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David Zurdo: 616. Todo es infierno

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David Zurdo 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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El cielo fue atravesado por una sombra que cubrió el sol durante un segundo. Todo pareció seguir como antes, después de que la sombra pasara. Pero no era así. Daniel notó que el agua se tornaba fría repentinamente, que el espejo traslúcido de la superficie comenzaba a volverse opaco, de un azul sombrío y amenazador. Se apresuró para llegar cuanto antes hasta la isla y su rosa, pero el agua se hacía cada vez más gélida. Los calambres en las piernas no tardaron en aparecer, convirtiendo en un tormento cada uno de sus nuevos pasos. Mientras, las horribles transformaciones proseguían a su alrededor. Las hojas de los árboles se volvieron primero amarillas y luego castañas, en un proceso vertiginoso y siniestro. Cayeron al suelo finalmente muertas, sobre una hierba que hasta hacía un momento era intensamente verde y repleta de vida, y que ahora estaba descolorida y moribunda. El mismo mal se había apoderado de las otras plantas, cuyos tallos se doblaban en agonía, perdiendo los pétalos ya muertos de sus flores.

La música que antes iluminaba el espíritu de Daniel dio paso a unos gruñidos y, después, a unos terribles aullidos de dolor y sufrimiento. El aire se llenó de un hedor pútrido, y cuando llegó hasta los animales… Daniel los vio volverse locos. Empezaron a devorarse. No sólo los depredadores a sus presas, sino también unos y otros entre sí. Las aguas cristalinas se llenaron de visceras y miembros arrancados. Millares de peces muertos flotaban ahora en el líquido teñido de rojo por la mezcla de mil sangres.

Daniel gimió, aterrado… Su rosa. Debía llegar hasta ella. Pero no le quedaban fuerzas para seguir avanzando. El agua estaba más helada que nunca. Algo le pasó entre las piernas, un ser escurridizo con un tacto repulsivo que le erizó todo el vello del cuerpo.

A lo lejos, otro cambio se inició en el horizonte. El azul luminoso del cielo se llenó de tonos rojizos y amarillentos, como de fuego. Le llegaron sonidos extraños, una especie de fragor salvaje que no era capaz de identificar. Daniel estaba en medio del lago, petrificado. Desvió la mirada del horizonte por un segundo, y sintió que las lágrimas empezaban a brotarle desconsoladamente de los ojos. A su alrededor, nada seguía con vida.

– No, no… -gimió Daniel aún en sueños.

Del horizonte llegó un grito maléfico, y el cielo se tiñó de rojo por completo. Lo último en morir fue su rosa.

– ¡NOOOOO!

El alarido retumbó en toda la planta del hospital, y la alarma del monitor se disparó en la central remota de control. Menos de diez segundos después entraron atropelladamente en la sala un médico y dos enfermeras. El monitor cardíaco marcaba ahora trescientas quince pulsaciones por minuto.

– ¡Va a reventarle el corazón! -gritó el médico- ¡0,5 miligramos de Esmolol por kilo! ¡A chorro! ¡Y que alguien apague esa alarma!

Capítulo 4

Boston.

– Buenos días, Daniel.

El viejo jardinero no hizo caso del saludo de la madre superiora. No se volvió hacia la puerta cuando ella entró en la habitación, ni tampoco pestañeó siquiera cuando la religiosa abrió las cortinas para que entrara un poco de luz. Continuó sentado en el borde de la cama, con la vista perdida en el suelo. Así se pasaba todo el día desde que salió del hospital. Fuera ya de peligro, aunque con importantes secuelas, los médicos le habían dado el alta, y las Hijas de la Caridad pudieron ir a buscarlo. Instalaron a Daniel lo mejor posible en una modesta residencia para ancianos indigentes que administraban en la misma ciudad de Boston. No les quedaba alternativa, pues el antiguo hogar del jardinero había quedado destruido hasta los cimientos.

Aquella expresión de abandono e indiferencia de Daniel rompía el corazón. En parte era debida a los tranquilizantes que tomaba, pero no sólo… Estaban también esas horribles pesadillas, que no lo habían abandonado desde que comenzaron en el hospital, justo después del incendio. El no hablaba de ello con nadie, pero las monjas le oían gemir en sueños y, en más de una ocasión, alguna hermana lo encontró aullando de pánico en mitad de la noche, con los ojos desorbitados y musitando palabras ininteligibles. La situación iba a peor. El médico residente no sabía qué hacer, a pesar de sus esfuerzos y su buena voluntad. Por eso se limitaba a recetarle tranquilizantes, que sólo contribuían a dejar a Daniel en aquel lamentable estado y no ayudaban en nada respecto a sus pesadillas.

Aunque peor aún que éstas era la tristeza que mostraba por haber perdido en el incendio su querida planta, un palo escuálido con el que apareció un día en el convento. Las monjas nunca supieron de dónde la había sacado, pero desde el primer instante mostró hacia ella un enorme cariño. Y no dudó en llamarle su rosa, aunque Dios sabía que podría tratarse de cualquier otra planta de la Creación.

«Esto no puede continuar así», se dijo la madre superiora, observando el rostro ausente del viejo jardinero. En cuanto saliera de la habitación, llamaría a la doctora Barrett. Estaba decidido. El pobre Daniel… Pero la monja le tenía reservada una sorpresa.

Un suave toque en la puerta sacó a la religiosa de sus cavilaciones.

– Adelante.

– Eh… buenos días.

La monja miró al hombre durante unos segundos, antes de preguntar:

– ¿Es usted el señor Nolan?

– Así es. Joseph Nolan.

– Encantada de conocerle en persona. Habló conmigo por teléfono esta mañana. Estaba pensando ahora mismo en usted, ¿no le parece curioso? Pero no se quede ahí… Adelante -dijo, antes de que el bombero pudiera contestar-. ¿La ha traído? Sí.

A Joseph no le había resultado nada fácil encontrar a Daniel. Lograrlo le costó toda una semana, dos cenas con cine incluido y una visita guiada de una veintena de niños a su escuadra de bomberos. Aunque pretendía hacerlo, no volvió al hospital el día siguiente de su única visita a Daniel, ni tampoco en los restantes días que éste pasó en Cuidados Intensivos. Cuando reunió el coraje suficiente para acudir de nuevo al hospital, Daniel había sido dado de alta y nadie quiso decirle adonde se lo habían llevado. Las cenas y las sesiones de cine fueron con una chica de la administración del hospital, que acabó dándole la dirección de la residencia de ancianos -un truco sucio, lo sabía, incluso por una buena causa-; y la visita guiada fue un extra para el sobrino de la chica y otros diecinueve monstruos del Averno disfrazados de estudiantes de quinto grado.

– Daniel, mira lo que te ha traído el señor Joseph Nolan. ¡Es tu rosa!

– ¿Mi… rosa? -inquirió Daniel, volviendo los ojos hacia Joseph-. ¡MI… ROSA!

– La encontré entre los restos de tu casa -dijo el bombero, algo tímido-. Tenías razón, Daniel. Estaba allí.

El abatimiento en que Daniel se hallaba sumido desapareció por completo. Saltó de la cama con una agilidad inesperada, y se abrazó a un mismo tiempo a Joseph y a la maceta que éste le tendía.

– ¿Qué es lo que se dice, Daniel?

– Gracias, Jo… seph.

Oír a Daniel pronunciar su nombre, aunque fuera de ese modo vacilante, le arrancó una gran sonrisa al bombero.

– De nada. Y ya puedes soltarme, antes de que me rompas algún hueso… Además, tengo que irme. Mi turno empieza dentro de media hora. Pero volveré otro día, ¿de acuerdo, Daniel?

Este no respondió. Había colocado la maceta en la repisa de la ventana, y la contemplaba soñadoramente.

Joseph y la monja lo dejaron a solas. En el corredor, ella dijo:

– Vuelva siempre que lo desee. Es usted un buen hombre, Joseph.

Era curioso lo que decía la monja. Había flirteado con una pobre chica a la que no pretendía volver a llamar sólo para sonsacarle una información confidencial… ¿Un buen hombre?

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