Bruto y Casio, los enemigos declarados de mi padre. Eran menos de temer que Marco Antonio, su amigo declarado. No sin segundas intenciones había rivalizado por el favor de Julio César, luchó con él en las Galias y en los Balcanes, en Farsalia comandó el ala izquierda y en ocasión de las lupercales intentó ceñir en la cabeza de Cayo la corona real que mi padre rechazó. Antonio fue un adulador servil, interesado únicamente en su provecho personal. Cuando consideró llegado el momento de apoderarse del poder, hizo confirmar al Senado sus propias leyes, y creó así el temible equilibrio consistente en provocar miedo y tener miedo que él llamaba politica.
¡Oh, qué personas dudosas se llamaron amigos de mi divino padre!: Lépido, ese flemático afeminado (la víspera de los idus de marzo Cayo había sido su convidado y, aunque en la ciudad proliferaban los rumores acerca de un inminente atentado, y por todas partes le hacían advertencias, Lépido no realizó esfuerzo alguno para protegerlo o retenerlo como hubiera hecho un buen amigo, un verdadero amigo). Creo que Cayo Julio César no tuvo un solo amigo verdadero y confieso avergonzado que yo tampoco lo fui. Antes bien, me hubiera llamado su devoto o su admirador, nada más.
Es el destino de los grandes hombres. La grandeza trae aparejada la soledad. Si los astrólogos me hubieran profetizado en aquellos tiempos que al final de mi existencia de Caesar Divi Filius pasaría las noches en soledad, sin amigos y dedicado a relatar mi turbulenta vida ¿qué hubiera hecho? Seguramente hubiera abdicado, abandonado todos los cargos e imitado a Horacio y a Virgilio en su sueño de una vida bucólica, hubiera vivido mis inclinaciones y obrado según mi propio albedrío, no como esperaban que lo hiciera. Tal vez me hubiese divertido como Antonio con las mujeres lujuriosas de Roma, o pasado mis días entregado al sueño para embriagarme por las noches como Lépido, o embarazado a las esposas de mis mejores amigos como Dolabela, o vivido como Mecenas entre yambos y elegías… Quizá hubiese sido aquel que jamás me fue concedido ser: yo mismo.
Tal como soy, no hago sino buscar el compromiso. ¡Júpiter, jamás fui un genio como mi divino padre capaz de tomar sus decisiones por sí solo y diigirse con certidumbre a su meta! Aborrezco todo lo genial. Los genios no soportan los compromisos y yo los busco. Convine integrar el triunvirato de Bononia con Antonio y Lépido, aun cuando no hubiese necesitado la ayuda del uno ni el apoyo del otro. Cicerón había atacado despiadadamente a Antonio en sus Filípicas , en tanto Hirtio y Pansa, los cónsules, le infligieron tal derrota en Mutina que no vio otra salida que huir a la Galia cisalpina. Lépido, gobernador de las Galias e Hispania, había merecido del Senado la proscripción y, no obstante, acepté celebrar con ambos el pacto de la amistad, porque temía la agitación de los adeptos que ambos tenían todavía en Roma. Nos dividimos el imperio del siguiente modo: a mí me tocó el oeste, a Antonio el este y Lépido gobernó la capital. Fue un compromiso predestinado al fracaso.
Hoy me avergüenzo de ese compromiso porque hizo retroceder a Roma y el imperio a la época de terror de las proscripciones, pero a la sazón contaba sólo veinte años y tenía la inexperiencia propia de esa edad. ¿Qué podía hacer? Cuando pienso en ese año que siguió a la muerte de mi divino padre, me llenan de asco las indignas transacciones que se hacían con los partidarios: si me dejas matar a tu amigo, que es mi enemigo, te cederé a mi amigo, que es tu enemigo, para que lo mates. Homo homini lupus .
En mi desorientación busqué la ayuda de Marco Tulio Cicerón. Por su postura política se le consideraba un ardiente republicano y, en consencuencia, un adversario de mi divino padre, aunque jamás su enemigo. El año de mi nacimiento ya investía el consulado. Busqué, pues, consejo en él y la sabiduría de la edad. En cambio, Antonio, hostigado por Cicerón en sus Filípicas , donde lo tildaba de dictador, exigió la cabeza del gran romano y yo cedí.
¡Qué vil cobarde fui! Cicerón, a quien abandoné en la proscriptio ¿no me allanó el camino a Roma al convencer a los senadores que confiaran los cargos, a mí, un muchacho que en virtud de la ley no estaba en condiciones de asumirlos por mis pocos años? ¿No fue Cicerón quien convenció a inclinarse en mi favor a aquella mayoría de republicanos y adeptos moderados del Divino, sin los cuales hubiese sido impotente? ¡Oh, Cicerón, padre, qué final ignominioso te deparó Antonio! Cercenaron tu cabeza y tus manos. Yo las vi con mis propios ojos en la tribuna de los oradores en el Foro. ¡Qué vergüenza! Derramé lágrimas de dolor y lágrimas de rabia por mi propia impotencia y juré por Júpiter bregar por el poder absoluto para que no se repitiera jamás semejante arbitrariedad. Quiero entregarme a mis lágrimas…
¡Gracias, Jupiter Optimus Maximus ! Escuchad lo que aconteció durante la noche que pasé entregado al llanto. El torrente de lágrimas derramadas por Marco Tulio Cicerón parecía no querer concluir. Mis almohadas quedaron mojadas como las paredes de una tienda con el rocío de la mañana. ¡Cómo he llorado a este grande del Estado que halló tan miserable fin! ¡Cómo peno por él! En mi dolor se mezcló la ira por mi propia cobardía, por mi flaqueza e ingratitud. Jamás vertí lágrimas más ardientes. No pude conciliar el sueño y el zumbido en mis oídos sordos creció hasta semejarse al rumor de la resaca en los acantilados de Escila y Caribdis. Atormentado, metí los pulgares en mis orejas como si el insoportable fragor viniera de afuera. Yací horas enteras en la misma posición, entregado al llanto, hasta que el tenue arrebol de Aurora me envolvió en ligero sopor.
Un anciano necesita poco sueño y a mí me bastan tres horas, pero no había reposado ni la mitad de ese tiempo cuando desperté súbitamente: como si la marea se hubiera retirado de los espumosos escollos, como si hubiese amainado el temporal, no hubo sino silencio a mi alrededor, pero en medio del silencio escuché el gorjeo jubiloso de las aves de policromo plumaje que pueblan el Palatino. ¡Por Júpiter, había recuperado la audición! ¡Podía oír de nuevo!
Cogí por los hombros al pretoriano apostado frente a mi puerta, lo zamarreé y le ordené que me hablara a voz en cuello.
– ¿Qué debo decir, César? -preguntó el amedrentado guardián.
– Di lo que quieras – le contesté-. Todo me parecerá hermoso sólo con que penetre en mis oídos. El pretoriano carraspeó ceremonioso, como un candidato al participar en un certamen de poetas, y mientras yo acercaba un oído más que el otro a su boca, empezó a declamar la oda de Horacio: Solvitur acris hiems , que forma parte de la instrucción escolar de todo romano. Al principio, lo hizo en voz queda, vacilante, pero mis interjecciones lo animaron a recitar con voz plena y sonora. En un primer momento escuché con la alegría propia del niño que recibe un regalo inesperado, pero luego me uní a la estentórea declamación y al unísono concluimos los divinos versos:
El crudo invierno cede ya con la grata
vuelta de la primavera y de Favonio,
las naves que estaban en seco, mojan
de nuevo sus quillas en el rumoroso mar;
el rebaño ya no se complace en el establo
ni el labrador al lado del fuego del hogar;
las praderas ya no están blancas de nieve.
Venus, la diosa de Citera vuelve a dirigir
los coros bajo el resplandor de la luna.
Gracias y Ninfas danzan alegres, acompasado el pie
al alegre ritmo de la danza, mientras Vulcano forja
para Júpiter los rayos flamígeros.
Ha llegado el momento de perfumarse la cabeza
y coronarla con las hojas de mirto y las flores
que nos da la tierra libertad.
Ha llegado el momento de sacrificar al Fauno
en el bosque umbroso la nívea oveja
o un macho cabrío, si lo prefiere.
Llama con el pie la pálida Muerte
tanto a la choza del pobre como al palacio del rico.
¡Oh, afortunado Sestio! La vida es demasiado breve
para permitimos largas esperanzas.
¡Qué pronto te rodean la noche eterna y los Manes,
y Plutón la lúgubre morada te abre!
Cuando te encuentres allí, no es de esperar que
caprichosos dados te hagan rey del banquete
ni admirarás del gentil Lícidas las gracias que hoy
te ofrece, con las que encenderá en doncellas
el amor que hoy arde en los jóvenes .
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