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Philip Kerr: El infierno digital

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Philip Kerr El infierno digital

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En la ciudad de Los Angeles se inaugura un modernísimo rascacielos in-formatizado regido por un superordenador al que han puesto el nombre de Abraham. De pronto, en el edificio se empiezan a producir extrañas muertes -primero un técnico informático, después un guarda de seguridad…- que la policía no sabe si catalogar como accidentes o asesinatos. Los dos principales sospechosos son el estudiante que encabeza las manifestaciones contra el propietario de la constructora, un multimillonario de origen chino simpatizante del Gobierno comunista de Pekín, y uno de los técnicos del equipo del arquitecto responsable del proyecto, que se ha peleado con él. Otra posible explicación es que el edificio, según las teorías de una empresa en embrujos tradicionales chinos, está maldito. Pero acaso el verdadero culpable no sea humano ni tenga nada que ver con antiguas brujerías… Philip Kerr ha escrito un apasionante tecno-thriller protagonizado por un superordenador capaz de poner en jaque a policías, arquitectos y técnicos informáticos. Como el Hal de 2001: Una odisea en el espacio, Abraham no está dispuesto a limitarse a cumplir órdenes…

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Richardson colgó y miró en torno buscando a su mujer. Joan estaba inclinada sobre una vitrina cerca de las escaleras, observando una maqueta de la sede de la Yu Corporation, cuya construcción real estaba a punto de terminarse en la plaza de Hope Street.

– Voy a quedarme aquí un rato, cariño -le dijo, alzando la voz-. Espérame arriba, ¿vale?

– Vale, cielo. -Joan sonrió y, recorriendo el estudio con la mirada, se despidió-: Buenas noches a todos.

Hubo alguno que le devolvió el saludo. Los otros estaban demasiado cansados, incluso para sonrisas corteses. Además, sabían que Joan era tan odiosa como su marido. O peor. Al menos, él tenía talento. Los proyectistas más antiguos recordaban cuando ella, en un arrebato de cólera, había arrojado un aparato de fax a través de un ventanal.

Ray Richardson volvió a concentrarse en el monitor y, pulsando de nuevo el ratón, transformó la imagen en un diseño de tres dimensiones. El dibujo presentaba un gigantesco semicírculo de unos doscientos metros de diámetro, suavemente redondeado como el Royal Crescent de Bath y coronado por lo que parecían las alas desplegadas de un pájaro inmenso. Algunos críticos de arquitectura, europeos la mayoría, habían sugerido que eran las alas de un águila, de un águila nazi por más señas. Por ese motivo ya habían calificado de «posnazi» el proyecto de Richardson.

El arquitecto desplazó verticalmente el ratón sobre su alfombrilla, agrandando la imagen tridimensional. Ahora se veía que el edificio no se componía de una media luna, sino de dos, con un pórtico curvo que separaba las tiendas y oficinas de las salas de exposiciones. Eran los planos contractuales, que representaban los detalles acordados por los diversos consultores que participarían en la construcción del Kunstzentrum; y Richardson debía entregarlos al aparejador en Berlín. Tras entrar en el pórtico, el arquitecto obtuvo un primer plano del techo y pulsó dos veces el ratón, lo que hizo aparecer en la pantalla un diagrama detallado de uno de los tubos de acero provistos de memoria que sostenían los paneles de vidrio foto cromáticos.

– Pero ¿qué es esto? -dijo, frunciendo el ceño-. Mira, Allen, no has hecho lo que te encargué. Creí haberte dicho que dibujaras las dos opciones.

– Pero convinimos en que ésta era la mejor solución.

– Yo quería la otra también, por si acaso.

– ¿Por si acaso qué? No lo entiendo. O ésta es la mejor solución o no lo es.

Grabel empezó a hacer muecas de nuevo.

– Por si acaso cambiaba de opinión, por eso.

Richardson realizó una cruel pero perfecta imitación del tic nervioso de su proyectista. Grabel se quitó las gafas, se llevó las temblorosas manos a la cara sin afeitar y emitió un hondo suspiro, estirándose las mejillas hacia las orejas. Por un momento miró hacia lo alto, como pidiendo consejo al Todopoderoso. Al no recibirlo, se levantó, sacudió la cabeza despacio y se puso la chaqueta.

– ¡Cómo te odio a veces, por Dios! -declaró-. No, no es cierto. Te odio constantemente. Eres como un perro callejero con cáncer en el culo, ¿sabes eso? Cualquier día alguien te matará, y hará un gran favor a la humanidad. Yo lo haría con mucho gusto, pero tengo miedo de recibir demasiadas cartas de agradecimiento. ¿Quieres ese dibujo? Pues hazlo tú mismo, egoísta de mierda. Estoy hasta el gorro de ti.

– ¿Qué has dicho?

– Ya me has oído, gilipollas.

Grabel dio media vuelta y echó a andar hacia las escaleras.

– ¿Dónde coño vas?

– A casa.

Richardson se puso en pie y asintió amargamente.

– Si te vas ahora, no vuelvas. ¿Me oyes?

– Me despido -declaró Grabel, que siguió andando-. Y no volvería ni aunque te estuvieras muriendo de soledad.

– ¡A mí nadie me hace eso! -estalló Richardson-: Soy yo quien te despide. Te pongo de patitas en la calle, contorsionista de mierda. Y todos éstos son testigos. ¿Me oyes, Muecas? ¡Estás despedido, capullo!

Sin volver la vista, Grabel hizo un corte de mangas y desapareció escaleras abajo. Se oyó una carcajada y, con los puños apretados, Richardson lanzó una mirada colérica a su alrededor, dispuesto a despedir a cualquiera que no anduviese bien derecho.

– ¿Qué coño tiene tanta gracia? -soltó-. ¿Y dónde está ese puto café?

Aún temblando de rabia, Grabel recorrió la breve distancia que le separaba del Hotel St James Club, donde solía tomarse unas copas en el pianobar artdéco mientras esperaba un taxi. Vodka con Cointreau y zumo de arándanos. Era lo que había bebido seis meses atrás cuando la policía lo detuvo por conducir borracho. Aunque también se había metido dos rayas de cocaína, pero sólo para estar en condiciones de llegar hasta casa. Y no se habría emborrachado si no hubiese trabajado tanto.

Sentía menos haberse despedido que haber perdido el carné de conducir. Aunque ojalá no le hubiera llamado Muecas. Sabía que así le llamaban a veces, pero hasta ahora nadie se lo había llamado a la cara. Sólo Richardson era capaz de esa cabronada.

La camarera del hotel, una actriz en paro llamada Mary, a veces se mostraba simpática con él. Ésa era casi toda la vida social que tenía Allen Grabel.

– Acabo de despedirme del trabajo -anunció con orgullo-. Le he dicho a mi socio que se lo metiera por el culo.

– Bien hecho -comentó ella, encogiéndose de hombros.

– Hace mucho que quería hacerlo, supongo. Pero nunca me había atrevido. Y ahora acabo de mandarlo a tomar por el culo. Si no, creo que le hubiera saltado la jodida tapa de los sesos.

– Algo me dice que has hecho lo que debías.

– Pues no sé, ¿entiendes? La verdad, no lo sé. ¡Pero vaya cabreo cogió, joder!

– Parece que has hecho una verdadera escena. La montaste buena, ¿no?

– Y de qué manera. Le dejé bien cabreado.

– Ojalá pudiera yo dejar este trabajo -dijo ella, pensativa.

– Ah, ya lo harás algún día, Mary. Tenlo por seguro.

Pidió otra copa y vio que desaparecía aún con mayor rapidez que la primera. Cuando Mary le avisó de que ya había llegado su taxi, se había bebido cuatro o cinco, aunque estaba tan exaltado por lo ocurrido que el alcohol apenas parecía afectarle. Sacó un par de billetes del clip donde llevaba el dinero y dio una generosa propina a la muchacha. No hacía falta, porque se había sentado a la barra, pero le daba lástima. No todo el mundo podía permitirse el lujo de despedirse del trabajo, pensó.

Cuando se marchó, Mary soltó un suspiro de alivio. No era mala persona. Pero aquel tic le crispaba los nervios. Y no le gustaban los borrachos. Aunque fuesen simpáticos.

Fuera, Grabel dijo al taxista que le llevara a Pasadena. Pero cuando sólo estaban a unas manzanas del centro, nada más tomar la Hollywood Freeway en dirección sureste y a punto de girar al norte hacia Pasadena, de pronto se acordó de algo.

– ¡Joder! -exclamó.

– ¿Pasa algo?

– Pues sí, más bien. Me he dejado las llaves de casa en la oficina.

– ¿Quiere que volvamos a buscarlas?

– Pare aquí, ¿quiere? Tengo que pensar lo que voy a hacer.

Después de una marcha tan espectacular, no podía presentarse en el estudio. Ray Richardson supondría que volvía con el rabo entre las piernas, para suplicarle que volviese a admitirle. Le encantaría cubrirle de ridículo. A lo mejor volvía a llamarle Muecas. Y eso sería el colmo. El problema de hacer una escena era que a veces olvidabas pequeños detalles.

– ¿Dónde va a ser entonces, amigo?

Grabel miró por la ventanilla y se encontró con una silueta que le resultaba familiar. Estaban en Hope Street, cerca de la plaza y del edificio de la Yu Corporation. De pronto supo exactamente dónde pasaría la noche.

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