David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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O puede que sí…

A Cloister se le ocurrió una idea que quizá tuviera algún sentido. Sacó su libreta de notas y escribió en ella el número 109 en numeraciones hebrea, griega y romana. Las observó durante un buen rato. Ninguna de las tres distintas grafías le inspiraba nada concreto. Nada hasta que se dio cuenta de algo a lo que, en un primer momento, no dio crédito. Su amigo Cecilio Gracia lo observaba en silencio, inmóvil, tratando de no perturbar sus pensamientos, como si no estuviera allí.

– ¡Dios mío! -susurró el sacerdote.

– ¿Qué sucede? -inquirió Cecilio, rompiendo su silencio, en tono preocupado. Sabía que Albert Cloister investigaba sucesos paranormales, misterios, enigmas sin respuesta. Aquella reacción no presagiaba nada bueno.

El 109 en numeración latina era CIX. Si se invertía el orden de los signos, resultaba transformarse en XIC, que carecía de significado en esa numeración, pero que sí lo tenía en la numeración griega…

Ji, iota, stigma: ¡XIC es 616 en números griegos!

El sardónico Príncipe de las Mentiras le había puesto un acertijo que él acababa de desvelar. Había recordado la frase en arameo invertido que gritó Daniel durante su exorcismo. Era el mismo truco. Una nube densa inundó su mente. Quedó embotado, fuera de sí, mareado físicamente. Agachó la cabeza sobre la mesa hasta tocar con la frente en ella.

– ¿Cómo has dicho, Albert? ¡Por amor de Dios, dime qué te pasa!

– No, no puedo contarte nada -dijo Cloister, sombrío-. Es mejor para ti que no lo sepas, créeme. Tendrás que darme ese margen de confianza. Espero que no lo tomes a mal. Lo siento. Lo siento de veras. Ahora tengo que irme.

Antes de que Gracia pudiera abrir de nuevo la boca, el sacerdote recogió sus cosas y salió afuera. Ni siquiera esperó al ascensor. Se lanzó a las escaleras y bajó hasta la planta de salida. Con su amigo detrás, casi sin poder seguir su paso, atravesó la puerta de seguridad -que para salir no requería tarjeta ni código- y, luego, el arco detector custodiado por un vigilante jurado. Sólo un momento volvió la mirada atrás, para decir de nuevo a su amigo:

– Lo siento.

– Yo también lo siento -contestó éste. Y ya para sí, porque el padre Cloister había salido por la triangular puerta acristalada-: Ojalá todo se solucione. Sea lo que sea.

Capítulo 31

Fisher Island.

No había una sola nube en el cielo. La noche era apacible. Sólo el motor del todoterreno de Maxwell interrumpía la quietud, hasta que éste lo apagó. Después de bajarse del coche, atravesó a oscuras la distancia que separaba el garaje de la casa. El escritor estaba de muy buen humor. Iba silbando una pegadiza musiquilla infantil que sirvió de himno en el acto del que había sido la estrella protagonista. Había firmado un buen montón de cuentos. Los padres de Fishers Island lo adoraban. Y él adoraba a sus hijos. Maxwell adoraba a todos los niños del mundo. Oh, sí que los adoraba… El principio de una erección se notó claramente en sus pantalones de pana. Ardía en deseos de entrar en casa y pasar un rato divertido con sus juguetes del sótano. La urgencia de esta necesidad le llevó a acelerar el paso para llegar cuanto antes. Aún silbaba la canción infantil cuando abrió la puerta de su casa. Pero lo que vio al entrar en ella le hizo detenerse abruptamente. La puerta del sótano estaba forzada. Alguien había arrancado la cerradura. Donde ella debía estar, sólo quedaban astillas y un hueco en la madera. Sintió cómo la ira le quemaba por dentro.

– ¿Quién? ¿Quién?

No obtuvo respuesta. La anterior expresión alegre de su rostro había mudado por completo. Sus ojos enloquecidos miraban a todas partes. Una vena hinchada le cruzaba la frente, y en las comisuras de sus labios empezó a acumularse saliva seca. Enfiló la escalera del sótano sin encender la luz. A punto estuvo de caerse rodando justo antes de saltar desde el último rellano de escaleras. Ya abajo, encendió una lámpara de pie.

– ¡NOOO!

Gritó con todas sus fuerzas. Habían profanado su templo. Le habían robado uno de sus juguetes. Su preferido.

Maxwell subió otra vez a la planta baja. Su boca espumajeaba de rabia. Se dio cuenta de que había un olor extraño en el aire. Era un perfume de mujer. Maxwell miró hacia el piso superior, por el hueco de la escalera, como si hubiera percibido allí una presencia extraña, y gritó:

– ¡PUTA!

Pasó por la cocina y emprendió de nuevo una carrera maníaca, esta vez escaleras arriba. Ahora no consiguió evitar tropezarse. La nariz de Maxwell emitió un crujido terrible al golpear la barandilla de hierro. Cuando se levantó, la sangre le cubría el rostro y su nariz estaba torcida en un ángulo extraño.

Ajeno al dolor que debía estar sintiendo, emprendió de nuevo la carrera hacia su cuarto. La puerta, que también debía estar cerrada, se hallaba abierta como la del sótano.

Maxwell se detuvo en el umbral. En una de sus manos resplandecía el filo de un cuchillo. Cada centímetro de su ser destilaba odio. Escupió a un lado una mezcla de sangre y saliva, y repitió, ahora con voz nasal:

– Puta…

Había una mujer sentada en su cama. Era la misma forastera con la que había conversado en el supermercado del pueblo. Su gesto era de una calma absoluta. Susurraba una canción, «La rosa», de Bette Midler, y tenía los brazos alrededor del cuerpo escuálido de un adolescente vestido como un niño pequeño.

– Estábamos esperándote -dijo Audrey.

Maxwell se lanzó sobre ella con un grito feroz. Los dos clavaron su cuchillo en el cuerpo del otro al mismo tiempo. Las hojas afiladas abriéndose paso en la carne y el hueso produjeron un sonido espeluznante. El muchacho al que Audrey estrechaba entre los brazos se mantuvo sentado en la cama. Contempló en silencio la sangrienta escena. Nada salió de su boca. Ni una palabra. Ni un aullido de miedo o de lamento. Nada podía salir de su boca. Anthony Maxwell se había encargado de eso.

Capítulo 32

Boston.

– ¿Eres tú Lucifer? Y, si lo eres, ¿puedes revelarme ya la verdad?

Con estas preguntas directas, el padre Cloister retomó, a su regreso a Boston desde la capital de España, las comunicaciones psicofónicas con la entidad de la cripta bajo el edificio Vendange.

– T ú lo has dicho. Soy Lucifer, ya lo sabes, y sabes que es cier to -respondió la voz a través de la grabadora. Y continuó-: ¿Revelarte la verdad? No. Mi escritura es tocida en renglones rectos. Ay, pobre de ti, los renglones son siempre rectos: ¡lo torcido es lo que se escribe en ellos! yo escribo con letras sinuosas, quebradas, encrespadas y ensortijadas Escuche quien tenga oídos. Escuche quien tenga… valor. ¡Yo te daré las letras, pero tú habrás de recomponer las frases! Mis letras son letras oscuras. De dolor y desesperanza. Sobre todo desesperanza. ¿Todo es Infierno?, te preguntas. Pero no comprendes el auténtico significado de esta frase, y yo no voy a revelártelo. No me creerías porque no podrías creerme. Ni siquiera la muerte puede borrar esa gran verdad, tendrás que descubrir la verdad. La verdad con letras de fuego.

Cuando escuchó la grabación, un escalofrío recorrió la espalda del sacerdote, erizando el vello de su nuca. Apretó los dientes. Hacía tiempo que se había reventado el sólido bloque de mármol en el que se convertía para afrontar las investigaciones. No podía huir y olvidarse de todo. Ni tampoco quería hacerlo. O quizá huir sí, si pudiera, pero no olvidarse. Olvidarse, nunca.

Cloister notaba su cabeza a punto de estallarle. Sus ojos apenas cabían en las órbitas, y los párpados parecían de metal. Tenía calor en el rostro y frío en el resto del cuerpo. Las venas de su cuello palpitaban al ritmo de un corazón acelerado. Aferró la grabadora, preso de la ansiedad. La puso de nuevo en marcha y gritó al micrófono:

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