David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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– Hermana, ¿está usted viendo las noticias?

– No. Estaba en mi cuarto, rezando.

– Pues póngalas. La CNN. Acaban de encontrar a la doctora Barrett.

– ¿Acaban de encontrarla?

Ahora era la religiosa quien mostraba angustia en su voz, temiendo lo peor.

– Al parecer está malherida, pero viva.

– ¡Dios del cielo! ¿Y cómo ha sido?

– Aún no saben mucho. Lo dirán más tarde.

– Gracias por llamar, padre.

Conmocionada por la noticia, la madre superiora colgó el teléfono sin despedirse.

El sacerdote, que no había separado la mirada del televisor, volvió a subir el volumen. Ignoraba cuánto tardarían en dar nuevos datos sobre el suceso, pero no estaba dispuesto a perder detalle. Era crucial no perderlo. La doctora Barrett había sido hallada viva, aunque herida gravemente. No podía morir: la clave estaba en ella.

– ¡No es posible!

El grito de Cloister precedió al salto que lo llevó hasta el armario donde tenía guardados los cuadernos de la doctora y sus notas de la investigación. Cogió la primera de sus libretas y empezó a escrutar las páginas. Allí estaba: el sacerdote exorcista había declarado que Daniel, durante el rito, mencionó la localidad de New London, en Connecticut, y una isla cercana. A la doctora Barrett la habían encontrado en una isla, Fishers Island, y precisamente en el estado de Connecticut.

El sacerdote empezó a entender mucho más de lo que pudo sospechar. Los «globos amarillos», el hombre muerto con niños secuestrados en su sótano… Aquel tipo debía de ser un pederasta. Los globos les encantan a los niños. La doctora Barrett debió de ser víctima suya de alguna manera. O su hijo…

«Conectamos en directo con Fishers Island, en Con necticut, para ampliarles la noticia que les adelantábamos hace unos minutos desde el lugar de los hechos.»

La imagen mostró una casa de campo, al fondo, rodeada de coches de policía y sirenas encendidas. En primer plano, un reportero con un paraguas, pues llovía abundantemente, empezó a narrar los acontecimientos, o lo que se conocía de ellos hasta el momento.

«Estamos ante el domicilio del solitario escritor An thony Maxwell, autor de decenas de cuentos infantiles bajo el seudónimo de Bobby Bop, donde ha sido hallado esta tarde su cuerpo sin vida. En su sótano, las autoridades han encontrado a seis niños en un estado lamentable, pre sos en una especie de celdas, con las bocas cosidas y ali mentados a base de papillas líquidas administradas con caña. Todos han sido ingresados en varios centros médicos de la zona. También se han hallado en la casa los cadáveres de al menos otra decena de niños. Se ignora aún la in terpretación que la policía hace de estos macabros hechos. Lo que sí podemos confirmar es que otra persona, identi ficada como la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, ha sido encontrada por agentes de la policía del estado cerca de la casa, herida de gravedad. Posiblemente trató de llegar a su coche, oculto al otro lado del Lago del Tesoro. La doc tora ha sido ingresada en el hospital de New London, donde los médicos luchan por su vida. Para finalizar, un dato más antes de devolver la conexión a nuestros estudios centrales. La policía interroga a estas horas al novio de la doctora Barrett, Joseph Nolan, por si pudiera aportar algún dato esclarecedor en este triste suceso.»

New London. Un novio. Un posible hijo.

Albert no salía de su asombro. Todo cobraba sentido y, además, había un nuevo participante en el rompecabezas. Sonó su teléfono celular. Era la madre Victoria, conmo-cionada después de la ampliación de la noticia.

– ¿Usted sabía que la doctora Barrett tenía novio? -preguntó el sacerdote.

– No… Era tan solitaria… Aunque es cierto que, en las últimas semanas, trabó amistad con el bombero que salvó a Daniel del incendio.

– ¿Es el Joseph Nolan que han mencionado en las noticias?

– El mismo. Sé que ha tratado de encontrar a Audrey. Estaba muy afectado. Pero ignoraba que entre ellos hubiera algo más…

– ¿Por qué no me habló de él?

– No sabía qué relación podía tener con su investigación.

Cloister se dio cuenta de que estaba siendo injusto con la religiosa. Sus investigaciones habían avanzado mucho desde que llegara a Boston. Sor Victoria, en efecto, no podía saber en qué dirección habían ido sus pesquisas. Para ella, la doctora Barrett nada tenía que ver con el resultado del exorcismo y con las visiones del viejo Daniel. Sólo era una persona que le ayudó y que, impresionada por su situación, había huido, desapareciendo por algo que Daniel dijo.

– Discúlpeme, hermana, tiene razón. Me he dejado llevar. Si Nolan la llama a usted por teléfono, por favor dígale que necesito hablar con él.

– Así lo haré.

– Déjeme que le pregunte otra cosa más, hermana. ¿Usted sabe si la doctora Barrett tiene hijos?

– No, que yo sepa. Ella me dijo que nunca estuvo casada, y yo deduje que tampoco tendría hijos. Pero, claro… ¡Oh, Dios mío! Lo dice por esos pobres niños…

– Exacto.

– Lo que sí sé, y quizá le interese saberlo a usted, es que Audrey pasó toda su infancia en New London, con sus padres. Cuando el padre murió, ella y su madre se trasladaron de Hartfod para reducir gastos, a una antigua casa que su madre poseía allí.

– Gracias por todo, madre Victoria.

La monja se despidió de Cloister. Pero, antes de colgar, repitió algo que ya le había dicho cuando se conocieron: allí actuaban fuerzas terribles y ocultas. Siempre lo sospechó. El sacerdote no respondió nada a eso, pero sabía que ella tenía razón. Más razón de la que pudiera llegar a imaginar.

Capítulo 35

Boston.

Todos los estudiosos de la psicología y la parapsicología, y de los sucesos paranormales, saben que los deficientes mentales poseen un sexto sentido en lo que se refiere a captar lo oculto, a sufrir visiones, a percibir aquello que no es visible para todos. Es como si su mente tuviera un receptor especial, menos «lleno» que el de las personas llamadas normales. El cerebro es un gran enigma, pues genios como Mozart pudieron ser disminuidos psíquicos, o también algunos pintores y escultores de enorme creatividad.

Ahora, la mente simple del viejo jardinero Daniel había sido como una radio sintonizada con aquella entidad maléfica, dentro de su plan establecido, como un eslabón más de ese plan macabro.

En la cripta bajo el edificio Vendange, Cloister trató de establecer contacto de nuevo. Pero ya no pudo hacerlo. Sólo le quedaba intentar algo casi descabellado, quizá imposible, en lo que antes no había reparado y que se le ocurrió de pronto: captar el sonido de la grabación del exorcismo, la parte en que Daniel hablaba al oído a la doctora Barrett, y filtrarlo como fuera para mejorarlo y tratar de entender algo más. Los labios de Daniel no se veían en la imagen, ya que de haber sido así, su movimiento bastaría para que alguien capaz de leerlos tradujera lo que había dicho. Por desgracia quedaban tapados por la doctora cuando ésta se recostaba para escuchar las palabras del viejo.

De todos modos, el sacerdote capturó en su ordenador portátil el sonido de la parte de la cinta que le interesaba. Luego abrió el archivo digital con un programa de tratamiento de audio y subió el volumen al máximo. Fue manipulando con paciencia los diversos controles de filtrado y se puso unos cascos para que la calidad del sonido no disminuyera. Cada ruido o palabra, tan amplificados, le producían dolor en los oídos. Pero de la voz de Daniel, nada. Ni siquiera un susurro.

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