Philip Kerr - El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Philip Kerr El infierno digital Para Jane como siempre y para William - фото 1

Philip Kerr

El infierno digital

Para Jane, como siempre, y para William Finlay

¿Te he pedido acaso que me saques de las tinieblas?

John Milton

… ese vaso de agua helada en la cara, ese tonificante guantazo en la boca, esa reprimenda por el conformismo de nuestras almas burguesas, que llamamos arquitectura moderna.

Tom Wolfe

Prólogo

Perseguimos una idea nueva, un lenguaje nuevo, algo que corresponda a las cápsulas espaciales, los ordenadores y los envases desechables de una era atómica y electrónica…

Warren Chalk

El americano miró al sol que declinaba sobre el nuevo estadio de fútbol de Shenzen y rezó por que la ejecución terminase antes de que el centro del campo quedara en la sombra. Impaciente por sacar fotos, enfocó la cámara a un grupo de hombres de aspecto arrogante, unos con chaquetas a lo Mao y otros con trajes oscuros, que estaban sentándose una docena de filas más abajo.

– ¿Quiénes son esos tíos? -preguntó.

Su asistente e intérprete se puso de puntillas sobre sus zapatos de tacón alto y siguió la línea de su teleobjetivo entre las cabezas de la multitud.

– Del partido, creo -contestó ella-. Pero también hay hombres de negocios.

– ¿Estás segura de que tenemos permiso para esto? -murmuró él.

– ¡Claro que estoy segura! -afirmó la muchacha-. He sobornado al jefe de la DSP de Shenzen. Hoy no nos molestarán, Nick, créeme.

LA DSP era la Dirección de Seguridad Pública de la República Popular China.

– Eres un portento, cariño.

La muchacha china sonrió, inclinando la cabeza.

El estadio casi se había llenado ya. Los miles de espectadores parecían alegremente impacientes, como si de verdad hubiesen ido a ver un partido. Cuando entraron los cuatro condenados, cada uno de ellos firmemente sujeto por dos guardias de la DSP, se elevó un murmullo de excitación. Como de costumbre, los condenados a muerte iban con la cabeza rapada y los brazos atados por encima del codo. Del cuello les colgaba un cartel de cartón que enumeraba los delitos que habían cometido.

Obligaron a los cuatro a arrodillarse en el centro del campo. El rostro de uno de ellos ocupaba el visor de la cámara y el americano se sorprendió de su apagada expresión, como si al condenado le importara poco su propia muerte. Supuso que los habían drogado. Pulsó el obturador y encuadró el rostro del siguiente hombre. Tenía la misma expresión.

Cuando el agente de la DSP apuntó su fusil de asalto AK47 a la nuca de su primera víctima, el americano comprobó la posición de la sombra en el campo. Procuró no sonreír, pero era un impulso irresistible. Iban a ser unas fotos magníficas.

Al DPLA, el Departamento de Policía de Los Ángeles, nunca le habían gustado mucho las manifestaciones de las diversas comunidades de la ciudad: latinoamericanos, indios, negros, trabajadores temporeros, hippies, maricas, estudiantes y huelguistas, todos habían probado en alguna ocasión las porras y armas antidisturbios de sus agentes más celosos. Pero aquélla era la primera vez que alguno de los veinticinco policías con cascos apostados frente al edificio de oficinas en construcción en lo que sería la nueva plaza de Hope Street veía a chinos concentrados para protestar por algo.

No es que en Los Angeles hubiese una gran masa de chinos, comparada con la de San Francisco. En el Barrio Chino, situado en la zona de North Broadway, en la misma puerta de la Academia de Policía, no vivían más de veinte mil personas. La mayor parte de la comunidad china, que crecía rápidamente, habitaba los barrios de las afueras, como Monterey Park y Alhambra.

Tampoco era una manifestación impresionante: sólo un centenar de estudiantes, más o menos, que protestaban contra la Yu Corporation y su supuesta complicidad con la política represiva de la República Popular China. Poco tiempo atrás se habían publicado en el Los Angeles Times unas fotos de la ejecución en Shenzen de varios estudiantes disidentes, en las cuales aparecía Yue-Kong Yu, presidente y director general de la empresa que llevaba su nombre. Pero como, al fin y al cabo, estaban en Los Angeles, donde hasta las más pequeñas concentraciones de manifestantes podían desmandarse rápidamente, helicópteros de la policía vigilaban la manifestación con discretos medios electrónicos y periódicamente enviaban informes digitalizados a su ordenador central, instalado en un búnker a prueba de misiles en el quinto sótano del Ayuntamiento.

Los manifestantes se mostraban bastante pacíficos. Incluso cuando la caravana de alargadas limusinas de Yue-Kong Yu y su séquito llegó a la obra, apenas hicieron otra cosa que gritar y agitar las pancartas. Protegido por la policía y media docena de guardaespaldas privados, el señor Yu subió tranquilamente un tramo de escaleras y, sin dirigir siquiera una mirada hacia los coléricos jóvenes, entró en su nuevo edificio por la puerta principal, un dolmen neolítico traído de las Islas Británicas.

En el vestíbulo, casi acabado, el señor Yu se volvió para examinar la puerta, montada en sentido oblicuo a fin de conseguir un mejor feng shui. Había comprado las tres antiguas piedras -una de ellas colocada horizontalmente sobre las otras dos para formar el dintel- por su semejanza con el logotipo de la Yu Corporation, basado en el carácter chino que simboliza la buena suerte. Movió la cabeza con aire de aprobación. Sabía que al arquitecto no le había gustado incluir aquellas piedras en un edificio tan moderno. Pero cuando el señor Yu tomaba una decisión, no era fácil disuadirle. El señor Yu pensó que había hecho bien, a pesar de la resistencia del arquitecto. El aspecto de la puerta era de lo más propicio. Y el atrio resultaba muy elegante. El más bonito que había visto. Más que el del Edificio Yoshimoto de Osaka. Y que el del Shinn Nikko de Tokio. Más bonito aún que el del Marriott Marquis de Atlanta.

Cuando hubo entrado el último invitado del señor Yu, el sargento encargado de vigilar la concentración hizo señas a un manifestante para que se acercara, pues había decidido que el hecho de que llevara el megáfono le señalaba como cabecilla del grupo.

Cheng Peng Fei, en posesión de un visado para estudiar ciencias empresariales en la Universidad de California, se acercó rápidamente. Hijo único de dos abogados de Hong Kong, no era de los que se hacían repetir dos veces las indicaciones de un policía. Tenía un rostro tan liso y esférico que parecía cóncavo.

– Tendrá que llevarse a su gente al otro lado de la obra -dijo el sargento, arrastrando las palabras-. Creo que van a tirar una rama de árbol desde la última planta, y no queremos que nadie resulte herido, ¿verdad?

El sargento sonrió. Como veterano del Vietnam, miraba a los orientales con profundo recelo y hostilidad.

– ¿Por qué? -preguntó Cheng Peng Fei.

– Porque lo digo yo -replicó el sargento-. Por eso.

– No me ha entendido. Preguntaba por qué van a tirar una rama desde arriba.

– Pero ¿qué se cree que soy, un jodido antropólogo? ¿Cómo coño voy a saberlo? Venga, señor, retírese al otro lado o le detengo por obstrucción a la policía.

Tradicionalmente, la colocación del último ladrillo de un edificio se celebraba lanzando a la calle una rama de pino, que luego se quemaba antes de brindar por la finalización de la estructura. Pero, como sabían los que esperaban en el terrado, la verdadera ceremonia de terminación se había realizado unos diez meses antes, ocasión en que el señor Yu no pudo estar presente. El edificio ya estaba casi acabado por dentro, pero el señor Yu, que hacía una de sus raras visitas a Los Angeles para firmar con el Ejército del Aire de los Estados Unidos un contrato para el suministro a la Base Aérea de Edwards de seis superordenadores Yu-5 (cada uno de ellos capaz de realizar 10 12operaciones por segundo), estaba deseoso de comprobar la marcha de las obras de su nuevo edificio inteligente. El hijo del señor Yu, Jardine, director de la Yu Corporation en Estados Unidos, había querido señalar la visita de su padre, de manera que en el terrado de aquel alto edificio se organizó una segunda ceremonia de terminación en la que una «última» y superflua loseta sería colocada por Arlene Sheridan, actriz hollywoodense y de edad un tanto avanzada a la que el presidente, de setenta y dos años, admiraba desde mucho tiempo atrás.

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