi hermana Octavia, aunque le debía el nacimiento de una hija y la prolongación de nuestro triunvirato. Por esta razón, no puedo hacerle ningún reproche, aunque lo lamente por mi hermana que no obró por Otros motivos que los que yo tuve. Afortunadamente, yo hice luego una maniobra feliz al casarme con Livia Drusila, la hija de Marco Lucio Druso Claudiano, aun cuando los dioses me negaron un descendiente de sus entrañas. En aquellos días se rumoreó que mi único propósito al casarme con Livia había sido vengarme al mismo tiempo de tres enemigos: de Sexto Pompeyo, con quien en su momento estuvo vinculada en Sicilia; de Marco Antonio que la había acompañado a Aquea, y de Tiberio Claudio Nerón, su marido, de quien se separó embarazada. ¡Por Venus y Roma, es la verdad! No obstante, estoy agradecido a los dioses, porque Livia es una mujer maravillosa.
¿Y Antonio? Se echó al cuello a la reina prostituta de los egipcios, que dominaba todos los idiomas, no sólo el nuestro. En el lecho le quitó ciudades florecientes y puertos estratégicos que los legionarios ganaron en dura lucha. Lo conminó a devolverla a las antiguas fronteras del reino egipcio y Antonio obedeció, dócil como un niño. Sunt pueri pueri, pueri puerilia tractant . El calor de su cuerpo sensual le hizo olvidar el motivo que lo había hecho partir rumbo al este. Mal preparado y ya demasiado avanzado el año, inició por fin su expedición para enfrentar a los partos.
La empresa fracasó. Ocho mil legionarios romanos perdieron la vida, pero el puerco mandó decir a Roma que había salido victorioso. La derrota fue conocida cuando solicitó refuerzos y nuevos soldados (nuestro pacto se lo permitía) pero no le hice caso a su petición, es decir, le envié un puñado de legionarios como muestra de mi buena voluntad y le negué un contingente más numeroso de tropas so pretexto de tener que contrarrestar las amenazas de las tribus ilirias a las fronteras de nuestro imperio. Además, debía enfrentar la hostilidad de Lépido, no conforme ya con la provincia de África y codicioso de mis dominios.
Como un marino en aguas ignotas sondeé hasta dónde podía ir, y en esto Cleopatra se convirtió involuntariamente en mi aliada. Retuvo a Antonio en el este y su prolongada ausencia de Roma diezmó día a día a sus partidarios en el Senado. Al principio este cuerpo le confirió el titulo honorífico de imperator , pero pronto dudaron de sus triunfos militares. Yo me encargué de atizar esas dudas, pero me faltó la oportunidad para declararlo hostis frente al pueblo y el Senado. Inesperadamente, su prestigio volvió a consolidarse (así lo dispuso el destino), cuando se supo que había conquistado Armenia y tomado prisionero al rey Artavasdes. Lástima que a continuación cometiera un error decisivo: Antonio llevó al soberano capturado a Alejandría y lo arrastró triunfante por la ciudad. Fue la primera vez ab urbe condita que un general romano no celebró el triunfo en Roma. Debía haber perdido la razón. En lugar de desfilar rumbo al Júpiter Capitolino como lo exigía la tradición romana, avanzó coronado de hiedra hacia el templo alejandrino de Serapis, donde Cleopatra lo recibió condescendiente y de este modo privó a los romanos de su entretenimiento predilecto: panem et circenses . Ningún romano se perdía un triunfo. Además, el triunfador tenía la obligación de regalar al pueblo parte de su botín, pero Antonio defraudó a los suyos y prefirió recompensar a los alejandrinos.
También convirtió en reyezuelos a los tres bastardos que engendró con Cleopatra: Alejandro Helio, un niño de seis años fue nombrado rey de Armenia, Media y Partia, un territorio que no había conquistado aún; Cleopatra Selene, hermana melliza del anterior, fue reina de Creta y Cirenaica, y Ptolomeo Filadelfo, el menor de dos años, regiría por voluntad de su padre sobre Siria y los príncipes de la provincia de Asia. Cesarión, fruto del imperdonable desliz de mi divino padre, que a la sazón contaba apenas trece años, fue nombrado "rey de reyes", Antonio llegó a atreverse a af¡rmar que Cesarito era el único descendiente legítimo del Divus Julius . Por supuesto, esto iba dirigido principalmente contra mí y otras eventuales pretensiones sobre la herencia.
Debí haber reaccionado mucho antes, pero la guerra de Iliria me tenía prisionero. A mi triunfal regreso, en el año de mi consulado, me dirigí a Marco Antonio por la vía epistolar para emplazarle un ultimátum: o bien dejaba a Cleopatra y revocaba la distribución de territorios o de lo contrario yo disolvía nuestro pacto y lo declaraba hostis . Irreflexivo, golpeando a su alrededor como un niño a quien se le quita su juguete preferido, el beodo me contesté por escrito. ¿Qué me había dado, para que osara ¡imponerle condiciones? ¿Por qué me alteraba que compartiera su lecho con la reina si, en definitiva, era su esposa? Yo mismo era mucho más inmoral que él. (¡Las cosas que hay que oír!) ¡Como si Livia fuera la única mujer con la que dormía! Me felicitaba si al recibo de esa carta no estaba haciendo el amor con Tertula, Terentila, Rufila, Salvia o Titisenia. (Era Rufila, poseedora de los senos más hermosos.)
Esa carta difamatoria me robo el sobrio raciocinio y ningún poder del mundo es capaz de dominar a las Furias una vez desatadas. Resuelto, como mi divino padre contra el rey del Ponto, socavé el buen nombre de Marco Antonio. De noche hice distribuir volantes por el Foro en los cuales eran enumerados los denigrantes excesos del héroe de las mujeres, su prodigalidad que lo llevó al extremo de rechazar todo adminículo para orinar que no fuera una bacinilla de oro, la circunstancia de estar hechizado por la egipcia y haber entregado comarcas romanas a soberanos extranjeros. ¿Cuándo regalaría Roma?
A pesar de todo, pudo contar aún con un cierto número de adeptos en el Senado, mientras yo entraba en la Curia acompañado de una guardia personal. ¿Por qué he de negarlo? Tuve miedo cuando exigí a los senadores que tomaran una decisión: quien reconociera en favor de Antonio, habría de anunciarlo públicamente y adherirse al esclavo egipcio. Nadie le impediría su partida. Perdí de este modo algunos hombres ilustres, pero logré superior ganancia por la deserción de dos hombres de la parte contraria. Antonio cometió la imprudencia de dejar partir a Roma a Ticio y a Planeo, dos viejos amigos de quienes ya hemos hablado. Ambos detestaban a Cleopatra por haberle hecho perder la cabeza al amigo, según contaban, y resolvieron no regresar a Alejandría. En aquel entonces reinaba en Roma una gran expectativa en cuanto a sus razones, y en el caldarium de las termas el vapor echaba a volar la imaginación. La aversión compartida hizo el resto y los tres forjamos el siguiente plan.
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