David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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En el cristal de la ventana, Audrey vio el reflejo de su sonrisa amarga. Se sentía tan sola… Leo llevaba muerto nueve años. Su corazón se negó a seguir aguantando un cuerpo de ciento veinte kilos de peso con el hígado destrozado por el alcohol. A Leo lo dejó tirado su corazón; y a ella fue Zach quien la abandonó, tras enterarse de que estaba embarazada. «No quiero ser responsable de nadie», le dijo el muy bastardo, que no pensó en eso mientras se divertían en el asiento de atrás de su Chevrolet.

– La vida es una mierda -dijo Audrey, justo en el momento en que unas alegres risas le llegaban desde la avenida, atenuadas por el cristal.

Era el fin de la tarde de una jornada que había amanecido lluviosa y gélida. El paraguas de Audrey la separaba de un cielo gris con el que su aspecto sombrío no desentonaba. Pronto, hasta ese tímido gris desaparecería, cuando la noche se llevara consigo la poca luz que trajo el amanecer. Su agenda había estado repleta de sesiones de terapia. Un maníaco suicida, tres obsesivo-compulsivos y dos alcohólicos le habían contado sus más profundas miserias con todo detalle. Podría decirse que había sido un mal día, si no lo fueran todos. Y aún le quedaba otra sesión todavía más absurda que las anteriores.

Cuando llegó a la residencia de ancianos de las Hijas tle la Caridad, la madre superiora le indicó que Daniel estaba en su habitación, y hacia ella se dirigía Audrey. El estrecho corredor que llevaba a los cuartos de los ancianos le pareció claustrofóbico como nunca. El suelo, cubierto por baldosas de dos tonos de verde, estaba gastado por demasiadas limpiezas con desinfectantes baratos. Pero incluso por encima del hedor de la lejía, se detectaba en el aire el tufo propio de la enfermedad y la decrepitud.

No era la primera vez que se planteaba abandonar aquella penosa tarea que ella misma se había impuesto. Y nadie, ni siquiera la madre superiora, podría echárselo en cara si lo hiciera. Pero no podía dejarlo. Tenía que seguir obligándose a acudir a la residencia y a donar dinero para obras de caridad. Sólo así podría demostrarle a Dios cuánto se había equivocado al castigarla, arrebatándole a su hijo por lo que ocurrió en Harvard cuando ella era todavía una simple estudiante. «Fue un accidente, un horrible accidente», se repitió, como había hecho miles de veces.

Se sintió aliviada al llegar a la habitación de Daniel. Centrarse en lo que había venido a hacer a la residencia la permitiría alejar su mente de esos recuerdos dolorosos. Al entrar, vio que el anciano estaba sentado en la cama, con un rostro cansado pero risueño. Desde el interior del cuarto de aseo, una voz masculina canturreaba:

– Mirará hacia ti y te sonreirá. Y sus ojos dirán que tiene un jardín secreto, en el que todo lo que tú deseas, todo lo que necesitas, estará para siempre…

El agua del grifo dejó de correr. Ante los ojos de Audrey apareció un hombre con la rosa de Daniel entre las manos. Había estado regándola.

– … a un millón de millas de distancia -terminó Audrey el verso de la canción, con nostalgia en la voz.

– Es una buena canción, ¿verdad?

– Es una canción triste.

– Lo triste es cómo la canto yo… -Tras devolver la maceta a Daniel, el bombero ofreció a Audrey su mano derecha-. Joseph Nolan.

– Audrey Barrett.

– Audrey regó… mi planta -intervino Daniel.

– ¿De veras? -dijo el bombero.

– ¿Es usted familiar de Daniel?

A Audrey le había parecido entender que éste había sido abandonado en un convento de las Hijas de la Caridad y que nunca llegaron a descubrirse sus orígenes, pero quizá estuviera confundida. Daniel parecía mostrarse tan distendido y confiado en presencia de aquel hombre…

– Bueno, supongo que puede decirse que he entrado a formar parte de su familia -dijo Joseph-. Yo lo rescaté del incendio del convento.

– Y encontró mi… rosa.

Joseph le dirigió a Daniel una sonrisa afable, y dijo:

– Sí. Eso también. Estaba entre los escombros.

– Así es que usted es bombero.

– «Servir, sobrevivir y volver a casa.»

– ¿Es ése su lema?

– Es lo más parecido a un lema que tenemos en mi unidad, sí.

– Ya…

El tono de Audrey era tan seco, y sus preguntas y respuestas tan cortantes, que Joseph empezaba a sentirse incómodo. Y eso que, hasta que entró aquella mujer, estaba de un humor excelente. Daniel era todo un personaje, a pesar de sus limitaciones, y las visitas de Joseph a la residencia se habían hecho cada vez más habituales y prolongadas. La verdad era que le había cogido cariño al viejo. Eso era otra prueba de que su ex mujer no tenía razón al afirmar que las únicas cosas que él amaba, en este mundo, eran su guante de béisbol con el autógrafo de David Ortiz y el colgajo de su entrepierna.

Audrey se quedó mirando al desconocido en espera de alguna clase de respuesta que, por el momento, no llegó. Sí vio en su rostro, no obstante, una sonrisa picara, casi desvergonzada, que, con toda seguridad, no iba dirigida a ella. El silencio se mantuvo. A Audrey le resultaba muy difícil prolongar conversaciones normales e intrascendentes; sobre todo con miembros del sexo opuesto. Desde hacía demasiados años, todos los hombres con los que hablaba eran colegas de profesión o pacientes suyos, a excepción de algún que otro fontanero, pintor o electricista que pasaban para hacer arreglos en su apartamento o su consulta. Le faltaba soltura para decir cosas triviales y no pretendía comentar con nadie las que no lo eran.

– Audrey quiere que… le cuente… mis sueños -dijo Daniel, acabando al fin con el incómodo silencio.

– ¿Es usted una loquera? No lo parece, -dijo Joseph, colocándose de espaldas a Daniel y hablando en voz baja.

– Quizá sea porque no soy loquera, sino psiquiatra -respondió Audrey, también en voz baja.

– Sí, claro. Perdone. No pretendía ofenderla.

Audrey se dio cuenta de que estaba siendo desagradable con Joseph de un modo injustificado. El hombre era simpático, aunque pareciera algo rústico. Y, además, no todo el mundo estaría dispuesto a pasar la tarde con un anciano retrasado como Daniel, sin tener ninguna obligación de hacerlo. Aunque curiosamente ella sí.

– No me ha ofendido. Supongo que soy una especie de loquera, después de todo. «Escuchar locuras, no enloquecer y volver a casa.» Ese es nuestro lema.

Con una mezcla de sorpresa y satisfacción, Audrey escuchó la risa de Joseph ante su broma. Las risas eran algo a lo que tampoco estaba ya acostumbrada. Ella misma logró esbozar una sonrisa leve, que devolvió la luz por un instante a sus hermosos ojos verdes. Daniel, que no se había enterado de lo que estuvieron hablando, también sonrió.

Acabadas las risas se produjo un nuevo silencio, que otra vez fue roto por el jardinero:

– Yo no quiero contar… mis sueños. Son malos… Son sueños malos.

– Por eso tienes que contármelos, Daniel -dijo Audrey, recuperando enseguida su actitud profesional-. Para que, juntos, podamos ahuyentarlos.

– ¿Ahuyen… tarlos?

Daniel no se mostraba nada convencido, a pesar del argumento y la vehemencia de Audrey. Ésta se dio cuenta de ello y prosiguió:

– Es como cuando hay bichos en las plantas. No puedes cerrar los ojos y confiar en que desaparezcan solos, ¿me entiendes, Daniel? Tienes que enfrentarte a ellos.

– Y echarles… inse… insec…

– ¡Insecticida! Eso mismo -terminó Joseph la palabra, demasiado complicada para Daniel. Y, en un arrebato de inspiración, añadió-: Tienes que contarle tus pesadillas a la doctora, porque ella es la que tiene el insecticida para matarlas.

La psiquiatra sonrió. Aquel rudo bombero quizá tuviera algo dentro de la cabeza, después de todo. Había logrado explicar a Daniel la situación de un modo comprensible para él.

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