David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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– Siento haberte molestado, pero necesito un buen filtro de sonido. Antes de que me lo preguntes, te diré que es para tratar de escuchar algo que se dice en un susurro sobre ruidos más fuertes, pero no demasiado altos.

– Quieres decir que no se trata de un concierto, ni nada parecido.

– No. Hay sonidos más altos, y el susurro es muy bajo. El micrófono que captaba el audio estaba más bien retirado, a unos tres metros, más o menos.

– Bien… Déjame pensar… Lo veo difícil, pero ya sabes que para mí nada es imposible.

– Lo sé. Estoy en Boston. ¿Te parece bien que vaya a verte?

– Gracias por tu innecesaria aceptación de mi autohalago. Dame una hora u hora y media. Estoy saliendo del aeropuerto.

Era un tiempo razonable. Cloister dio un paseo, en que no se serenó en absoluto, y trató de comer algo. Tenía el estómago encogido. Después regresó a su habitación del colegio para recoger su ordenador portátil con el archivo de audio del exorcismo. Ojalá Harrington pudiera ayudarle. Era uno de sus últimos cartuchos.

Capítulo 37

Brookline.

Harrington Durand, a quien Albert Cloister había conocido durante sus estudios de física en la Universidad de Chicago, era un hombre extremadamente culto y un ingeniero informático genial. Había dedicado más de la mitad de su vida de vigilia a la lectura casi compulsiva. El resto del tiempo robado al sueño, y restado lo necesario para comer, la higiene y demás actividades de la vida común, lo invertía en crear los programas informáticos más sorprendentes -para la industria civil y la militar-, además de escuchar música clásica y aprender música él mismo, visitar museos o ver películas. Salía de casa lo menos posible, para ir a bibliotecas o librerías, al videoclub, a una sala de exposiciones. Además de epiléptico, padecía una enfermedad de la mente conocida como «fobia social», que le inducía un formidable sufrimiento ante cualquier acto o reunión en que hubiera personas desconocidas o con las que no estuviera absolutamente a gusto. Sólo era capaz de quebrar ese dolor del espíritu a cambio de obtener un placer superior, como cuando frecuentaba a una prostituta universitaria llamada Rachel de la que dependía emocionalmente.

A estos problemas psicopatológicos se añadía un absoluto descreimiento, su ateísmo y su actitud negativa en grado sumo ante la vida. Por ese motivo, Albert Cloister le llamaba «monje de clausura del nihilismo». Así era, en efecto, Harrington Durand: un nihilista que no creía en nada y no daba valor a ninguna cosa que pudiera colocarse más allá de la frontera de la existencia material o del tiempo que a cada uno le ha tocado vivir. Si los dos hombres, tan distintos en sus planteamientos vitales, conservaban la amistad, era precisamente por eso, por ser los dos lados opuestos de un diámetro.

Albert había esperado una hora antes de tomar un taxi e indicarle la dirección de Harrington, en Brookline, a una media hora del centro de Boston. Mientras ocupaba el asiento trasero del coche, el jesuita estuvo pensando en la vida y la muerte, en la Creación y en la bondad del Señor. Contra la protección de Dios, ninguna entidad tenía poder. La fuerza del mal quedaba anulada al enfrentarse con el supremo bien. El miedo es como los malos olores, que a fuerza de soportarlos anulan la capacidad de percepción de la nariz.

Después de mucho insistir con el timbre de la casa, abrió la puerta el mismo Harrington, con aire lozano. Llevaba una bata de raso sobre la ropa y tenía un libro en la mano. Para él no había jet lag ni nada que se le pareciera. Su ciclo circadiano de sueño-vigilia se habían acomodado al curso de la Luna, de modo que cada veintiocho días él había dormido una jornada completa menos que el resto de los mortales, seguidores del luminoso Sol. Para verlo, era necesario adaptarse a su extravagante horario. A veces había que visitarle a las cinco de la madrugada, cuando él se despertaba; o a las once de la noche.

– Pasa -dijo Harrington-. Has tenido suerte. Esos desconsiderados me han sacado de mi horario, los muy cabrones…

– ¿Te refieres a la gente del Gobierno?

– ¿A quién si no? ¿No te he dicho que son unos cabrones…? Pero, en fin, no quiero quejarme más. ¿Has leído Ecce Homo, de Nietzsche?

Harrington levantó la mano y mostró la portada del libro a Albert, mientras caminaban hacia el salón.

– No, no lo he leído.

– Pues te lo recomiendo. Me ayuda a olvidar a esos… Es una puta delicia. Los primeros capítulos se llaman «Por qué soy tan sabio», «Por qué soy tan inteligente» y «Por qué escribo libros tan buenos». Nietzsche es un jodido genio. Mal entendido por casi todo el mundo, por supuesto.

– Por supuesto -reconoció Cloister a su malhablado amigo, en el tono más jocoso que su estado espiritual le permitía.

A pesar de las oraciones, y al intento de tranquilizarse, no había logrado cambiar su estado de ánimo ni obtenido nuevas fuerzas. La perspectiva era dura. Por mucho que lo deseara, no se sentía iluminado de nuevo. Estaba del lado del bien, pero eso ahora no le ayudaba demasiado.

– Insisto en que deberías leer a Nietzsche. Ser culto es importante, por ejemplo para que no te engañen con cosas como el arte moderno.

Albert no se rió con la ocurrencia, aunque en cualquier otro momento lo hubiera hecho.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque es verdad, es la puta verdad… Si la gente supiera cómo funciona el negocio del arte… ¡Ah, qué bien se está en la montaña a la que ninguna chusma accede! ¡Qué fresca el agua de la fuente sin chusma!

– Cada día estás peor, amigo.

– Lo sé. También me lo ha dicho mi psiquiatra. Ah, el hastío… Quizá me suicide.

– ¡No lo dirás en serio!

– Bueno, podría ser, ya lo pensaré. Pero antes de hacerlo asesinaría a mi asistenta. Estoy harto de ella. Rompe mi orden. Me descoloca las cosas. Las mueve con intención de fastidiarme. Como soñar es gratis, he pensado en invitarla a tomar café aquí mismo, en el salón, a ser posible con su marido, y quemarles vivos con unas latas de gasolina. Aunque destruya mi propia casa…

– En realidad no estás tan loco, ¿verdad?

– No, claro que no. Pero a veces me gustaría estarlo. El contacto con la realidad es malo. Preferiría vivir en un mundo de fantasía generado por mi mente. Como en Ma trix, aunque sin que me chupen la energía… ¡Bien, dejemos de hablar de mí! Me dijiste por teléfono que necesitabas un filtro de sonido, ¿no?

– Exactamente eso.

– Pero concreta más, por favor. Mientras lo piensas, voy a buscar una pastilla que tengo que tomarme.

Harrington regresó al poco con un vaso de agua y una enorme cápsula de color rojo y blanco. Se la tomó como una serpiente engulle a su víctima y volvió a sentarse.

– Es para las jaquecas -dijo, mientras se tocaba la cabeza-. No sabes cuánto sufro. Me están matando. ¿Sabes lo que decía Schopenhauer sobre el placer y el dolor?

– No, no lo sé. Seguro que algo horrible.

– Ciertamente sí: decía que para comprender qué es más fuerte, el placer o el sufrimiento, comparemos el placer que siente un animal que devora a otro con el sufrimiento que supone el ser devorado.

Albert se quedó callado un momento, con expresión de desagrado en el rostro.

– Pero ¿qué le pasaba a ese hombre para decir semejantes cosas?

– Es muy natural -replicó Harrington-: Hay que ponerse en su lugar. No follaba nunca, el pobre… Pero, bueno, vayamos a lo que nos ocupa.

– Tengo una grabación hecha con cámara de vídeo doméstica. He separado el audio. Se escuchan unos gritos y ruido, pero lo que yo necesito es escuchar un momento determinado. Entre el micrófono y la persona que habla en susurros se interpone otra persona. Sólo se me ocurría recurrir a ti. ¿Crees que puedes hacer algo?

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