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David Zurdo: 616. Todo es infierno

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David Zurdo 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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– Las apariencias engañan, hermana.

La doctora Audrey Barrett sería una mujer atractiva si no se esforzara tanto por no parecerlo. Sus ropas eran sobrias hasta el punto de resultar casi masculinas, y llevaba invariablemente el cabello recogido en una simple coleta. El verde de sus ojos, grandes y expresivos, podría volver locos a los hombres, pero no reflejaba más que aflicción. Era una mujer de treinta y seis años, inteligente y preparada, que había sabido ganarse una reputación entre sus colegas del mundo de la psiquiatría. A la licenciatura en Harvard le siguieron un doctorado, diversos cursos de posgrado y una experiencia práctica de varios años. Era muy buena en su trabajo y lo sabía. Por eso nunca mostró el menor reparo en cobrar sumas escandalosas en concepto de honorarios. Sus pacientes -muchos de ellos, personas adineradas y de éxito social- podían permitírselos. Además, opinaba que la única dolencia que sufría la mayoría de ellos era una enfermedad para la que ningún psiquiatra tiene cura: el egocentrismo que lleva a pagar fortunas sólo para poder decir en voz alta lo genial e importante que uno es.

Sin embargo, no había ningún millonario en la residencia de las Hijas de la Caridad. Los que recibían allí el cuidado de las monjas habían perdido sus egos hacía mucho tiempo, entre botellas de alcohol, cajas sucias de cartón, cubos de basura y sillas con quemaduras de cigarros en lúgubres estaciones de autobús.

Siempre que la madre superiora la necesitaba, Audrey acudía a la residencia. Se esforzaba por hacer cuanto estaba en su mano por los ancianos, sin cobrar un solo centavo. El día anterior había recibido una llamada de la religiosa, que le describió con cierto detalle la situación que la preocupaba esta vez: Daniel, un anciano retrasado mental que trabajó de jardinero en el convento de la orden que se había quemado recientemente, vio cómo éste era destruido por un fuego que casi le cuesta la vida y que le había dejado gravemente dañados los pulmones. Además, el anciano sufría desde entonces unas pesadillas terribles que le impedían dormir y le provocaban una enorme angustia cada noche. El caso no parecía complicado, ni interesante. Ninguno de los casos de la residencia lo era. Audrey no tenía dudas sobre el diagnóstico: insomnio y episodios de ansiedad debidos a un estrés postraumático, potenciado por el frágil estado mental del paciente. Se dijo que ni siquiera sería necesario hablar con él, aunque eso era lo que deseaba la madre superiora.

Aquella tarde, Audrey subió decididamente los escalones que llevaban a la entrada de la residencia. Era un vetusto edificio de ladrillo, donado por un benefactor de la parroquia. La instalación eléctrica estaba anticuada, los muebles eran tan viejos como los ancianos que ocupaban el edificio, las paredes llenas de manchas de humedad necesitaban una buena mano de pintura, y de las canalizaciones era mejor ni hablar. Sus visitas a la residencia siempre le provocaban un doble sentimiento de melancolía y satisfacción; melancolía, por el estado de los ancianos y el decadente edificio, y satisfacción por servir de alguna ayuda.

De camino al despacho de la madre superiora, Audrey se cruzó con varios ancianos que la saludaron afectuosamente. Todos vestían gastadas batas de franela y zapatillas gruesas de andar por casa.

– ¿Puedo entrar? -preguntó la psiquiatra, ante la puerta del despacho.

Se oyó el ruido de una silla al ser arrastrada, que provenía del interior, seguido de unos pasos.

– Buenos días, hija mía -dijo la madre superiora-. Pasa, por favor.

Ambas mujeres tomaron asiento, y la monja añadió:

– Llegas muy puntual, como siempre, querida Audrey… Y eso que tu tiempo es oro, ¿verdad? El doctor Holton es un buen médico, pero ya sabes que únicamente sabe arreglar los cuerpos y no las cabezas. Daniel necesita tu ayuda.

– ¿Le ha dado ansiolíticos?

– Así es.

– No estoy segura de que haya mucho más que hacer en este caso.

– ¿Por qué lo dices?

– El pobre hombre es retrasado. ¿Qué clase de psicoterapia puede funcionar con alguien que no posee un razonamiento normal?

– Eso es un comentario cruel, Audrey -reprendió la monja.

– La vida es cruel, hermana.

Audrey lo sabía mejor que nadie.

– Algún día deberías contarme la razón de esa tristeza tuya.

– Sí… Algún día.

– ¿Hablarás con él?… Por favor.

Tras unos segundos de reflexión, Audrey contestó:

– Lo haré. Pero no servirá de nada.

– ¡Gracias, hija! Daniel está ahora en el jardín. Haré que lo llamen para que habléis en la sala.

«La sala» era una habitación originalmente utilizada como despensa, que la madre superiora ordenó vaciar para convertirla en un improvisado salón de terapia. Tenía dos sillas -una para Audrey y otra para el paciente-, una minúscula mesa de madera que antes perteneció a una escuela primaria y una lámpara simple con una bombilla cuya luz vacilaba de vez en cuando. Si existiera el título mundial de lugares deprimentes, aquel cuarto tendría grandes opciones de ganarlo.

– Hoy hace sol -comentó Audrey-. Podría hablar con el paciente en el jardín.

– Oh, sí, por supuesto. Como prefieras. Y no se llama paciente. Su nombre es Daniel.

– Lo sé.

Por detrás de la residencia había un jardín de un tamaño considerable. Como todo lo demás, mostraba la falta de un mantenimiento adecuado, pero aún tenía algunas flores, y el césped que cubría el suelo era de un verde intenso y saludable. Dispersos por el jardín, había varios bancos de piedra. Daniel estaba sentado en uno de ellos cuando Audrey y la madre superiora se le acercaron.

– Hola, Daniel -saludó la religiosa.

– ¡Hola!

Se le veía contento. La piel de su rostro exhibía un tono rosáceo por efecto del sol de otoño.

– ¿Has tenido pesadillas esta noche?

La pregunta de la monja hizo mudar la expresión de Daniel, que se puso muy serio y empezó a toser. Las toses ásperas e interminables se habían convertido en algo habitual desde el incendio. Cuando cesaron por fin, Daniel no contestó, y la mano con la que en todo momento había estado abrazando a su querida maceta, se cerró con más fuerza en torno a ella.

– ¿Quieres que riegue un poco tu planta?

Esta vez fue Audrey quien preguntó. Ni un millón de litros de agua mezclados con el mejor abono del mundo serían capaces de resucitar aquel palo muerto. Estaba segura de ello. Pero a Daniel se le iluminaron de nuevo los ojos al oír la proposición.

– Sí. Mi rosa… necesita agua.

– Ah, ¿así que es una rosa…?

– Os dejo -susurró la monja, al ver que Audrey había empezado ya a hacer su trabajo.

– Es la rosa más… bonita… del mundo.

– Claro que sí. Me llamo Audrey. Tú eres Daniel, ¿verdad?

– Sí. Mi rosa necesita… agua.

Audrey miró a su alrededor. Sabía que por allí cerca había una manguera con la que se regaba el jardín.

– Te gustan mucho las flores, ¿no es cierto? ¿Hay flores en tus sueños, Daniel?

El jardinero se puso de nuevo muy serio. Audrey pensaba que tampoco iba a contestar esta vez, pero entonces el dijo:

– Ya no… Están todas muertas.

Capítulo 5

Francia, dos años atrás.

– Tantas veces he deseado borrar esas imágenes que quedaron impresas en mi mente… Pero nunca me ha sido posible. Cada noche me visitan.

El padre Albert Cloister había llegado esa misma tarde a la Ciudad de la Luz, la capital de Francia, en busca de un testimonio importante para su investigación. Ahora, con su grabadora digital en marcha, empezaba a recoger las palabras de una anciana señora, perteneciente a la alta sociedad parisina, que por fin había aceptado la entrevista. Sólo sus hondas convicciones religiosas lo hicieron posible. Cuando se sufre una tragedia, lo último que se desea es revivirla por medio del recuerdo.

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