David Zurdo - 616. Todo es infierno

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Albert Cloister, miembro de los Lobos de Dios, grupo secreto del Vaticano encargado de estudiar los fenómenos paranormales que suceden en cualquier rincón del mundo, persigue todas aquellas experiencias sobrenaturales que remiten a la aparición del Maligno. En su camino hacia el descubrimiento de la verdad que se oculta detrás de los casos que investiga, se cruza con la psiquiatra Audrey Barrett, cuya biografía esconde un misterio que tan sólo el anciano deficiente Daniel, en estado de trance, le sabrá desvelar. Las declaraciones de Daniel sumen a la doctora Barrett en un caos vital, pero despejan la investigación del padre Cloister. A partir de ese momento correrá hacia un final tan desolador que, a pesar de haberlo tenido delante de sus ojos, nunca quiso ver: a veces la verdad quema.

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¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar!

– ¡BASTA! - Si aquel grito de Audrey no había despertado a todo el campus de Harvard, nada podría hacer lo -. ¡Basta!

La serenidad de la noche volvió durante unos segun dos, hasta que Zach dijo con voz amenazadora:

Ya arreglaré cuentas contigo más tarde, cuando no esté ella para defenderte. Ahora tengo un edificio que quemar.

Zach entró de nuevo en Harvard Hall. Le había roba do la linterna al guardia. Todo era oscuridad más allá del haz luminoso que partía de su mano.

Se ha vuelto loco.

No, Leo, no está loco. Es algo peor.

Audrey sabía de qué hablaba. Ella estaba estudiando para convertirse algún día en psiquiatra. Y ya había apren dido a distinguir a un loco de un fanático.

El cuarto de baño de Audrey apestaba a vómitos y a alcohol, aunque había tirado ya tres veces de la cadena e intentado limpiar con papel higiénico la porquería esparcida por el suelo. «¡Que se joda!», dijo con voz pastosa. El comentario no era más que un modo de demostrar su frustración, hasta que se dio cuenta de que su adorada asistenta tendría que limpiar al día siguiente aquel desastre.

– Sí, ¡que se joda!

El espejo del cuarto de baño reflejó una sonrisa desagradable.

– A tu salud, Aufdrey.

En ningún momento había soltado el vaso de whiskey, que se le derramó encima casi por completo cuando trató de beberlo.

Audrey suspiró de alivio al comprobar que el guardia te nía pulso. Estaba inconsciente, derrumbado en el suelo entre unas sillas. La luz de la linterna iluminó la parte metálica de una de ellas, en la que podía verse un mechón de cabello negro, adherido por una costra de sangre coagulada.

Está vivo, pero quizá tenga una hemorragia cerebral, o puede que… ¡Dios, ¿yo qué sé?! ¿Cómo has podido, Zach?

Cuando se despierte, sólo tendrá un buen dolor de cabeza - dijo Zach desde un rincón de la oscura sala -. No le he dado tan fuerte. No te preocupes por él.

El aire se llenó de pronto de un olor intenso, similar al de la gasolina, pero con alguna clase de perfume añadido.

¿Qué es eso? - preguntó Leo, alarmado.

Había estado sosteniendo la linterna mientras Audrey examinaba al guardia, y ahora la enfocó en dirección a Zach. Lo vieron moviéndose frenéticamente de un lado para otro, al tiempo que lanzaba por todas partes chorros de líquido inflamable para encender barbacoas. Zach no iba a desistir. Realmente pretendía pegarle fuego a Har vard Hall. Y era un plan premeditado. De eso ya no ca bían dudas.

– Lo cogiste de la habitación, ¿verdad? - preguntó Audrey, aunque sabía ya la respuesta -. Cuando dijiste que ibas al cuarto de baño.

Zach estaba de espaldas a ellos, echando el resto del lí quido inflamable sobre las bolsas con lo que quedaba de sus panfletos.

– Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.

Vamonos - le dijo Audrey a Leo -. Ayúdame a sa carlo de aquí.

No estaba segura de que ella y Leo fueran capaces de transportar al pesado guardia, pero iba a intentarlo.

Esperaré a que estéis fuera - dijo Zach, que no se ofreció a ayudarles.

Tenía prisa por ver ardiendo el Harvard Hall. Había s acado un mechero Zippo del bolsillo, y jugueteaba peli grosamente con él por encima de los panfletos empapados de líquido inflamable.

Audrey se colocó en la parte de la cabeza del guardia y Leo en la de los pies. Luego, éste dijo:

Lo levantamos a la de tres. Una, dos y…

– ¡AAAH!

Los ojos que el guardia acababa de abrir miraron a Audrey. El grito de ella retumbó en la habitación, y el so bresalto hizo que a Zach se le escapara el Zippo de las ma nos. Se oyó un ruido como de succión, justo antes de que los papeles y todo a su alrededor comenzara a arder con una violencia súbita y brutal. Un chorro ardiente de calor les golpeó en la cara. El guardia se revolvió para levantarse y luego se alejó de Audrey entre bamboleos. La herida de su cabeza empezó a sangrar de nuevo. Estaba desorientado, con los ojos casi en blanco. Abrió la boca como para decir algo, pero de ella no salió más que una especie de lamento inarticulado. Ese lamento se convirtió en un grito desga rrador con el que Audrey aún se despertaba a menudo en mitad de la noche.

Las piernas del hombre estaban ardiendo. Se había de tenido sobre un pequeño charco de líquido inflamable que unas llamas habían alcanzado. El fuego le subió deprisa por el tronco, hasta su cara. Y el hombre no paraba de gri tar y gritar, cada vez más alto. Al olor del líquido le susti tuyó entonces un hedor funesto, dulzón, que hizo vomitar a Leo.

No hicieron nada para intentar salvar al guardia. Lo vieron arder y no hicieron nada. Ninguno de los tres era ca paz de moverse. Ni siquiera para huir. Aquella forma ho rrenda de morir los tenía hechizados. El rechoncho rostro d el guardia se transformó. La boca y las cuencas de sus ojos se convirtieron en huecos oscuros. «Una calabaza - -pensó Audrey, casi delirando -. Es como una calabaza de Hallo- ween.»

¡Fuera!

Ese grito de Zach los salvó. Fue lo único bueno que hizo en toda esa noche maldita.

Salieron del edificio acompañados por el ruido ensorde cedor de la alarma de incendios. No tardaron en encenderse varias luces a su alrededor. Los gestos somnolientos de las caras que asomaban por las puertas se convertían casi al instante en otros de alarma. «¡Fuego!», se oía gritar cada vez a más voces. El Harvard Hall ardía de un extremo a otro.

Ignoraban si alguien los había reconocido, porque ya no llevaban puestos los pasamontañas. Aunque en este mo mento no era ésa su mayor preocupación. Querían alejar se lo más rápido posible. No del fuego, sino de aquel pobre hombre ardiendo. Y de sus gritos, que ya debían de haber cesado para siempre.

Huyeron sin pensar adonde iban. Por eso, en vez de di rigirse de vuelta al coche, corrieron en sentido contrario. No se dieron cuenta hasta que apareció ante ellos la esta tua de John Harvard. Leo no se acercó esta vez para to carle el pie en busca de suerte. Nunca más volvió a hacer lo después de aquella noche.

El rostro de la estatua pareció observarlos con una se veridad que antes no mostraba. Había en él una recrimi nación muda por lo que habían hecho y por la mentira bajo la que tendrían que ocultarlo durante el resto de sus vidas. Una mentira más para la «Estatua de las Tres Men tiras», sobre cuya cabeza ondeaba la bandera con el escudo de Harvard y su lema: «VERITAS», la Verdad.

Capítulo 9

Padua, Italia

Nunca antes una sensación tan apabullante de soledad había inundado el pecho de Albert Cloister como la que sentía frente a los gruesos muros del monasterio de Santa Justina, construido hacía más de mil años. Un milenio disuelto en el torrente inexorable del tiempo. Una infinidad de cosas que se habían ido mientras aquellas piedras labradas permanecían, íntegras y en su sitio. El frío, el calor, la lluvia, la nieve, todo fue y se marchó. Una mano invisible oprimía el corazón del sacerdote, y un vértigo extraño de vaciedad se había instalado dentro de su ser. Estaba tranquilo, con la tranquilidad que precede a menudo a las convulsiones y a los más cruciales acontecimientos.

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