– ¡Seguiré tu maldito juego! ¡Conduzca a donde conduzca!
Resoplando, esperó a que el led rojo que indicaba registro de sonido se apagara y luego reprodujo el archivo digital. La entidad había respondido a su aceptación de lo que le estaba proponiendo, sin condiciones.
– Eso me satisface, aunque no es ningún juego. Has elegido lo correcto, como siempre, y como siempre, Lo correcto te dolerá. Lee el G énesis, el primer capítulo. Estúdialo con cuidado y detenimiento. Cambia tu punto de vista. Hasta ahora te ha sido imposible com prender lo evidente, lo que cualquiera puede ver con solo mirar. De bes leer otros textos. Los que tu Iglesia llama Evangelios Apócrifos. No quiere admitirlos porque les tiene miedo, Y en eso está en lo cier to, aunque nunca llegará siquiera a imaginar por qué, ni cuánto miedo debe tener. Tú si obtendrás ese privilegio. Basta con que leas el Evangelio de Nicodemo y el Evangelio de Tomás de la Infancia de ese Jesús. Léelos entre líneas. Entre líneas rectas. Algunas cosas torcidas saltarán a tu vista. Y cuando lo hayas hecho, vuelve a mí.
Tras escuchar la última comunicación, ya no había nada que hacer allí, y el jesuíta empezaba a sentir dolor físico de tanta tensión acumulada. Incluso le pareció como si una mano invisible lo tocara. En medio del silencio de la cripta, recogió su grabadora y su cuaderno, apagó el foco no sin antes haber encendido una linterna, y salió por la escalera que ascendía al exterior. Regresó al colegio, a su habitación, y rezó largamente. Después cogió su Biblia y se tumbó en la cama, algo más relajado. La oración había aliviado su aflicción, pero su alma seguía percibiendo la oscuridad adherida a ella. Abrió por el principio el libro que el consideraba sagrado, y leyó para sí: «En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…».
Casi sin darse cuenta, fue avanzando línea a línea, párrafo a párrafo. Leyó cómo Dios creó el mundo de la nada. Cómo se hizo la luz… Después, el Paraíso Terrenal y los dos primeros seres humanos, Adán y Eva, a los que bendijo y pidió que crecieran y se multiplicaran. Dios les otorgó poder sobre todas las otras criaturas, pero les prohibió una sola cosa: comer el fruto del árbol de la vida, en el centro del Edén. No quiso que se abrieran sus ojos al hacerlo, ya que en tal caso conocerían el bien y el mal. La serpiente -el Demonio- les tentó, y dijo que Dios les había engañado al decirles que morirían si comían del árbol; les dijo que no morirían. Y no murieron. La serpiente les tentó, pero Dios había mentido. La ceguera de los ojos de Adán y Eva se quebró. Se les cayeron los velos que les impedían ver. Sintieron miedo, vergüenza, pudor. Perdieron las firmes sujeciones en las que agarrarse. Y Dios dijo, enigmáticamente: «He aquí que el ser humano es como uno de nosotros». Pero ¿a quiénes se refería?
Dios había mentido…
De repente, Cloister se detuvo.
– ¿Dios mintió? -se preguntó a sí mismo, en un tono inquisitivo que reflejaba una perpleja incredulidad. La perpleja incredulidad de quien desea estar equivocado, pero no cree realmente estarlo.
El Génesis era un relato simbólico. Cualquier teólogo lo sabía. Sólo las personas con fe más sencilla lo tomaban por una realidad histórica. Lo importante estaba en el sentido. Y el sentido era precisamente… que Dios mintió.
El sacerdote tomó aire. Sentía una opresión en el pecho, y su rostro exhibía una expresión de asco que él mismo no podía imaginar en su propia cara. La entidad tenía razón. Estaba asustado. El miedo le provocaba esa sensación parecida al calor dentro de la cabeza. Un zumbido movía sus tímpanos desde dentro. No disponía de los textos que había citado la entidad, de modo que accedió a internet y tecleó la dirección de una página que recogía todos los escritos apócrifos hallados hasta la fecha, incluyendo los pergaminos del mar Muerto y los de Nag Hammadi. Esbozó una leve y doliente sonrisa al recordar que casi ningún cristiano sabía que el Evangelio de san Juan había estado a punto de ser considerado apócrifo. La frontera entre unos relatos y otros estaba poco definida. Incluso las Biblias de distintas iglesias cristianas diferían en algunos de sus libros, o se consideraba a algunos de éstos muy cercanos a lo apócrifo. En cuanto al Nuevo Testamento, la vida de Jesús y la posterior conformación de la primitiva Iglesia cristiana, distaban mucho de ser narraciones rigurosas. Del propio Jesús se sabía muy poco con visos de ser indiscutiblemente cierto. Se había llegado a decir que no nació en Belén, que era rico, que tenía sangre egipcia, que viajó por Persia, la India y el Tíbet, que desbancó a Juan Bautista y fue rival suyo, que estuvo casado con María de Magdala y hasta que no murió en la cruz, con lo que, evidentemente, tampoco habría resucitado. De hecho, supuestas tumbas suyas llegaron a ubicarse en distintos lugares, desde la propia Jerusalén hasta la localidad japonesa de Shingo, pasando por Rozabal en Cachemira y otros diversos lugares, a cuál más estrambótico.
Mientras pensaba, Cloister bajó a su ordenador los documentos en formato PDF: los evangelios apócrifos de Nicodemo y de Tomás de la Infancia. Los conocía ligeramente, pero nunca leyó ninguno de los dos en profundidad y con total atención. Ahora leía el de Nicodemo buscando «claves». Y pronto encontró algo que bien podía ser una de ellas. Eran unas frases de Satanás desde los infiernos, en las que decía:
Prepárate a recibir a Jesús, que se vanagloria de ser el Cristo y el hijo de Dios, pero que es hombre temerosísi mo de la muerte, porque yo mismo le he oído decir: «Mi alma está triste hasta la muerte». Y entonces comprendí que tenía miedo de la cruz.
¿Miedo…? ¿Jesús…? ¿Miedo a la muerte? ¿Acaso no tenía confianza en el Padre? ¿Acaso no sabía que era el hijo de Dios? Cloister no comprendía que Jesús tuviera miedo a la muerte, sino sólo al modo de morir. La cruz era un método de ajusticiamiento terrible. Los romanos sabían cómo disuadir a los criminales de sus delitos. Por norma general, un reo tardaba hasta más de un día entero en morir. Su agonía era inimaginable, tratando de elevarse sobre los pies, forzando los brazos, para robar un poco de aire y no morir asfixiado, sabiendo que el final es inevitable. Una forma de matar muy cruel, propia de un mundo y una época crueles.
El sacerdote siguió leyendo, finalizó el Evangelio de Nicodemo y comenzó el de Tomás de la Infancia. Aquel sí que era un texto desconcertante. Mostraba a un Jesús niño de feroz brutalidad, malhablado e inmisericorde con sus semejantes y el resto de habitantes de Nazaret. Su «juego» favorito era hacer que los demás murieran a poco que lo contrariasen. Más que la infancia de Jesús, parecía la infancia del mismo Satanás.
Y un fariseo, que estaba con el niño, tomó un ramo de olivo y destruyó la fuente que había hecho Jesús. Y, cuando Jesús lo vio, se enojó y dijo: «Sodomita impío e ignorante, ¿qué te habían hecho estas fuentes, que son obra mía? Quedarás como un árbol seco, sin raíces, sin hojas ni frutos». Y el fariseo se secó, y cayó a tierra y murió. Y sus padres llevaron su cuerpo, y se enojaron con José. Y le decían: «He aquí la obra de tu hijo. Enséñale a orar, y no a maldecir».
Otra vez, Jesús atravesaba la aldea, y un niño que corría, chocó en su espalda. Y Jesús, irritado, exclamó: «No continuarás tu camino». Y, acto seguido, el niño cayó muerto. Y algunas personas, que habían visto lo ocurrido, se preguntaron: «¿De dónde procede este niño, que cada una de sus palabras se realiza tan pronto?». Y los padres del niño muerto fueron a encontrar a José, y se le quejaron diciendo: «Con semejante hijo no puedes habitar con nosotros en la aldea, donde debes enseñarle a bendecir, y no a maldecir, porque mata a nuestros hijos».
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