– ¿Y qué me dice de haberme llamado palurdo y cerebro de mosquito?
– Sí, eso también lo lamento.
Joseph tendió la mano a Audrey. Ella tenía razón. Se había comportado como un palurdo con cerebro de mosquito.
– ¿Hacemos las paces?
– Claro.
– Entonces la invito a un café. -En esta ocasión fue él quien se adelantó a Audrey al decir-: Y no molestemos más a Daniel por hoy, ¿de acuerdo? Déjele descansar. Lo necesita.
– Está bien. Pero más le vale que ese café suyo sea bueno.
Resultó ser un café pésimo. Los barrios humildes no tienen locales con café expreso. Después de una conversación que no duró demasiado, Audrey se dirigía de vuelta a su casa. Llevaba encendida la radio de su Mercedes CLK, pero no iba atenta a la cadena de música que tenía sintonizada. Su cabeza estaba ocupada rememorando esa conversación. Joseph la interrogó sobre el asunto de las tres mentiras a las que se había referido Daniel. «¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?», había preguntado el viejo jardinero, cuando dio la impresión de transformarse súbitamente en otra persona. Audrey, algo confusa, le dio a Joseph la única explicación que se le ocurría:
– Hay una estatua en la Universidad de Harvard en la que puede leerse «John Harvard, fundador, 1638». Todos allí la conocen como la «Estatua de las Tres Mentiras», porque ni el hombre de la estatua es John Harvard, ni él fundó la universidad, que lleva su nombre, ni Harvard se fundó en 1638.
– ¿De veras? Pues no sirve de mucho esa estatua, ¿eh?
– Bueno. Dicen que da suerte tocarle los pies. Leo… un amigo mío de la universidad lo hacía siempre que pasaba junto a ella.
– ¿Y la estatua le daba suerte?
– No -dijo Audrey, que, en un susurro, añadió-: No nos la dio a ninguno aquella noche.
– ¿Qué?
– Decía que no, que no le dio suerte. Mi amigo Leo murió de un infarto hace unos años.
– Oh, vaya, lo siento.
– Son cosas que pasan…
– Y suponiendo que Daniel se refiriera a esa estatua con lo de las tres mentiras, ¿a qué venía eso? Quiero decir, ¿por qué se le ocurrió hablar de ello?
– Probablemente quería llamar la atención. En estos casos, a veces, el paciente se hace… -Audrey buscó la palabra correcta- una especie de exhibicionista.
– ¿Quiere decir que trataba de impresionarla?
– Algo así.
– Ya. Pero… ¿no le parece que es algo demasiado complicado para Daniel? Primero, él tendría que haberse enterado de que usted estudió en Harvard, además tendría que conocer la historia de esa «Estatua de las Tres Mentiras», y por último tendría que ser capaz de asociar una cosa y la otra para soltarle esa pregunta. No sé… A mí me parece que algo no encaja.
– Estos casos son más complejos de lo que parece. No es inaudito que un paciente con personalidad múltiple muestre aptitudes en algunas de sus personalidades que no están presentes en las otras. En ocasiones hasta se dan diferencias físicas entre ellas. Una vez tuve el caso de una mujer que tenía una visión normal en una de sus personalidades, y que, sin embargo, era miope en otra. La mente es un misterio, señor Nolan. Esto no es sólo una frase bonita. La mente es un misterio de verdad. Es posible que Daniel se enterara por alguna de las monjas de que yo había estudiado en Harvard, y no es tan improbable que él conociera la historia de la estatua. Al fin y al cabo, lleva viviendo en Boston toda la vida. Y de hacer la conexión entre una cosa y la otra, puede que se ocupara ese otro Daniel.
Esta última explicación convenció a Joseph. De hecho, estuvo a punto incluso de convencer a la propia Audrey. Hasta puede que lo hubiera hecho si no fuera por el otro comentario que hizo Daniel y que Joseph parecía no recordar. El comentario fue «Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?». Y era cierto, sí, porque ella ocultaba una mentira. Un secreto sobre algo que ocurrió una noche en Harvard, hacía catorce años, precisamente junto a la Estatua de las Tres Mentiras…
Roma, Italia
La Compañía de Jesús, cuyos integrantes eran conocidos como jesuitas, había caminado siempre por una cuerda floja en sus relaciones políticas con los distintos estados y con la propia Santa Sede. A lo largo de la historia, la Orden sufrió la expulsión de muchos países, fue rechazada y combatida. El sentido progresista de sus miembros los había llevado incluso a ser tachados de izquierdistas en lugares como Suramérica, aunque, contrariamente, para muchos eran tradicionales siervos de Dios. Sus votos incluían la obediencia directa al Papa, y sin embargo muchos papas los habían despreciado. Seguían una estricta formación, que duraba diez años. Estudiaban filosofía y teología, pero también ciencias, y estaban siempre abiertos a conocimientos heterodoxos, como la parapsicología, la ufología o el ocultismo.
Por eso no era de extrañar que el grupo religioso más fronterizo del Vaticano, que se dedicaba a investigaciones que otros, en su ignorancia y su temor, consideraban absurdas o ridiculas, estuviera formado por jesuitas. Los Lobos de Dios habían nacido en 1970, al abrigo del papa Pablo VI. A su muerte, ya con Juan Pablo II en la silla de Pedro -y tras el breve pontificado de Juan Pablo I-, el papa polaco a punto estuvo de disolver el grupo. Los jesuítas no eran precisamente de su agrado, y por eso la cuestión se saldó con un cambio de cabeza. El primer prefecto de los Lobos de Dios fue un vascofrancés, monseñor Virgile Guethary, con quien la nueva cúpula de poder estaba enfrentada. Lo sustituyó en 1979 el polaco Ignatius Franzik, hombre vigoroso, inteligente y diplomático, capaz de moverse en unos tiempos difíciles para la Compañía de Jesús, más favorables a órdenes tradicionalistas como el Opus Dei, nombrada prelatura personal de Juan Pablo II. Su calidad de compatriota del Sumo Pontífice ayudó en gran medida a que los Lobos de Dios no fueran disueltos.
Desde sus comienzos, los Lobos tuvieron contacto con fenómenos paranormales. Los buscaban como sujeto de sus investigaciones. Incluso se dio el caso de uno de sus miembros que fue detenido por intentar colarse en la famosa base militar norteamericana conocida como Área 51. Se extralimitó en su cometido, se dejó llevar por la emoción, eso le ofuscó la mente, e hizo que lo detuvieran. Nadie pudo relacionarlo con la Santa Sede, pero las autoridades averiguaron que se trataba de un religioso jesuita. La orden tuvo que mediar en su liberación y sólo la buena voluntad de las más altas esferas políticas de Estados Unidos evitó el escándalo y la vorágine de la prensa, que lo relacionó con fanáticos de la conspiración OVNI. Aunque lo que él iba buscando nada tenía que ver con los «hombrecillos verdes».
En los años noventa, algunos antiguos miembros de los Lobos instruyeron a la productora que creó Expediente X, aunque a título estrictamente personal. Varios casos de la serie -con la debida adaptación televisiva- habían sido investigaciones reales de los Lobos, y no del FBI estadounidense. Sin embargo, muchos en Roma pensaban de este grupo que era una pérdida de tiempo y de recursos, a pesar de que todo lo extraño merece ser explorado. Lo que no conocemos encierra precisamente las mayores verdades. Descartar lo falso o lo imposible justifica una investigación, ya que sitúa en el camino de la verdad.
Así pensaba el cardenal Franzik, ya un anciano, mientras marcaba desde su despacho el número telefónico directo de Servidio Paesano, prefecto del Archivo Secreto Vaticano.
– ¿Padre Paesano?
– Al habla -respondió una voz ronca al otro lado de la línea.
– Soy Franzik. ¿Ha hecho preparar ya el códice que le encargué?
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