David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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Se dijo que lo mejor era identificarse como sacerdote, aunque tenía dudas de que fuera a servirle de algo. Vestía de paisano, y eso podría hacer al agente recelar. No sería la primera vez que un periodista poco escrupuloso se hacía pasar por lo que no era, para conseguir una exclusiva. El jesuita tenía un carné que lo acreditaba como sacerdote. Pero estaba escrito en lengua italiana, y era improbable que le resultara de utilidad con ese policía de aspecto pueblerino.

De todos modos, tenía que intentarlo.

– Disculpe, agente.

El hombretón lo miró con gesto neutro, que enseguida transformó en hostil.

– ¿Qué es lo que quiere?

Cloister optó por no andarse con rodeos:

– Soy sacerdote. Necesito hablar con la doctora Barrett. Es una cuestión de vida o muerte.

– Lo siento, pero eso va a ser imposible. Son órdenes.

– Mire, puedo probar que soy sacerdote -dijo Cloister mostrando su carné en italiano.

El policía le echó un vistazo rápido y desinteresado, con gesto bovino, y después levantó los ojos hacia su interlocutor para decir:

– Aunque fuera usted el mismo Papa, y no se ofenda, no podría dejarle entrar.

Había alguien más dentro de la habitación, con Audrey. Se oyó movimiento al otro lado de la puerta. Justo antes de que la manivela girara, Cloister y el policía se volvieron. En el umbral apareció un hombre alto y moreno, de rostro preocupado. El día había sido muy largo para él.

– ¿Sucede algo? -preguntó al agente.

– Nada, señor Nolan.

«¿Nolan?», pensó Cloister.

– ¿Es usted Joseph Nolan? -dijo-. ¿El bombero que rescató a Daniel?

– Sí. ¿Quién es usted y cómo sabe eso?

– Mi nombre es Cloister, Albert Cloister. Soy jesuíta. Me envió el Vaticano para investigar el caso de Daniel. La madre Victoria fue quien me habló de usted y de lo que hizo por él.

– ¿Conoce a la madre Victoria?

– Está muy preocupada por Audrey -dijo Cloister-. Todos lo estamos. No puedo explicarle las razones, ni cómo se han precipitado los acontecimientos, pero le juro que es imprescindible que yo vea ahora a la doctora Barrett.

Los ojos del sacerdote le dijeron a Joseph que decía la verdad. Y le revelaron también algo más. Tenían una expresión familiar para el bombero. La había visto muchas veces en las miradas de quienes estaban a punto de morir quemados por el fuego: una mezcla de terror y apremio. Era extraño verla en cualquier otra circunstancia. Joseph se preguntó quién era realmente aquel sacerdote y qué es lo que pretendía de Audrey.

– Se encuentra muy débil -dijo Nolan-. Y además está durmiendo. No creo que sea buena idea…

– No puedo marcharme sin hablar con ella -atajó Cloister, de nuevo con esa inquietante expresión en los ojos-. Le aseguro que sólo será un momento. Debo preguntarle una cosa. Tengo que hacerlo, ¿me entiende?

– Dígame qué quiere saber, y yo se lo preguntaré.

Cloister sopesó esta opción. Pero enseguida tuvo que descartarla. Era imposible transmitirle al bombero lo que necesitaba saber. Ni siquiera un largo discurso bastaría para ello. Y sólo lograría parecer un loco.

– Ojalá pudiera hacerlo, señor Nolan, pero no puedo. Llame a la madre Victoria. Confirme mi identidad, si lo desea. Pero, por favor, déjeme entrar.

– Eh, eh, un momento, un momento -intervino el policía, molesto-… Soy yo quien decide aquí quién puede entrar y quién no. Y ya le he dicho que no puede pasar, por muy sacerdote que sea.

Después de estas palabras, hubo un silencio. Cloister se sintió impotente. No iba a marcharse de allí sin hablar con Audrey. Se lo había dicho al bombero, y realmente estaba dispuesto a hacer lo que fuera preciso para conseguirlo. Su cerebro empezó a buscar alternativas. Desesperado, incluso se le pasó por la cabeza la loca idea de provocar un incendio en la planta, para colarse en el cuarto de la psiquiatra aprovechando la confusión. Había llegado demasiado lejos para desistir ahora.

– Yo… -empezó a decir el jesuita, aunque sin saber muy bien cómo continuar.

Por suerte para el sacerdote, la vehemencia de sus palabras había calado por fin en Joseph, que dijo, de un modo convenientemente dócil:

– Déjele entrar, agente Connors. Yo me hago responsable.

– Pero… Tengo mis órdenes…

– Será sólo un instante. Usted y yo somos prácticamente colegas. ¿No puede hacerle un favor a un colega? Nadie tiene por qué enterarse. Además, siempre puede decir que ella pidió un sacerdote.

El agente reflexionó durante unos segundos, y luego dijo señalando a Cloister con el dedo:

– Voy a tomarme un café. Cuando vuelva de la cafetería, espero que se haya ido.

– Muchísimas gracias, agente -dijo el jesuita, aliviado.

La habitación estaba en penumbra. Sólo un neón sobre la cama la iluminaba débilmente, con una luz blanca y fría. Era curioso que, en todo ese tiempo, Cloister nunca se hubiera preguntado cómo sería físicamente Audrey Ba-rrett. Ahora veía su rostro por primera vez. Había en él un cansancio infinito, pero Audrey era una mujer hermosa. De su cuerpo partían cables que la conectaban a varias máquinas. En las pantallas resplandecían diversos indicadores, cada uno de un color. Audrey estaba durmiendo, como Joseph había dicho.

– ¿Qué tal se encuentra? -le preguntó el jesuita.

– Los médicos han dicho que su situación es estable. No está tan grave como pensaron en un principio, aunque perdió mucha sangre -dijo Joseph, mirándola con ternura.

Cloister se dio cuenta de que la psiquiatra tenía algo sobre el pecho. Era un cuaderno, que aferraba entre sus manos. Sin que nadie se lo pidiera, Joseph explicó:

– No lo suelta ni por un momento. Es un regalo de Eugene.

El corazón del sacerdote dio un vuelco cuando oyó ese nombre.

– Ése es el nombre de su hijo, ¿no es cierto?

– Sí… -respondió Joseph con gesto ausente-. Todos aquellos pobres niños… Tenía la boca cosida. Todos la tenían. -El bombero miró fijamente al sacerdote, y añadió-: ¿Qué clase de animal puede hacer algo así? ¿Cómo puede permitir Dios ese tipo de cosas?

El jesuíta no pudo evitar pensar en darle alguna de las respuestas convencionales para esa pregunta. Se le ocurrió decirle que Dios no tiene la culpa: que la voluntad que concede a los hombres, su libertad para elegir el camino que deben tomar, es lo que lleva a los seres humanos a los mayores actos de bondad y también a las más horrendas atrocidades. Pero ahora se daba cuenta de que eso no bastaba. Después de todo lo que había ocurrido, lo único que pudo decir fue:

– No lo sé, Joseph. Realmente no sé por qué Dios permite ese tipo de cosas.

– Cuando pase todo esto, quiero hacer feliz a esta mujer. Y a Eugene. Los médicos dicen que, en casos como el suyo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que algún día pueda volver a ser relativamente normal. Es cara o cruz. Pero estoy convencido de que Eugene saldrá adelante. Parece un muchacho muy fuerte.

En ese momento, Audrey se despertó. Estaba débil y le costaba despabilarse. Por eso, Cloister, intervino diciendo:

– ¿Doctora Barrett? ¿Audrey? ¿Me oye?

– ¿Quién es… usted? -dijo ella, con su frágil voz, después de comprobar que el cuaderno de Eugene continuaba en su regazo.

– Soy sacerdote. El padre Albert Cloister. Me llamaron cuando usted desapareció, después del exorcismo de Daniel.

– ¿Un exorcismo? -exclamó inquisitivamente Joseph, pasmado.

El no sabía nada sobre ningún exorcismo.

– No podía… contártelo -dijo ella-. Perdóname, Joseph. Fue… Ya tendremos… tiempo para eso… ¿Qué es lo que… quiere, padre… Cloister?

El jesuíta miró a Audrey con la esperanza de que ella resolviera sus últimas dudas. Sólo había una pregunta que podía formularle. La respuesta a esa pregunta era lo único que le faltaba por saber, y que, sin duda, ella sabía.

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