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David Zurdo: 616. Todo es infierno

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David Zurdo 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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Las siguientes semanas fueron tan embriagadoras como el vino, tan dulces como la miel, tan alegres como una bandada de pájaros bajo el sol de la mañana. Fueron jornadas carentes de preocupaciones, en las que se respiraba la libertad que sólo la juventud puede dar a un espíritu. Albert sentía el amor como un dardo placentero que se hubiera hundido en su corazón hasta tocar el centro. Descubrió la sensualidad y el sexo. Pero el verano acabó, él volvió a Chicago, Paula a Filadelfia, y las hojas de los árboles cayeron. Ambos se prometieron escribirse, volver a verse, seguir amándose, continuar su relación tan perfecta.

Sin embargo, unos meses bastaron para que Albert se desengañara. Paula le escribía y le llamaba por teléfono al principio. Luego dejó de hacerlo poco a poco. El frío sustituyó al calor, y ese fin tan triste coincidió con el peor momento de la vida de Albert, la muerte de su hermano John.

John era su único hermano, cuatro años mayor que él. De niño, lo había idolatrado. En él veía un modelo que seguir. Era popular, siempre vencía en los deportes, las chicas lo adoraban, sacaba buenas notas. Hasta que, unos pocos años atrás, empezó a comportarse de un modo diferente. Abandonó a sus amigos y se encerró en sí mismo. Apenas salía, salvo cuando tenía que hacerlo para ir al instituto. Ya nunca se reía ni disfrutaba de nada. Un día reveló a sus padres la causa de su aflicción: se había dado cuenta de que era homosexual. Albert sufrió en silencio la destrucción en mil pedazos de su modelo. Cuando él lo supo, tenía sólo quince años, y su personalidad aún no estaba formada. Su padre habló con él y le dijo que no debía jamás burlarse de su hermano, ni pensar de él que hubiera hecho algo malo por su orientación sexual. Albert cumplió esa promesa. Por fortuna para John, sus padres eran comprensivos. Trataron por todos los medios de evitar sufrimientos a su hijo, pero no lo lograron. En la Navidad de 1989, John se suicidó arrojándose a las gélidas aguas del río Chicago desde el puente de la calle Monroe.

Dejó una nota con una sola palabra., dirigida a su familia, en la que había escrito una petición que reflejaba lo que él nunca se había dado a sí mismo: «Perdonadme».

Al año siguiente, Albert ingresó en el seminario de los jesuítas de Chicago. El golpe de la muerte de su hermano había sido fuerte y terrible. Y el amor no era lo que él esperaba. La vida es efímera. Hay muchas injusticias en el mundo y el mal acecha. Sólo la búsqueda del bien y de la verdad en Dios podía dar auténtico sentido a la existencia y anular la futilidad del tiempo que a cada ser humano le ha sido concedido.

Albert empezó a destacar en ciencias, por lo que, tras obtener el doctorado en teología, fue matriculado por su orden en la Universidad de Chicago, aquel lugar mítico donde Enrico Fermi puso en marcha el primer reactor nuclear de la historia. Sus calificaciones eran muy altas y su actitud satisfactoria. Enseguida, los superiores de la Compañía de Jesús se dieron cuenta de que el joven valía y tenía talento. Completada su formación, lo enviaron a Roma para servir en la Congregación para las Causas de los Santos. Pero luego le dieron un cometido más relevante, al que sólo accedían los más preparados, capaces y leales: los Lobos de Dios.

Albert sabía ahora cosas que antes ni siquiera sospechó. Procesos desconocidos de la mente humana, sucesos inexplicables, fuerzas más allá de lo explorado. Todo ello estimulante a la par que sobrecogedor. Pero siempre con la mirada puesta en el Altísimo, como muestras de su infinito poder y de su escritura recta en renglones torcidos. Todo lleva hacia Dios y todo participa de su Gloria, era lo que Albert Cloister pensaba. En aquella ocasión, sin embargo, un desasosiego profundo le impedía lograr la paz de espíritu en este mundo de guerra permanente; algo que siempre había logrado por encima de todo el dolor y los percances, de las dificultades o el peligro.

Ahora, y por primera vez, tenía auténtico miedo. Había visto el horror, pero siempre había podido encontrar una explicación. Ahora estaba desconcertado. La falta de razón de lo que veía le producía desasosiego y, sobre todo, miedo.

Tras unos minutos de oración en la nave central de Notre Dame, salió afuera y paseó largamente a orillas del Sena. Sumido en sus reflexiones, atravesó el Pont-au-Change y siguió caminando más allá de la lie de la Cité y de la lie Saint-Louis, en dirección sureste hacia la estación de Austerlitz. Necesitaba aclarar sus ideas. Aquellos huesos rotos del cura español, aquellos huesos rotos de la anciana que acababa de entrevistar… El dolor, las visiones terribles y ese hecho tan especial tenían que estar de algún modo conectados. «TODO ES INFIERNO.» ¿Qué significaba realmente esta frase? ¿Es el mundo un infierno y, tras la muerte, nos espera otra condenación, otro infierno? ¿Acaso Dios había renegado de sus criaturas por sus pecados y, cansado de perdonar, las condenaba sin misericordia? Pero… ¿y los justos? ¿Y los buenos?

En su portafolios de piel llevaba tres informes indirectamente relacionados con el caso que acababa de investigar. Todos ellos correspondían a personas con experiencias próximas a la muerte que habían visto, como la anciana dama francesa, algo más que la luz blanca que atrae pacíficamente a las almas. Algo maligno. Esta clase de experiencias correspondía aproximadamente a una de cada veinte, es decir, un cinco por ciento del total. En los reportajes de televisión sobre las experiencias cercanas a la muerte, o ECM, no solían incluirlas. A la gente no le gusta pasar miedo con cosas reales. Y a todos nos espera la muerte, tarde o temprano, quizá a la vuelta de la esquina. Es algo que la mayoría prefiere no pensar siquiera, aunque sea inevitable. O precisamente por eso.

Pero, en los casos que Cloister llevaba en su portafolios, ninguno de los entrevistados había despertado con los huesos rotos, ni había vuelto a la vida con lesiones inexplicables. Habían sido elegidos porque mostraban una presencia del mal muy acusada, incluso más de lo habitual en las experiencias negativas que componían ese cinco por ciento inquietante. Se trataba de personas normales. No había aparente explicación a sus visiones, como no hubo profanación en el caso del cura español ni la anciana sufrió en el hospital el ataque de ningún demente. Ambas cosas eran imposibles. Cloister se lo había repetido mil veces. Sólo se le ocurría que estas personas hubieran llegado más lejos en su viaje al otro lado. Tan lejos que incluso habían traído un daño físico al regresar… Pero eso era sólo una conjetura.

El padre Cloister se sentó en un banco junto al río. Estaba dejando de fumar, lo que no le resultaba nada fácil en ese momento. Se puso en la boca un chicle de nicotina y empezó a mascarlo mientras sacaba los informes de la cartera. Los colocó en orden de antigüedad: Marcial Bernárdez, jardinero peruano, año 1993; Edith Sommerfeld, ama de casa austríaca, año 1998; y Evelyn Taylor, directora de una agencia de modelos neoyorquina, año 2001.

MARCIAL BERNÁRDEZ MENA

Ciudad de Lima, Perú.

Jardinero al servicio del Estado.

Suceso acontecido el día 5 de febrero de 1993.

Entrevistado el día 28 de agosto de 1993.

Edad en el momento del suceso: 39 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Tras el accidente provocado por un corrimiento de tierras, por cuya causa el automóvil en que viajaba una cuadrilla de jardineros se despeñó, Marcial Bernárdez, que se encontraba entre ellos, se seccionó la columna vertebral. Inmovilizado por sus compañeros, la unidad de rescate tardó varias horas en llegar. Marcial Bernárdez sufrió un infarto durante el traslado al hospital y estuvo media hora sin pulso, bajo maniobras de resucitación llevadas a cabo por el equipo médico. Se le dio por muerto, pero aproximadamente una hora después, su corazón respondió de un modo espontáneo.

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