Colocaron panfletos en todos los rincones posibles de las inmediaciones, y después le llegó el turno al edificio más antiguo de Harvard, el Massachusetts Hall, que acogía las oficinas de los dignatarios de la universidad y también cuartos de estudiantes, en los pisos superiores. Sólo les fal taba Harvard Hall, otro edificio de la universidad anti gua, que tenía, además, su propia leyenda. Según ésta, en la noche del 24 de enero de 1764 se produjo una gran tem pestad de nieve y viento. Y fue precisamente en esa noche tan poco propicia para el fuego cuando en el campus se es cuchó el aullido estridente de una alarma de incendios. Harvard Hall, cuyo más preciado tesoro eran los cinco mil volúmenes de su biblioteca, ardía en llamas. Era una época de vacaciones y apenas había nadie en el campus para intentar apagarlas. El fuego se ensañó con el edificio. Ar dieron prácticamente todos los libros. Entre ellos, y según cuenta la leyenda, todos los que John Harvard donó en 1638 a la recién fundada universidad. Todos menos uno, que logró escapar del fuego gracias a que un estudiante, de nombre Ephraim Briggs, se retrasó en su entrega. El título de ese único libro de John Harvard que sobrevivió a un incendio tan atípico y feroz como aquel, era La guerra del Cristianismo contra el Diablo, el mundo y la carne, de John Downame.
Audrey y Leo empezaron a colocar panfletos en las pare des y las inmediaciones del Harvard Hall. Tenían prisa pon terminar, porque después podrían volver al coche. Y, una vez en él, lo que restaba era más fácil: Zach daría unas vuel tas por la zona mientras ellos dos lanzaban panfletos al suelo desde las ventanillas abiertas, como si fuera confeti.
– ¿Qué vas a hacer, Zach? - susurró Audrey, repenti namente alarmada.
En vez de colocar panfletos, su novio se había agacha do junto a una de las ventanas del sótano, oculta por detrás de unos arbustos.
– ¡No! - gritó Leo.
Lo hizo en voz alta, a su pesar. No pudo evitarlo al ver lo que acababa de hacer Zach.
– Cállate… Imbécil.
Leo juró para sus adentros que si Zach volvía a decirle eso le partiría la cara. Fue un pensamiento rápido, casi in consciente, porque estaba aterrorizado. Zach había envuel to un puño con su bufanda y había roto el cristal de la ventana. Y nada de ello entraba en los planes. No en los de Leo, al menos.
– ¿Tú sabías algo de esto? - le preguntó a Audrey.
– Zach, ¿adonde demonios vas?
La contestación de Audrey respondía a la pregunta de Leo. Ella estaba igual de sorprendida que su amigo.
– Este edificio va a arder por segunda vez - dijo Zach.
Había limpiado los restos de cristales del marco para iibnrse un hueco por el que entrar en el sótano de Harvard Hall. Antes de desaparecer en su interior, añadió:
– Eso sí que llamará la atención de nuestros compatriotas sobre Iraq, ¿no os parece?
Ellos no contestaron. Estaban demasiado aturdidos para pensar en una respuesta. Y lo peor es que no sabían qué hacer. Debían ir tras Zach e impedir que quemara el edificio. Eso parecía lo más correcto. Pero el deseo de huir era fuerte.
– Yo me largo de aquí - dijo Leo -. No quiero saber nada de esto.
– Espera, Leo… Yo…
Audrey aún no había decidido qué hacer. Vara eso ne cesitaba un poco más de tiempo y también que Leo no la dejara allí sola.
– ¿Hay alguien ahí?
La inesperada voz hizo que Audrey y Leo contuvieran el aliento. Vieron acercarse el haz de una linterna, y casi tropezaron el uno con el otro intentando escapar, cuando sus piernas les respondieron de nuevo. El guardia de segu ndad venía por Johnston Gate, a su izquierda, y la prime ra intención de Leo y Audrey fue salir corriendo en sentido contrario, hacia Hollis Hall. Pero se dieron cuenta a tiem p o de que no llegarían a la esquina, antes de que el guardia apareciera. Por mero instinto, se lanzaron con sus bolsas ha cia una caseta que tenían delante. Los dos sudaban a pesar del frío. Tuvieron suerte de que al guardia no lo acompa ñara un perro, porque, en ese caso, ya los habría descubier to. Audrey y Leo se asomaron con cautela para ver qué hacía el guardia, un hombre bajo y dueño de una voluminosa barriga. No estaba muy lejos de allí cuando oyó el grito de Leo y había venido a echar un vistazo. Esperaba encon trarse a algún estudiante borracho vagando por las cerca nías del Harvard Hall. Por eso le preocupó descubrir los panfletos que los tres amigos habían estado pegando.
– ¿Pero qué diablos…? «Hoy morirán mil niños más en Iraq» - leyó el guardia en voz alta.
Se preocupó todavía más al inspeccionar el edifico y ver que una de las ventanas del sótano estaba rota. Aquello no era la obra de un borracho inconsciente. Quienquiera que fuese, se había molestado en abrir un hueco limpio de cris tales por el que colarse en el edificio.
– Harry… - llamó por su walkie, e insistió al recibir un zumbido de estática por única respuesta -. Harry, ¿me oyes?… ¡Maldito cacharro!
El guardia subió a grandes zancadas las escaleras que llevaban hasta la puerta,. En unos pocos segundos consiguió encontrar la llave apropiada, abrir y entrar en Harvard Hall. Desde su escondrijo, Audrey y Leo vieron cómo iban encendiéndose luces sucesivamente, conforme el guardia, avanzaba por dentro del edificio. Pero llegó un momento, en el segundo piso, en que dejaron de encenderse.
– Lo ha descubierto… - dijo Audrey.
Leo la agarró por el brazo porque sabía lo que ella es taba a punto de hacer.
– Sólo conseguirás que os detengan a los dos.
– No puedo dejar que…
La frase de Audrey se quedó a medias, porque vio que las luces del Harvard Hall empezaban a apagarse de nue vo, una tras otra, en una sucesión opuesta a la anterior. La última en apagarse fue la luz de la entrada. Y de la oscuridad del interior surgió Zach.
– Tenéis que ayudarme. Ese tipo pesa por lo menos cien kilos.
Leo no pudo impedir esta vez que Audrey corriera ha cia el edificio. Al llegar junto a su novio, vio que tenía sangre en la cara.
– ¿Qué ha pasado?… ¿Qué te ha hecho?
En un primer instante Zach pareció no entender a qué se refería. Luego, supo por la mirada de ella que tenía algo en la cara. Se pasó la mano por el pómulo y comprobó que estaba manchado de sangre.
– No es mía. Es de él.
– ¿Esa sangre es del guardia?
– ¿Preferirías que fuera mía?
– Yo sí - dijo Leo, que se les había unido -. ¿Qué le has hecho a ese pobre hombre?
– Tú, cállate, imbé…
El puñetazo de Leo le impactó a Zach en los labios. Un chorro de su propia sangre se mezcló con la del guardia, que aún le manchaba la cara.
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