David Zurdo - 616. Todo es infierno

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616. Todo es infierno: краткое содержание, описание и аннотация

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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Entonces tuvo una iluminación. Recordó a un antiguo amigo, al que conoció mientras estudiaba ciencias en la Universidad de Chicago: el excéntrico Harrington Durand. A veces lo más obvio es lo que se pasa por alto. ¿Cómo no había pensado antes en él? Por suerte residía muy cerca, en el elegante barrio de Brookline, y ya le había prestado ayuda en otras ocasiones. Cloister miró la hora. Las dos de la tarde. Cualquier persona normal estaría despierta a esa hora, pero Harrington no era una persona normal. En todo caso, aquella llamada era demasiado importante para titubear. El jesuita marcó su número de teléfono de Brookline y esperó los tonos.

– ¿Sí…?

Sorprendentemente, Harrington se puso enseguida al aparato. Y el tono de su voz era alegre.

– Harrington, soy Albert Cloister…

– ¡No te molestes! No estoy en casa. Tendrás que esperar a otro momento.

El muy canalla había grabado un mensaje jocoso en el contestador para confundir a quienes lo llamaran, con un espacio entre la pregunta afirmativa del inicio y el jarro de agua fría final. Pero Cloister no iba a renunciar tan pronto. Oprimió el botón de memoria del teléfono y esperó a que el mensaje volviera a sonar. Repitió la operación media docena de veces, sin resultado. O Harrington no estaba verdaderamente en casa, o tenía los oídos taponados.

Aunque su amigo casi nunca llevaba encima el celular, Cloister optó por lo único que le quedaba por hacer. Buscó su número en la memoria, lo seleccionó y oprimió la tecla de llamada. El aparato estaba encendido. El timbre sonó más de diez veces. Cuando Cloister pensaba que saltaría también un contestador, o que la llamada quedaría cortada, la voz de Harrington se escuchó al otro lado, en un tono muy bajo.

– ¿Sí…?

– Hola, soy Albert Cloister. Necesito tu ayuda.

– Siento decirte que no puedo hablar ahora…

– Es muy importante, Harrington. Tengo que pedirte un favor muy importante.

– Ahora es imposible. Estoy en una reunión… ejem… notable. No puedo decirte más. Estoy rodeado de señores de colores, todos muy circunspectos.

– ¿Señores de colores?

– Sí: azul, verde y negro. Militares y gente del Gobierno.

– Por favor, llámame entonces en cuanto puedas.

Harrington colgó. A pesar de todo, Cloister estaba seguro de que, en esa ocasión, su peculiar y genial amigo no podría ayudarle. Ahora tocaba esperar y adelantar trabajo en otras direcciones. Como la doctora Barrett estaba en coma, ahí no había nada que hacer de momento. Pero le quedaban dos cuestiones abiertas. La primera, entrevistarse con el exorcista. A su llegada a Boston no lo juzgó apremiante, pero había llegado la hora de hacerlo. Los informes del obispado decían que estaba muy impresionado y en estado de postración. Era un jovenzuelo bastante engreído, que se enfrentó con poderes a los que había subestimado. Pero, además de con él, Cloister tenía que hablar con Daniel. A pesar de la prohibición expresa de sor Victoria, tenía que mantener una charla con el viejo jardinero. Si la clave estaba en la doctora Barrett, esa clave había salido de sus labios. Aunque él no lo supiera, o no fuera consciente de ello.

Capítulo 36

Boston.

La habitación era relativamente sobria, aunque decorada con gusto. Se trataba de una pequeña sala con estanterías a un lado, repletas de libros, una mesa alargada en el centro y un amplio ventanal en el lado opuesto. El padre Cloister esperaba allí, en la sede de la archidiócesis de Boston, al sacerdote que había practicado el exorcismo a Daniel, a petición de las Hijas de la Caridad de la residencia de ancianos y con la aceptación de la doctora Audrey Barrett.

Mientras aguardaba, pensando en el escritor Anthony Maxwell, Cloister no pudo por menos que recordar las graves acusaciones de abusos sexuales a menores que se habían cebado con aquella archidiócesis. De hecho, habían pasado sólo cuatro años desde que el cardenal Bernard Law se viera obligado, por los escándalos, a renunciar al obispado de Boston. La ignominia cayó sobre la Iglesia católica estadounidense. Todas las iglesias las componen seres humanos, y los seres humanos son imperfectos. Cloister no era partidario, en absoluto y bajo ningún concepto, de echar tierra sobre ninguna falta o delito. Al contrario. Los hombres y mujeres de Dios -de cualquier credo- debían ser siempre un ejemplo para los demás, incluso al purgar sus propias culpas.

– Buenos días -dijo el sacerdote, alto y delgado, que entró de improviso en la sala-. Soy Tomás Gómez.

Nada más verlo, Cloister lo reconoció por el vídeo del exorcismo. Ese tipo humano no le era ajeno: aficionado a la ceremonia y pagado de sí mismo. En el informe se decía de él que era, a pesar de su juventud, un experto exorcista, que había practicado decenas de veces ese rito en Suramérica -él era de origen portorriqueño-. Pero la verdad es que, por sus reacciones con Daniel y su estado posterior, seguramente nunca antes se había enfrentado con un caso que no fuera más allá de un trastorno mental, que las gentes sencillas atribuían al Demonio.

– Buenas tardes -correspondió Cloister al saludo, al tiempo que se levantaba de su silla-. Tengo que hacerle unas preguntas.

– Naturalmente. Estoy a su disposición.

El joven sacerdote tomó asiento enfrente de Cloister, estableciendo la anchura de la mesa como barrera. Se le veía nervioso y sombrío. Fue una reacción instintiva.

– Gracias. Sólo nos llevará unos minutos. Lo que tengo que preguntarle es muy simple. Necesito que haga usted memoria. Concéntrese durante el tiempo que estime oportuno. Sin duda, recordará el momento en el que la doctora Barrett, antes de abandonar la estancia donde se practicó el exorcismo, se acercó a Daniel.

– Sí, ella estaba como encantada, encandilada…

– Lo que me interesa es saber si usted consiguió escuchar algo de lo que Daniel le dijo al oído. ¿Pudo distinguir alguna palabra, lo que sea?

– Ya lo dije en el informe…

– Eso ya lo sé. Tengo el informe. Era para mí. Sé que usted escuchó algo sobre unos «globos amarillos» y una isla próxima a New London. He de saber si es capaz de recordar algo más. Lo que sea.

– Han pasado los días, y mi recuerdo es como una nube densa. A mi cabeza han venido destellos inconexos… No, creo que no puedo recordar nada más que lo que ya dije. Lo siento de veras.

– Por favor, le ruego que se esfuerce todo cuanto pueda. Es crucial para mí y para mi investigación.

El joven estaba tan abatido que Cloister se dio cuenta de que era inútil apretarle las clavijas. Eso no conduciría a nada. Si no pudo oír algo más, no iba a arrancarle una confesión absurda, basada en la presión. Lo que se había grabado en su memoria fue el grito «TODO ES INFIERNO», y era lógico. También estaba grabada esa frase en la mente de Cloister.

– Está bien. Gracias por todo. Ha hecho usted lo que ha podido. De cualquier manera, si llegara a recordar alguna cosa, aunque le parezca insignificante, llámeme sin falta.

Apenas encendió su teléfono celular, en la calle, Cloister recibió un mensaje en el que se le informaba de una llamada perdida. Era de su amigo Harrington. Eso cortó los pensamientos brumosos del sacerdote y los desvió hacia una pequeña luminaria en la oscuridad. Harrington suponía una esperanza; mínima, pero esperanza al fin y al cabo. Si sólo las grandes contaran, la esperanza no existiría.

– ¿Harrington? -dijo el sacerdote cuando su amigo respondió.

– Has visto mi llamada, supongo.

– Acabo de hacerlo. Estaba en una… reunión.

– Ese titubeo te delata. ¡Pero no quiero que me cuentes nada! ¡Allá tú y tu conciencia! ¿Qué querías esta mañana, que, supongo, seguirás queriendo esta tarde?

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