Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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El divino Augusto: краткое содержание, описание и аннотация

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Por supuestos lo que se le antojó más digno de imitar fue el desliz de mi divino padre con la reina ramera de Egipto. Para demostrarle su poder, la mandó comparecer en Tarso, y Cleopatra no vaciló en aceptar el desafío. Empleó oro, presentes y toda la magnificencia oriental para impresionar a ese muerto de hambre proveniente de una familia empobrecida y, al igual que a mi divino padre, lo involucró en la más escandalosa aventura amorosa.

Como es sabido, las meretrices de Roma son las más caras del imperio y a más de uno le cuestan bienes y hacienda, pero una prostituta como la ptolomea, que por añadidura paga por sus favores, es algo único en el mundo. Casi podría comprender a Antonio. De todos modos, le prometió su ayuda (los dioses sabrán en qué condiciones) para una campaña bélica que proyectaba contra los partos a fin de vengar la afrentosa derrota de Craso, una empresa que la muerte impidió llevar a cabo a mi divino padre. Así lo atrajo a su capital y Marco Antonio entró en el país del Nilo sin escolta militar, como un simple viajero, para no provocar a los orgullosos alejandrinos.

Muy pronto cundió en Roma la noticia de este romance y Fulvia vomitó hiel y veneno por la escandalosa conducta de su esposo. Circulaba el rumor que fuera de sus atributos físicos no había en ella nada femenino. Aventajaba a los hombres en su ambición y despotismo, más aún, se la tenía por el único hombre de Roma. En su afán por dominar a los que mandaban, Fulvia ya había hecho grandes a dos hombres: a Clodio y a Escribonio, y en Roma nadie dudaba que también había ayudado a subir a su alta posición a Antonio, más dado a embriagarse y entretenerse con mujeres livianas. Por consiguiente, debió considerar una ignominia que la engañara con la reina de los egipcios.

Cleopatra y Fulvia se parecían en carácter y temperamento y no dudé un instante que la romana realizaría los mayores esfuerzos para reconquistar a su esposo. Fue mucho lo que cavilé al respecto, pero hasta que ya casi era tarde no me percaté que su furor se dirigía contra mí. Nadie es tan impredecible en sus actos ni tan ocurrente como una mujer celosa. Fulvia se alió a su cuñado Lucio Antonio contra mí, y proyectaron desencadenar una verdadera guerra civil, seguramente, con la esperanza que tan pronto cundiera en Egipto la noticia del conflicto, Marco Antonio abandonaría a Cleopatra y regresaría a Roma para impedir una lucha abierta.

Gracias a Júpiter, en aquella ocasión reconocí rápidamente la situación y actué sin dilaciones ni titubeos. Obligué a Lucio y a Fulvia a replegarse junto con sus adeptos hacia Perusia y allí, Lucio Antonio se entregó, en tanto Fulvia huyó con su suegra a Grecia donde murió sin mi intervención, ese mismo año.

A menudo las victorias son quisquillas comparadas con lo que le espera al vencedor. ¿Qué podía hacer? ¿Matar al hermano de Marco Antonio? Hubiera encolerizado al triunviro y yo temía más que nadie su ira. Si lo dejaba escapar, habría de temer el escarnio de los romanos por mi clemencia, una palabra desconocida en aquellos tiempos. Opté pues por un tercer camino y perdoné a Lucio Antonio. Después de haberse retractado públicamente y confesado ser la víctima de las maquinaciones de Fulvia, lo envié a la lejana Hispania en una comisión proconsular, pero no tuve contemplaciones con los equites y los senadores que se contaban entre sus adeptos.

Recuerdo ese frío día de febrero en que desfilaron ante mí en interminable columna para escuchar sus sentencias. Algunos me escupieron, otros cayeron de rodillas para implorar clemencia, pero no fui indulgente aun cuando en algunos casos me costó pronunciar la frase que se haría proverbial: "¡Debe morir!" Esto también en César Augusto.

El Senado me otorgó los ornamenta triumphalia por la victoria de Perusia y de este modo me acuñaron vencedor sin que me diera cuenta de cómo había sucedido y los cronistas registraron mi segunda victoria en los anales. Este proceso me llenó de orgullo, pero hoy sé que los días más felices de la humanidad coinciden con las páginas en blanco de los anales.

Demasiado tarde para utilizar a Fulvia, Antonio regresó precipitadamente a territorio itálico apenas oyó hablar de una guerra civil y yo salí a su encuentro, alta la testa orgullosa. Así es, y le pedí cuentas de cómo había podido gestarse una insurrección encabezada por su esposay su hermano. Fue una situación embarazosa para él y después de pronunciar una solemne afirmación de inocencia e ignorancia sobre el evento, solicitó de motu proprio la renovación de nuestra alianza. Todavía nos encontrábamos en Brundisium para concluir los tratados cuando llegó de Alejandría la nueva de que Cleopatra había dado a luz mellizos: un varón y una niña, lo cual llenó de orgullo a Marco Antonio. Yo le dije:

– Tú eres romano y ella una egipcia. No puedes desposarla.

– ¿Quién habla de esponsales? – replicó Antonio-. ¡Por Venus y Roma, si me hubiera casado con todas las que dejé encintas, menudo trabajo hubiese tenido!

– Esa mujer es como el lampazo, piensa en mi divino padre Julio. Tan pronto atrapa a un hombre no lo suelta más, al menos no por propia voluntad. Cuanto más prolongues tus relaciones con ella tanto mayor será tu dependencia. No es demasiado tarde aún. Cuando la gente habla de ti, todavía te nombra Antonio, el romano, pero pronto emplearán otros epítetos, escucharás insultos como alejandrino, Ptolomeo o Cleopatro.

– Muchachito -(sí, Antonio me llamaba muchachito, lo cual me contrariaba y a él no le correspondía hacerlo a pesar de los diecinueve años que me llevaba)-, ¿qué entiendes tú de mujeres? Convengo con Eurípides que mil de ellas compensan la vida de un hombre. Esto significa que no las debes tomar en serio. Cleopatra es una mujer experta en cosas del amor y está dispuesta a compartir su dinero, su poder y su influencia. ¿Pretendes que lo rechace sólo por ser romano?

– Tú no eres un romano cualquiera, Marco Antonio, eres un romano a quien de acuerdo con un pacto se le ha confiado la dirección de una parte del Estado. Eres un romano en quien están puestas todas las miradas y, por inmoral que sea el pueblo, quiere ver moralidad en sus conductores.

Nuestro diálogo fue haciéndose más agresivo. Antonio me llamó fanático y no escatimó zaherirme como era su costumbre.

– Me sorprende escuchar esto de tu boca cuando no se te cae de los labios el nombre de tu divino padre, a quien pones como ejemplo para todo romano. ¿Olvidas que el Divus Julius preparó una ley que le acordaba a él, el endiosado, la facultad de disponer de toda mujer que se le cruzara en el camino y despertara su lascivia? ¿Y quién mandó esculpir la escandalosa estatua de Afrodita que aún hoy decora el atrio del tempo de Venus Genetrix y no sólo ostenta los rasgos faciales de Cleopatra, sino también su pubis y sus senos? ¿Fue mi obra o la de tu divino padre Julio, tan sólo para nosotros un modelo de virtud y moralidad?

¡De mortuis nil nisi bene! -exclamé airado.

– Entonces tampoco hables de Cleopatra -replicó Antonio enojado-. ¿Habrá de fracasar nuestro pacto por una mujer?

– Puedes mantener cuantas concubinas te venga en ganas, de esas que llevan su piel al mercado -dije en un intento de limar asperezas- pero no pagues sólo sus servicios, gratifica sobre todo su reserva. Se dice que las mejores mujeres son las mudas. Para tu casa y el trato cotidiano elige una romana cuyo valor sobreviva a su belleza, no una como Fulvia, con la boca rebosante de hiel y el corazón de rabia, escoge una noble mujer de su casa que represente bien tus asuntos y no te sea ajena cuando estás lejos.

– Dime el nombre de esa mujer excepcional -se burló Antonio.

Y le respondí: -Lo haré.

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