Philipp Vandenberg - El divino Augusto

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Al pie de la estatua de mármol de Augusto se leía la inscripción: Imperator Caesar Augustus Divi Filius. Un aciago día, un rayo fundió la C de César; entonces el oráculo auguró que al emperador sólo le quedaban cien días de vida. Augusto, profundo creyente de profecías y portentos, es ya un anciano, ha perdido a su único hijo, ha enterrado a sus amigos y rememora lo que ha sido su existencia junto con sus más recónditos pensamientos en una serie de escritos que numera a partir de cien, en orden descendente: uno por cada día que le queda de vida. En el primero exclama. «Dadme cicuta contra la locura que ataca la excitable estirpe de los poetas.»

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Yo, Polibio, liberto del divino Augusto y experto en el arte de escribir, estoy desconcertado: una pérdida de la audición ha dejado sordo al emperador. Camina pesadamente de un lado al otro sin poder oír y, aunque no está privado del habla, rehúsa usar su voz. Todo esto lo hace aparecer inquietante, inaccesible. Debo retractarme de lo dicho con anterioridad: a pesar de todo, creo que el César es un dios y, si no lo es, al menos está en camino a la divinidad. Sólo los dioses sufren tan cruel destino. Desde hace cierto tiempo me tortura la conciencia. Pienso si no cometo sacrilegio al leer los pensamientos secretos del Divino antes de archivarlos en mi escondrijo, pero esos pergaminos diarios son como un dulce veneno que crea adicción. Aun si la conciencia me lo ordenara, no podría dejar de hacerlo. Aguardo con avidez el recibo del próximo escrito del César.

LXIX

Desde que los oídos me han negado su servicio, mi entorno se ha convertido en un teatro. Todos vienen a mí, se me acercan y forman con los labios sonidos ininteligibles, como los peces del acuario de Mecenas, a la vez que se acompañan con violentos movimientos de brazos y piernas. Livia me trata como si fuera un infante al igual que Musa, y yo desvío la mirada cuando aparecen ante mí. Areo me ha traído una tablilla que remplaza a la perfección el lenguaje, pero obliga a quienes me hablan a reducir su verbosidad habitual.

Poco a poco he empezado a aprovecharme de mi sordera y a ordenar mis pensamientos en una visión retrospectiva, a la manera de Livio, según la sucesión de los cónsules romanos. Pues quienes vengan después de mi serán quienes exijan una rendición de cuentas y no pretendo eludirla.

LXVIII

Hoy, a un día de los idus de junio, yo, que me he quedado sordo, quiero aclarar las circunstancias que se sucedieron a la muerte de mi divino padre Cayo Julio César.

Era muy joven aún, demasiado joven para aceptar la herencia del Divino. En Roma me llamaban entonces el "muchacho", por cierto con intención cariñosa, pero en la mayoría de los casos había un dejo de soma en la expresión. Si en aquel entonces creía poder cambiar al mundo todavía, hoy me pregunto si el mundo no me cambió a mí, y mucho a partir de aquellos fatídicos idus, pues nada transforma tanto a los hombres como el poder. Aborrezco esta palabra, porque sabe ocultar su verdadero carácter. Poder… ¿Qué es el poder? Considero a la influencia la forma más débil del poder: la llamamos potentia . Si el poder es de naturaleza política, la más acertada es la calificación opes , y la autoridad equivale a potestas . El poder en el sentido de fuerza es vis y en forma eufemística hablamos de rerum potiri , cuando alguien se apropia del poder.

Rerum potiri me parece la palabra indicada en relación con Marco Antonio, quien, antes de mi regreso a Roma desde Apolonia, se trocó en mi enemigo, inescrupuloso y en apariencia invencible. Me aventajaba casi una generación en edad, y yo, el muchacho que el Divino había acogido post mortem en la estirpe Julia, le inspiraba desprecio. Después de alzarse con el tesoro del Estado y los papeles privados de mi padre, hizo manifiesta su esperanza de que yo renunciara a la herencia de Cayo Julio César.

Un hombre de su experiencia política (Antonio invistió el consulado con el Divino el año de la muerte de este), estaba familiarizado con el poder, conocía sus secretos, consistentes en esencia, en saber que el otro nos aventaja en cobardía. Con el dinero de mi padre Divus Julius , Marco Antonio reclutó 3.000 soldados armados, pero no tanto para la protección del Estado cuanto para su seguridad personal, y aun aquellos que aprobaron el asesinato de mi divino padre, porque estaban convencidos que se había eliminado a un dictador, pronto temieron que tal vez el dictador había dejado el campo libre al tirano. Esta situación me valió grandes simpatías, tanto más cuanto que pagué de mi propio peculio los legados del César (nada menos que 300 sestercios a 150.000 plebeyos menesterosos) para lo cual hube de subastar una gran parte de mis fincas privadas, pues Antonio, seguro que yo renunciaría a la herencia, se apoderó de la fortuna del Divino y no me dejó ni un as.

El tiempo nos enseñó quién de ambos hizo la inversión más prudente. Si fuese posible regir al mundo con dinero, los acaudalados banqueros serían los dioses de Roma, pero, gracias a Mercurio, el manejo del dinero requiere cierta inteligencia y sólo los menos de los adinerados fueron bendecidos con ella, es cierto que en la mayoría de los casos sobreestimamos la astucia de los ricos, que, como la del zorro, sólo pone de relieve la estupidez de las gallinas.

¿Pero dónde residió el error de Antonio desde un principio? Creo que formaba parte de aquellos romanos que prefieren la victoria a la paz y aun cuando vivió una juventud ávida de placeres, aun cuando estudió en Atenas a los filósofos de los griegos, amaba más el chacoloteo de las armas que a su mujer, más aún que a su amante Citeris.

Cuando contemplo a los conductores de ejércitos de Roma (y no excluyo siquiera a mi divino padre Julio), observo que la aptitud para la guerra siempre va aparejada en ellos con la incapacidad de amar. ¿Acaso el Divus Julius y Marco Antonio no cambiaron de carácter de la noche a la mañana, cuando, ya entrados en años los dos, los inflamó por primera vez el amor por aquella mujer, la licenciosa Ptolomea?

Personalmente, siempre vi en la guerra un mal necesario para llegar a la paz, la cual a su vez debe su existencia a la guerra. ¿Por qué habría de negarlo? La idea de una inminente batalla me revolvía las entrañas como una espada afilada, al extremo de hacerme expeler la comida por todos los poros del cuerpo, y cuando quedaba exonerado a veces perdía la conciencia y yacía en el suelo indefenso como un pescado en la ribera. Mis enemigos se mofaban de mí y decían en tono de burla que yo pretendía imitar al Divus Julius , quien, como es sabido, era frecuente víctima de la divina enfermedad y fuera de sí cual un branquifero jónico sacudía los miembros convulsivamente y se le daban vuelta los ojos que quedaban en blanco.

Relata refero . ¡Por Marte! ¿Por qué los romanos niegan tener miedo? Al parecer, la palabra ha sido relegada de nuestro acervo lingúístico desde los días de las tristes proscripciones, bajo el dictador Sila, y si existe aún un sentimiento parecido es el miedo al miedo. El romano no teme a nada, excepción hecha de sí mismo. Visto de este modo, yo debo ser un romano de otra raza, pues el miedo y la angustia me han acompañado desde mis primeros días. Quizás, en los años que vendrán, me llamarán cobarde por esta circunstancia, o bien sabio, pues a veces la impavidez y la estupidez van de la mano.

Aquellos días, después de la muerte violenta del Divus Julius , el pavor me acompañó como mi propia sombra y no logré desembarazarme de él. Nadie era capaz de decir quién había sido su enemigo y quién su amigo. Yo tampoco, pero a mí, el muchacho, me vino bien ser subestimado por todos. Hombres como Marco Antonio, Dolabela, Lépido o Bruto y Casio, eran conocidos por su temperamento, patente en sus palabras y en sus actos. En cambio, yo no había tenido oportunidad aún de presentarme en público (excepción hecha del discurso fúnebre que pronuncié durante las exequias de mi abuela Julia, a los doce años) y mi cargo de pontífice tampoco me ofreció oportunidad de perfilarme. Ni carne ni pescado, era indiferente para la mayoría, sin embargo, cuando se conoció el testamento del Divino, la situación cambió de un día al otro. Y bien, adoptado por Cayo Julio César, se me atribuyó el carácter y la ideología de mi padre. Había nacido un nuevo César, y (lo confieso) me sentí exigido más allá de mis fuerzas. Los Césares no nacen, se hacen. Por lo tanto, se explica el miedo del que hablé, tanto más cuanto que no tenía sólo un enemigo: todos hablaron contra mí por diversos motivos y no hallé respaldo sino en el pueblo.

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