David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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– ¿Sí? ¿Ella… tiene el insec… tida?

No estaba claro si la pregunta de Daniel iba dirigida a Joseph, a Audrey, a sí mismo o a su querida rosa. Pero Audrey supo en ese preciso instante que iba a acceder a hablar con ella y contarle sus pesadillas. Y un escalofrío le recorrió la espalda.

Ya que el bombero le había ayudado a convencer a Daniel y que éste confiaba en él, Audrey decidió permitir que Joseph estuviera presente en la sesión. También decidió que hablarían en el propio cuarto de Daniel. Encontrarse en un medio relativamente familiar para él quizá facilitara las cosas. Antes de empezar a hablar con el anciano, Audrey le susurró a Joseph al oído: «No intervenga en ningún momento». Él asintió con la cabeza, a modo de respuesta.

– Muy bien, Daniel -dijo Audrey-. ¿Has tenido más… sueños malos esta semana?

– Sí

– ¿Y sigue habiendo en ellos campos quemados?

Tras reflexionar sobre eso, Daniel contestó:

– No están quemados… Están muertos… Todo está… muerto.

– ¿Qué es «todo»? ¿Qué más aparece en tus sueños?

– Había flores… árboles, ani… males, peces, hierba.

– ¿Todo estaba bien, y de repente las plantas y los animales empezaron a morir?

– Los animales… se mataron.

– ¿Quieres decir que se mataron unos a otros?

– Sí.

Audrey hizo unas anotaciones antes de proseguir:

– ¿Y qué le pasó a lo demás? ¿Cómo murieron las plantas?

Esta vez, la reflexión de Daniel le llevó algo más de tiempo.

– Creo que… las mató… él.

Tanto Audrey como Joseph notaron el miedo que invadió el rostro de Daniel. Hasta ahora se había mostrado tranquilo, pero la mención de ese «él», hecha en un susurro casi inaudible, lo alteró de un modo drástico. El jardinero estaba pálido y se removía, inquieto en la cama donde se hallaba, sentado. Cuando fue a hablar de nuevo, le sobrevino un ataque de tos, que no remitió hasta pasado un buen rato. Para entonces, su cara estaba congestionada por la brusquedad de los estertores, y los ojos aparecían enrojecidos y llorosos.

– Bebe un poco de agua -dijo Joseph, que le ofreció a Daniel un vaso de la mesilla de noche.

Acababa de romper la norma impuesta por Audrey de no intervenir en la conversación, pero suponía que aquello no contaba. Y si no era así, le daba igual. Empezaba a arrepentirse de haber ayudado a convencer a Daniel para hablar con aquella psiquiatra. El desdichado ya había sufrido bastante y no estaba en condiciones de sufrir más. Esa expresión de pánico que Daniel tenía justo antes de las toses…

– ¿No cree que es mejor dejarlo por hoy? -dijo el bombero a Audrey.

– ¿Puedes continuar, Daniel? -preguntó ésta.

Las toses habían conseguido preocuparla. Por un momento incluso llegó a pensar que el anciano iba a sufrir un colapso. Pero, ahora, Daniel parecía encontrarse aceptablemente bien otra vez y ella no quería interrumpir la sesión justo cuando empezaba a tener un cierto interés.

– ¿Tengo que… seguir? -preguntó Daniel.

Audrey y Joseph contestaron al mismo tiempo, aunque sus respuestas fueron bien distintas. El dijo «Claro que no», y ella «Deberíamos seguir». No se entendió ninguna de las dos contestaciones, pero intuyendo que Joseph iba a sugerir que lo dejaran, Audrey se adelantó diciendo:

– ¿Quién es él? ¿Quién es el que hizo que las plantas se murieran?

– No lo sé.

– ¿Y por qué pien…?

– Pero es… malo. Me… habla en mis sueños. Y… a veces… también cuando estoy… despierto.

La psiquiatra escribió nuevas notas en su bloc. Mientras tanto, Joseph se mantuvo en silencio. El anciano necesitaba ayuda psicológica, de acuerdo. Aquella confesión inesperada era la prueba de ello.

– ¿Está hablándote ahora esa persona? -quiso saber Audrey.

En otras circunstancias hasta podría haber resultado cómico el gesto de Daniel, con los ojos entrecerrados y la barbilla un poco levantada, aguzando el oído. Joseph desvió la mirada para ahorrarse la triste escena.

– Ahora… no habla.

– ¿Qué te dice cuando te habla?

– No me… acuerdo.

– Haz un esfuerzo, Daniel, por favor. Es importante.

Al jardinero se le veía angustiado. Pero hizo lo que Audrey le pedía. Casi era posible sentir a su disminuido cerebro trabajando, haciendo lo posible por sacar de sus profundidades algún recuerdo. La psiquiatra le dio su tiempo. No quería apremiarlo. Mientras esperaba la respuesta de Daniel, se dedicó a releer las notas que había tomado en lo que llevaban de sesión. Joseph, por su parte, estaba de espaldas a ellos, mirando por la única ventana del cuarto, sin distinguir nada en la sólida oscuridad del jardín.

Daniel respondió finalmente. Pero lo hizo con una voz extraña y amenazadora:

– ¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?

Joseph se volvió bruscamente. Sin duda esas palabras habían salido de la boca del jardinero, aunque no parecían haber sido dichas por él. Esta vez no hubo silencios ni vacilaciones. Daniel habló con un aplomo inusitado e inquietante.

– ¿A qué te refieres, Daniel? -preguntó Audrey.

– ¿Qué le pasa? -dijo Joseph, muy preocupado.

Audrey le hizo callar con un gesto violento de la mano y una mirada breve y dura.

– Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?

Habló de nuevo esa voz desagradable. A su gélido tono se le había unido ahora una falsa condescendencia. Daniel le guiñó un ojo a Audrey en señal de una complicidad igual de fingida.

– ¡Se acabó! -dijo Joseph-. ¡Despierta, Daniel!

Era una petición absurda, ya que Daniel no estaba dormido. Ni siquiera estaba hipnotizado, o algo similar, como esas personas que aparecían de vez en cuando en la televisión. Pero la demanda respondía con exactitud a lo que estaba sintiendo Joseph en ese momento. Aquel no era Daniel, y éste tenía que despertarse para volver del sitio donde se hubiera metido.

Daniel volvió. Y lo hizo en el mismo punto en el que estaba justo antes de entrar en esa especie de trance, cuando Audrey le pidió que hiciera un esfuerzo para recordar lo que le decía la voz de sus sueños.

– Yo… no… me acuerdo.

– ¿Eres tú, Daniel?

Estas palabras de Joseph eran una afirmación llena de alivio y no una verdadera pregunta.

– Claro… que soy… yo, Joseph.

– Claro que sí, campeón.

– ¿Puede callarse de una vez y dejarme hablar a mí? -irrumpió Audrey-. Ya ha hablado bastante por esta tarde.

Estaba furiosa. No tenía que haberle dejado asistir con ella a la sesión. Lo había estropeado todo, el muy imbécil.

– ¿Qué pretendía que hiciera? No podía quedarme ahí mirando mientras…

Audrey agarró a Joseph por la manga de su jersey, le obligó a acompañarla hasta la puerta de la habitación y salió con él afuera. Allí, le dijo enfurecida:

– ¡No podía quedarse ahí mirando qué, pedazo de palurdo! ¿Qué cree ese cerebro de mosquito suyo que iba a ocurrirle a Daniel? ¿Que iba a empezar a darle vueltas la cabeza, como a la niña de El exorcista?… -Audrey levantó un brazo y señaló con el dedo hacia el interior del cuarto de Daniel-. Ese hombre que está ahí dentro ha sufrido un trauma. Dios sabe qué le habrá hecho a su débil cerebro. Padece un estrés postraumático severo por culpa del incendio del que usted le salvó y, por lo que acabamos de ver, es posible que, además, tenga personalidad múltiple o que sea esquizofrénico. No ha ocurrido nada extraordinario en esa habitación, señor Nolan. Yo veo cosas así todos los jodidos días.

– Pues lo siento mucho por usted.

La sinceridad de esa afirmación desarmó por completo a Audrey.

– Yo también lo siento, créame. -Audrey suspiró y dijo-: Lamento haberle gritado.

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