David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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Cuando acabó, el sacerdote subió el volumen de reproducción hasta el máximo y volvió a escuchar todo el fragmento, deteniéndose ahora en los momentos clave. No entendió nada más. Pero sí pudo dar un sentido a las extrañas palabras que antes le parecieron absurdos balbuceos. Creía que Daniel, en realidad, había dicho un nombre: «EUGENE».

Eso no parecía significar nada especialmente relevante. Era un nombre cuya raíz griega significaba El bien nacido. ¿Qué podía querer decir con eso? ¿Sería así como se llamaba el supuesto hijo de la doctora Barrett?

Todos sus frentes de investigación estaban detenidos. Aparte de esperar, sólo tenía ya dos opciones. La primera era que la doctora Barrett pudiera darle personalmente la clave, si es que se recuperaba. Y la última, quizá la más inmediata: visitar a Daniel para intentar sacarle algo, aunque no tenía en ello muchas esperanzas.

Capítulo 38

Boston.

Cloister abrió su cuaderno de notas y llamó a información telefónica. Preguntó por el número del hospital de New London. Se disponía a hacer una gestión que probablemente no iba a dar fruto, pero que no obstante tenía que probar. Cuando le dieron el número, lo marcó y esperó a que lo atendieran. Preguntó a la telefonista del hospital por la doctora Audrey Barrett. Después de un breve silencio, ella dijo que lo sentía, pero que no podía ofrecerle ningún dato. La policía lo había prohibido. En todo caso, habría en algún momento un parte médico.

Cloister agradeció la atención y colgó. Miró en su agenda otro número de teléfono. Un número de teléfono de Roma. Se puso un hombre al que el sacerdote conocía bien, aunque no le tenía demasiado aprecio. Pertenecía al servicio de espionaje del Vaticano, conocido sencillamente como la Entidad.

– Necesito un favor -dijo Cloister, y explicó lo que quería saber.

El otro hombre le pidió algo de tiempo y colgó. A la media hora le devolvió la llamada. Tenía la información: la doctora Barrett estaba mejor de lo que habían dicho en las noticias. No se hallaba en coma, aunque al parecer sufría un shock emocional agudo. Un agente de policía custodiaba permanentemente su habitación, la 517, ya que la doctora se hallaba bajo arresto como sospechosa del homicidio del escritor Anthony Maxwell. Se encontraba consciente, aunque no parecía ser capaz de razonar con claridad.

– No te preguntaré cómo lo has averiguado tan pronto.

– Mejor así.

Cloister sabía que, dadas las circunstancias, entrevistarse con la psiquiatra se auguraba aún más complicado de lo que imaginó. Por el momento sólo tenía la opción de recurrir directamente al viejo Daniel. A pesar de sor Victoria. El sacerdote estuvo dudando unos momentos acerca de si era preferible solicitar del Vaticano un mandato o hablar primero con la religiosa. Bajo ningún concepto deseaba importunarla, ni hacer sufrir a Daniel. Ojalá pudiera renunciar a ello. Pero ya no podía. Se le había encargado investigar, seguir las líneas que considerara oportunas, hasta que llegara a la meta o a un callejón sin salida. Y aunque en varias ocasiones creyó estar metiéndose en una vía muerta, estaba seguro ahora de que la meta se hallaba muy próxima.

Tenía la agenda en la mano, abierta por la página de la residencia de las Hijas de la Caridad. Se dijo que era mejor informar a la monja con franqueza. Si tenía que pasar por encima de ella, que fuera con dignidad y sin sombras. Aquella mujer admirable y valiente lo merecía. No le importaba asumir sobre sus espaldas la responsabilidad del conflicto que seguramente iba a producirse.

– ¿Sor Victoria? -dijo el sacerdote cuando le pasaron la llamada.

– Me alegro de oír su voz. ¿Sabe algo nuevo?

– Me temo que no… -lo pensó dos veces antes de decir-: En realidad, sí. Le pido que no lo diga a nadie más. La doctora Barrett está consciente.

– ¿Fuera de peligro?

– No. Pero no está en coma. Creí que le gustaría saberlo.

– Por supuesto. Es motivo de alegría, y una buena noticia, a pesar de todo lo malo ocurrido.

– Sí, sí que lo es. Aunque lo que tengo que decirle no creo que le agrade tanto, hermana.

La religiosa se mantuvo en silencio. Cloister juraría que escuchó una especie de suspiro, quizá de tensa expectación.

– Sor Victoria -siguió el sacerdote-, es imprescindible que me permita hablar con Daniel.

– ¡No! -dijo ella, tajante-. Estaba esperando que me lo pidiera, pero no puedo permitirlo. Daniel ha pasado ya mucho. ¿No es bastante?

– Lo es, y sé cuánto ha sufrido. Créame, hermana, que no se lo pediría si no fuera absolutamente necesario.

– ¿Tan importante es su investigación?

– Sí. Se lo aseguro.

– Aun así, no puedo autorizarlo. Daniel es más importante que cualquier investigación. No lo permitiré. Usted me prometió que él quedaría al margen. Me dio su palabra.

– Le prometí que haría lo posible, si ello estaba en mi mano. Tendré que recurrir al Vaticano, y lo siento de veras.

La monja se volvió a quedar en silencio. No se enfadó, al menos notoriamente. Mantuvo la serenidad al decir:

– Si es así, hágalo y obedeceré. Aunque le ruego que no lo haga.

– Debo hacerlo. No puedo explicarle los motivos, pero debo hacerlo. Le doy mi palabra de que no tengo alternativa.

– Bien, padre. He de volver a mis oraciones. Gracias por contarme lo de la pobre Audrey.

Cloister se sentía culpable, y no era la primera vez. Cuando se trabaja para los Lobos de Dios, hay que moverse a menudo en los recodos más torcidos de la senda del Señor. Era duro, pero necesario. Por eso, el sacerdote no titubeó al pedir al cardenal Franzik en persona, jefe de los Lobos, que le abriera el candado de sor Victoria.

Daniel estaba tumbado en la cama, con cara de pánico, cuando el padre Cloister entró en la habitación, acompañado de la madre superiora. La religiosa había tenido que acceder a la petición del sacerdote por obediencia debida. Pero no estaba de acuerdo en absoluto con aquel encuentro. El viejo jardinero mostraba un estado de salud cada vez más precario, y su sencilla mente había sufrido más allá de lo que podía comprender.

– Gracias, hermana -dijo Cloister con humildad, y triste por haberse visto forzado a obligarla a aquello.

– Recuerde, padre: una hora. Para que le concediera más tiempo, tendría que ordenármelo el mismo Santo Padre. Y no creo que usted llegue tan alto.

La madre Victoria se equivocaba. Los Lobos de Dios sí llegaban tan alto. Pero el sacerdote no dijo nada y se limitó a asentir.

– Sor Katherine estará junto a la puerta. Si necesita algo, pídaselo a ella. Cuando haya transcurrido el tiempo, yo vendré a avisarle.

Antes de irse, la monja dedicó una mirada de ternura a Daniel.

– No te preocupes, hijo, el padre es un amigo nuestro y no te hará nada malo. Sólo quiere preguntarte unas cosas, ¿de acuerdo?

El anciano emitió un sonido difícil de interpretar, aunque sor Victoria quiso entenderlo como un sí, y añadió:

– Así me gusta. Luego te traeré tus pastas preferidas.

Cuando la puerta se cerró, el ruido hizo dar un respingo a Daniel, aunque no fue un golpe fuerte. Cloister se sentó en la única silla que había en la estancia.

– Hola, Daniel.

– Ho…la.

– Lo que ha dicho sor Victoria es cierto -dijo el sacerdote, que ante la mirada agudamente inquisitiva de Daniel, completó la frase-: No quiero hacerte nada malo. Sólo tengo que hacerte unas preguntas y me iré. ¿Te parece bien?

El anciano asintió con la boca fruncida y los labios apretados.

– Vale.

– Tienes que intentar recordar una cosa. Es desagradable, pero ya pasó. ¿Lo entiendes?

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